Dibujaba coches rojos
compulsivamente. De todos los tamaños, de distintos modelos, con múltiples
accesorios, pero siempre rojos. Coches rojos por todas partes.
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El niño hacía que lloraba en la soleada mañana invernal, ese
llanto falso de los críos cuando no se salen con la suya o no reciben lo que
esperan, en su desesperada impotencia, como último recurso para ver si pueden
dar la vuelta a algo que se antoja irremediable.
¡Yo quería el coche azul!— sollozaba quejumbroso a su madre,
que miraba hacia todos lados avergonzada ante el berrinche del niño, intentando
a su vez hacerle ver las bondades de ese coche teledirigido último modelo.
Aquel niño no entendía cómo los Reyes Magos habían podido
confundir el color del coche que había pedido a pesar del énfasis que puso en
su carta, con mayúsculas y subrayado... A esa edad la estética lo es todo, y en
muchos casos no deja de serlo nunca.
Los infructuosos intentos de la madre por captar la atención
de su hijo y calmar sus quejas y chillidos no hacían más que caldear el
ambiente. El coche era una virguería, se manejaba con suma facilidad, como
demostraba la buena mujer intentando que su hijo se sumara al juego y olvidara
el detallito del color por lo que de verdad importaba: la cantidad de cosas
espectaculares que se podían hacer con aquel coche teledirigido.
Era inútil. El chico era del tipo obstinado, ese tipo que
debe demostrar al padre su enfado culpándole de todo aquello que no le gusta
porque, al fin y al cabo, son los únicos que podrían rectificarlo. Se cruzó de
brazos en plan mohíno, puso su rostro de desprecio y contestó con agónica
apatía a las apelaciones de su madre.
En su desesperación, la madre lo dio por imposible, dejó el
mando del coche en el banco y el coche a poca distancia del mismo, donde se
sentó a juguetear con su móvil. Su airado hijo daba la espalda a toda esa
escena centrado en escenificar su pataleta. Así pasaron al menos 15 minutos,
hasta que llegó la hora de irse. Fue el momento en el que los dos se dieron
cuenta de que el coche había desaparecido.
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Era un adolescente que ya se ocupaba de todo. Su padre había
fallecido y su madre estaba convaleciente. Era él el que traía el escaso
sustento a su humilde casa recogiendo cartones y repartiendo productos de todo
tipo.
En realidad tenía mucho tiempo libre. Conocía toda la
ciudad, le gustaba frecuentar los parques, ver en los demás aquello que parecía
estarle vetado, esa felicidad, esas comodidades. Lo típico.
Le gustaba la Navidad, a pesar de que resaltaba sus
carencias, aquello que no tenía, como la ilusión por los regalos. Quería
aparentar escepticismo porque era lo más práctico, pero el atractivo de aquel
ambiente, de aquella atmósfera, lo embriagaba.
El día de Reyes paseaba por su parque favorito. Era un día
especial. Los padres iban con sus hijos pequeños a disfrutar de los nuevos
juguetes. Todo eran risas, alegría y amor familiar. Fue allí donde escuchó las
quejas de un chavalín. Protestaba por el color de su coche.
Se quedó prendado. Su vida había girado en torno a los
coches rojos, se convirtieron casi en una obsesión, jugaba a contar cuantos
coches rojos encontraba por la calle en su vagar despreocupado, recopilaba las
revistas de motor que encontraba en la basura con la esperanza de que hubiera alguna
foto dentro. Eran una angustia y un anhelo…
No entendía cómo era posible que aquel niño despreciara un
juguete tan bonito y perfecto, ¡que no le gustara que fuera rojo, precisamente!
Lo que al principio era curiosidad, se convirtió en perplejidad, para terminar
en sentida ofensa. ¡Aquel chaval despreciaba un juguete por el que él daría lo
que fuera!
Se solidarizaba con la madre, que parecía tan perpleja como
él y luego tan enfadada. Se sentía impotente y frustrado, tenía que irse de
allí, pero algo le agarraba los pies al suelo. Aquel coche rojo, abandonado,
ignorado por todos, parecía desamparado, necesitado de atención, de cariño. No
fue consciente de los pocos pasos que dio hasta situarse frente al juguete, ni
cuando lo recogió del suelo, ni cuando se dio la vuelta llevándolo en las manos mientras se alejaba de allí. Sólo reaccionó cuando salió del parque. Ni siquiera corrió,
se fue lentamente, como en sus lúdicos paseos.
Cuando miró al coche que tenía en sus manos, lejos de sentir
culpa, le inundó una enorme alegría. Sonrió.
Entró en casa, besó a su madre, que estaba tendida en su
cama, mintió explicándole que había tenido la fortuna de encontrarse aquel
coche tirado en un contenedor, que en cuanto lo vio no pudo resistirse… No
había cogido el mando a distancia, por lo que el coche no funcionaba, pero él
sabía que valdría igual.
Se acercó a su hermano, que como siempre estaba inclinado sobre la
mesa de la salita, dibujando coches rojos. Coches rojos de todos los tamaños,
de distintos modelos, con múltiples accesorios, pero siempre rojos. Coches
rojos por todas partes.
Puso el coche sobre la mesa y llamó su atención. Esta vez no
haría falta hablar, contarle a su hermano los coches rojos que había visto en
la calle, traerle revistas donde pudiera verlos él mismo.
Al principio su hermano mantuvo la mirada fija en su labor,
perdido en su mundo como casi siempre, hasta que finalmente atendió a su dulce
requerimiento. Se quedó parado mirando aquel coche rojo nuevo, verdadero, que era suyo, que
podía tocar. Lo tocó. Y levantó la mirada.
Aquella mirada que parecía siempre perdida dentro de sí
misma, se fijó en su rostro y sonrió. Vio el reconocimiento y la felicidad en
los ojos de su hermano. Aquel fue el mejor regalo que la Navidad podía dar.
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