jueves, 4 de enero de 2018

EL COCHE ROJO

RELATO











Dibujaba coches rojos compulsivamente. De todos los tamaños, de distintos modelos, con múltiples accesorios, pero siempre rojos. Coches rojos por todas partes.

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El niño hacía que lloraba en la soleada mañana invernal, ese llanto falso de los críos cuando no se salen con la suya o no reciben lo que esperan, en su desesperada impotencia, como último recurso para ver si pueden dar la vuelta a algo que se antoja irremediable.

¡Yo quería el coche azul!— sollozaba quejumbroso a su madre, que miraba hacia todos lados avergonzada ante el berrinche del niño, intentando a su vez hacerle ver las bondades de ese coche teledirigido último modelo.

Aquel niño no entendía cómo los Reyes Magos habían podido confundir el color del coche que había pedido a pesar del énfasis que puso en su carta, con mayúsculas y subrayado... A esa edad la estética lo es todo, y en muchos casos no deja de serlo nunca.

Los infructuosos intentos de la madre por captar la atención de su hijo y calmar sus quejas y chillidos no hacían más que caldear el ambiente. El coche era una virguería, se manejaba con suma facilidad, como demostraba la buena mujer intentando que su hijo se sumara al juego y olvidara el detallito del color por lo que de verdad importaba: la cantidad de cosas espectaculares que se podían hacer con aquel coche teledirigido.

Era inútil. El chico era del tipo obstinado, ese tipo que debe demostrar al padre su enfado culpándole de todo aquello que no le gusta porque, al fin y al cabo, son los únicos que podrían rectificarlo. Se cruzó de brazos en plan mohíno, puso su rostro de desprecio y contestó con agónica apatía a las apelaciones de su madre.

En su desesperación, la madre lo dio por imposible, dejó el mando del coche en el banco y el coche a poca distancia del mismo, donde se sentó a juguetear con su móvil. Su airado hijo daba la espalda a toda esa escena centrado en escenificar su pataleta. Así pasaron al menos 15 minutos, hasta que llegó la hora de irse. Fue el momento en el que los dos se dieron cuenta de que el coche había desaparecido.

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Era un adolescente que ya se ocupaba de todo. Su padre había fallecido y su madre estaba convaleciente. Era él el que traía el escaso sustento a su humilde casa recogiendo cartones y repartiendo productos de todo tipo.

En realidad tenía mucho tiempo libre. Conocía toda la ciudad, le gustaba frecuentar los parques, ver en los demás aquello que parecía estarle vetado, esa felicidad, esas comodidades. Lo típico.

Le gustaba la Navidad, a pesar de que resaltaba sus carencias, aquello que no tenía, como la ilusión por los regalos. Quería aparentar escepticismo porque era lo más práctico, pero el atractivo de aquel ambiente, de aquella atmósfera, lo embriagaba.

El día de Reyes paseaba por su parque favorito. Era un día especial. Los padres iban con sus hijos pequeños a disfrutar de los nuevos juguetes. Todo eran risas, alegría y amor familiar. Fue allí donde escuchó las quejas de un chavalín. Protestaba por el color de su coche.

Se quedó prendado. Su vida había girado en torno a los coches rojos, se convirtieron casi en una obsesión, jugaba a contar cuantos coches rojos encontraba por la calle en su vagar despreocupado, recopilaba las revistas de motor que encontraba en la basura con la esperanza de que hubiera alguna foto dentro. Eran una angustia y un anhelo…

No entendía cómo era posible que aquel niño despreciara un juguete tan bonito y perfecto, ¡que no le gustara que fuera rojo, precisamente! Lo que al principio era curiosidad, se convirtió en perplejidad, para terminar en sentida ofensa. ¡Aquel chaval despreciaba un juguete por el que él daría lo que fuera!

Se solidarizaba con la madre, que parecía tan perpleja como él y luego tan enfadada. Se sentía impotente y frustrado, tenía que irse de allí, pero algo le agarraba los pies al suelo. Aquel coche rojo, abandonado, ignorado por todos, parecía desamparado, necesitado de atención, de cariño. No fue consciente de los pocos pasos que dio hasta situarse frente al juguete, ni cuando lo recogió del suelo, ni cuando se dio la vuelta llevándolo en las manos mientras se alejaba de allí. Sólo reaccionó cuando salió del parque. Ni siquiera corrió, se fue lentamente, como en sus lúdicos paseos.

Cuando miró al coche que tenía en sus manos, lejos de sentir culpa, le inundó una enorme alegría. Sonrió.

Entró en casa, besó a su madre, que estaba tendida en su cama, mintió explicándole que había tenido la fortuna de encontrarse aquel coche tirado en un contenedor, que en cuanto lo vio no pudo resistirse… No había cogido el mando a distancia, por lo que el coche no funcionaba, pero él sabía que valdría igual.

Se acercó a su hermano, que como siempre estaba inclinado sobre la mesa de la salita, dibujando coches rojos. Coches rojos de todos los tamaños, de distintos modelos, con múltiples accesorios, pero siempre rojos. Coches rojos por todas partes.

Puso el coche sobre la mesa y llamó su atención. Esta vez no haría falta hablar, contarle a su hermano los coches rojos que había visto en la calle, traerle revistas donde pudiera verlos él mismo.

Al principio su hermano mantuvo la mirada fija en su labor, perdido en su mundo como casi siempre, hasta que finalmente atendió a su dulce requerimiento. Se quedó parado mirando aquel coche rojo nuevo, verdadero, que era suyo, que podía tocar. Lo tocó. Y levantó la mirada.

Aquella mirada que parecía siempre perdida dentro de sí misma, se fijó en su rostro y sonrió. Vio el reconocimiento y la felicidad en los ojos de su hermano. Aquel fue el mejor regalo que la Navidad podía dar.




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