Me fijé en ella enseguida. La vi pasar ante mí y quedé
prendado. Las primeras veces tan solo la seguí con la mirada en su paso distinguido,
indiferente a todo, cruzando el parque donde, sentado en mi banco predilecto,
daba rienda suelta a mis preocupaciones. Era puntual como un reloj.
Rubia, siempre con un abrigo negro muy elegante que
estilizaba su figura, de rostro fino, fría mirada marina. Estaba seguro de que
su ropa no tenía nada que ver con la que utilizaba en el trabajo y que se
cambiaría allí mismo.
Poco después me animé a seguirla también con mis cansados
zapatos. Todas las mañanas la misma rutina. Desayunaba en el mismo bar todos
los días, iba con bastante tiempo antes de su turno de trabajo. Comenzaba a las
nueve y salía a las dos. Comía también siempre en el mismo lugar, a dos calles
de allí, para volver a las tres y terminar a las seis.
Era agradable con los clientes, con una sonrisa bella y
sincera, de esas que parecen reconocer a alguien querido en la persona que
tiene enfrente. No me sorprendió lo más mínimo que trabajara en una joyería,
era un entorno que le iba que ni pintado…
Me hice el encontradizo con ella en varias ocasiones hasta
que la terminé convenciendo de que tomara un café conmigo. Por supuesto, no
dije ni una sola verdad en nuestra entrevista, no podía. Ni soy arquitecto, ni
cuido de mi madre enferma y, por supuesto, no perdí a ningún hijo en un
accidente provocando mi posterior separación matrimonial.
Hago de la escasez virtud, mi buena planta, mi buen gusto,
me dan un aspecto seductor y atractivo. La imagen lo es casi todo, con ella se
puede enmascarar la realidad con pasmosa facilidad, convencer de casi cualquier
cosa… al menos al principio.
Así fuimos intimando poco a poco. Ella me contaba su convencional
y sincero día a día con detalle, sus cosas en el trabajo, su azarosa vida
sentimental, sus pequeños conflictos y alegrías, mientras yo relataba una
sacrificada e inventada existencia sin darme importancia alguna.
Me gustaba mucho esta chica, me sentía afortunado por el
sorprendente hecho de que no tuviera pareja, por tener alguna opción con ella. Por
desgracia, mi vida distaba mucho de ser plácida o solvente, lamentaba no estar
en disposición de ofrecer algo estable y fidedigno más allá de una historia
inventada y unas mentiras bien envueltas. Sentí mucho no poder ser sincero. No
sé si de haber podido hubiera dado el paso, si no hubiera sido un cobarde, pero
eso ya es lo de menos. Fue una bella ilusión.
Sí, debo reconocer que me enternecí, quizá por las fechas
navideñas, que irremediablemente me llevan a la niñez, a cierto recuerdo
materno. Son fechas que sacan lo mejor de mí, pero hay momentos y
circunstancias en los que no se puede ser débil, hay prioridades que se deben
obedecer.
Pasadas unas semanas conocíamos lo suficiente el uno del
otro. Había llegado el momento de alejarme. Sin traumas ni llantos. Me despedí
de ella desde la distancia porque, al fin y al cabo, soy un romántico.
El día del adiós estaba preciosa, más guapa que nunca.
Estaba haciendo horas extra y la nocturna iluminación navideña daba un halo
especial a todo. Cuando cerraron estaba radiante, la neblina provocada por el
vaho que exhalaba al hablar hacía que todo pareciera una ensoñación. Su dulce
risa resonaba en la calle silenciosa, alejándose con el repiqueteo de los
tacones junto a sus compañeras. Me quedé allí taciturno, con la extraña
sensación de que una posible vida se alejaba. Susurré un adiós.
Pensé mucho aquellas horas allí sentado, medité sobre las
prioridades, me sentí mejor. Habían sido muchas navidades tristes, muchas
navidades precarias. Arranqué el coche y lo estrellé contra la cristalera de la
joyería, sabía dónde estaba cada cosa, lo más valioso, lo de más fácil acceso.
Desde luego, aquella Navidad no iba a ser como las otras.
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