Las pistas se siguen sucediendo, tendremos una tecla de una
máquina de escribir que es una nueva clave para el caso. La máquina de Judd,
ese fetiche con el que le vimos desde el inicio. Luego este elemento no da
excesivo juego.
Vimos a Judd en su intimidad, en su disfuncional entorno familiar, ahora toca el turno de ver el de Artie. En la lujosa mansión de la familia Straus veremos a la orgullosa madre presumiendo y preocupándose de su hijo por culpa del asesino suelto que tiene en su propia casa. El ego de Artie, su satisfacción por el juego que se lleva con la policía está perfectamente mostrado, un baño egocéntrico perturbado y demencial. Como remate a esto el ego de Artie se verá recompensado cuando tenga la posibilidad de contar sus cosas, ideas y descubrimientos sobre el caso a las amigas de su madre. El gesto de la madre de acariciar la cabeza de Artie cuando van hacia la habitación donde están las amigas de ésta es rechazado sutilmente por nuestro protagonista, una sutileza excepcional de Fleischer que de alguna forma hacer intuir una relación compleja entre ellos, donde él se muestra sumiso con ella hasta cierto punto pero no define una empatía clara más allá del ego que le provocan sus atenciones.
En una escena posterior, en el último tercio, tendremos
otro detalle, otra sutileza, que resulta interesante para definir y dibujar la
relación de Artie con su madre. En un momento de una conversación con su
abogado (Orson Welles) corregirá el término “mamá” por el de “madre”, lo que
denota su relación de cercanía íntima de la que se avergüenza en público hacia
su madre.
Judd deberá dar un gran paso en su conversión en superhombre
nietzscheano según su idea del mismo, pero no podrá matar a Ruth, los
sentimientos tirando por tierra su propósito. El superhombre sometido por las
emociones.
En la escena del matadero donde charlan Judd y Artie tenemos
una metáfora con la cabra de Judas, un líder natural que manda al resto de
cabras al matadero, un poco como se sienten ellos en esa creencia de
superioridad. Todo ello con más planos oblicuos de los que siguen a la pareja en
todo momento.
Judd descenderá por una escalera, la misma en la que
discutió con su hermano al inicio, para encontrarse con los policías que siguen
la pista de las gafas, pista que siguen gracias a Artie. Un descenso hacia su
perdición magníficamente retratado de nuevo por Fleischer.
La magistral elipsis temporal que Fleischer hace con las
gafas en un solo plano, que concluye con el reflejo de Judd en una de sus
lentes, es de un virtuosismo excelso y escenifica a la perfección la relación
de éste con las gafas. Su culpabilidad y personalidad perturbada. En la otra
lente aparecerá el fiscal, muy bien interpretado por E. G. Marshall. El reflejo
como manifestación de la realidad oblicua y desvirtuada del personaje y la
falsedad que el policía trata de desentrañar. Veremos al inspector de pie, en
plano de superioridad con respecto a Judd.
Hay una clara crítica a los periodistas, tratados y
retratados como auténticas alimañas sin hacer especial énfasis siquiera. Ya los
vimos queriendo hacer fotos al cadáver del niño y presentes en ciertos momentos
de la investigación. En cambio Sid (Martin Milner) representaría la parte
honesta de la profesión. La presencia de los periodistas llega a ser agobiante
en algunos momentos, otro detalle y otra sutileza de gran talento.
Más juegos y uso de los elementos del decorado, sacando
partido a la puesta en escena, en este caso con el interrogatorio a Artie.
Veremos al policía frente a un espejo, un derroche de recursos con espejos,
lentes, ángulos, encuadres… En los espejos en algunas ocasiones aparecerá Artie (Bradford Dillman)
y en otras no, su juego de mentiras y medias verdades, el ratón y el gato con
el incisivo policía.
Aquí tenemos otro truco de guión con ese agente que menciona
a Mae y Edna en presencia de Artie, otro error bastante absurdo que permite al
avispado chico seguir mintiendo. La escena concluye con otro recurso visual, un
fundido ante la camisa de Artie que se encadena con la espalda de un agente que
habla por teléfono. Una cinta visualmente impecable.
En toda esta parte central el fiscal Harold Horn va cobrando
protagonismo, siendo el guía principal de la narración, que volverá a cambiar
en el último tercio con la aparición del gran Orson Welles. Los chicos lograrán
engañar a los policías con sus impecables coartadas y versiones pactadas y
fingidas, presumirán de cultura, los 14 idiomas que habla Judd, y se relajarán
cuando crean que lo peor ha pasado. Para tornar las cosas se recurre a otro
truco de guión bastante artificioso, el encuentro del fiscal con el chófer y
los datos que contradicen la versión dada por los chicos, que les inculparían.
Más recursos visuales brillantes, el reflejo de Judd
ensombrecido ante una ventana y los neones del exterior. Mal augurio para el personaje.
Una vez sus versiones han sido desmanteladas llegarán los
reproches, las acusaciones mutuas, las confesiones, la frustración, la rabia,
la pérdida de papeles, las menciones a la inferioridad por la debilidad y la
confesión… Culpas mutuas, egos y orgullos heridos en presuntuosos personajes
que se creían más de lo que eran, por encima del bien y del mal. El desgarro que
produce la verdad plantándose frente a uno y desmintiéndote en todo lo que
creías.
Orson Welles, el mito dando lecciones.
En este último tercio otro personaje cogerá las riendas de
la narración, el gran Orson Welles, que interpreta al abogado Jonathan Wilk, el
más talentoso de los abogados. La interpretación de Welles, al que sólo podemos
disfrutar durante media hora, es pura excelencia. Aunque pasa poco tiempo en
pantalla si algo se recuerda es su presencia.
Su presentación es también excepcional, cuando las alimañas
de los periodistas se abalanzan para entrevistar a los asesinos aparece
abriendo la puerta en el extremo izquierdo de la pantalla, a distancia,
distanciado del fiscal, rivales frente a frente. De hecho esta distancia
aparecerá por dos veces en esta misma escena.
“Me interesarían mucho más sus conclusiones si esos doctores
se observasen el uno al otro”.
La relación entre Sid y Ruth debe evolucionar, profundizar
en los conflictos que genera ese interés que la chica tiene en Judd y cómo
afecta esto a Sid. La bondadosa Ruthie contará el intento de violación de Judd,
ella cree comprenderlo mejor que nadie, casi como si padeciera el Síndrome de
Estocolmo. Una conversación muy intensa en una gran escena.
Con la aparición de Orson Welles la cinta gira hacia el
drama judicial con la pena de muerte como tema principal de fondo, una
desviación de guión a nivel conceptual que no molesta en demasía.
El Ku Klux Klan aparecerá para intentar amedrentar al
brillante abogado, cosa que no logrará, es un hombre de principios.
“Pues lo he pensado bastante, pueden creerme, pero se me
ocurrió que negar al rico el mismo derecho de defensa que al pobre sería tanto
como estar de acuerdo con la gente que encendió ese fuego”.
Fleischer planifica las escenas de forma deslumbrante, con
encuadres realmente cuidados. Un plano general de Welles con Judd encuadrado y
más cerca de nosotros en una habitación del juzgado. El abogado irá acercándose
hasta entrar en dicha habitación, de forma que el director muestra visualmente las dificultades del caso y del abogado con sus clientes. Allí Artie
manifiesta su frustración de niño rico, su dolor, su sentimiento de desapego
familiar, un crío que nunca sintió el afecto y cariño de sus padres, como Judd.
En esta escena también tenemos detalles de planificación
clásica cuando pasamos de los planos generales a los cortos cuando Artie se
acerca a Wilk (Welles) para plantearle una posibilidad de fuga.
Fleischer hará dos planos similares a Welles en el juicio,
dos grúas, la primera para el cambio de táctica del abogado, que pretende
eliminar el jurado, y la segunda mientras el excelso letrado va realizando
distintos trucos legales. También habrá una gran grúa inicial de presentación.
La intervención de Ruth (Diane Varsi) hará mella en Judd, ella es la que
siempre lograr derribar las barreras que pone el chico a las emociones. Como
curiosidad debemos comentar que los protagonistas se llaman con diminutivos, un
detalle que de alguna forma retrata su inmadurez, un vínculo con ese mundo
infantil que no abandonan definitivamente, Artie, Juddsie, Ruthie… Además
recordemos lo feliz que es Artie hablando con su oso “Teddy”… que esconde una
petaca.
El alegato final de Orson Welles es simplemente
espectacular, deslumbrante, un alegato contra la pena de muerte interpretado de
forma magistral por uno de los grandes directores de todos los tiempos, uno de
los 5 más importantes, y uno de los grandes actores que ha dado el cine. Un
genio absoluto.
La película tiene tres grandes impulsos narrativos, el
inicial con los chicos criminales, el asesinato y la descripción de sus
caracteres; el segundo con la aparición del fiscal y la investigación; y el
tercero con la entrada de Welles y el juicio.
Tras la resolución tendremos la rúbrica al dibujo de los dos
asesinos, Judd con un impulso sensible, ya le vimos quedar afectado por Ruth y
sus palabras, y el más frío Artie. Todo con el objetivo de Welles conseguido,
cadena perpetua.
-Wilk: Toda una vida de dudas y preguntas no significa que
haya llegado a conclusiones definitivas.
-Wilk: ¿Estás seguro, Judd? Durante los próximos años tal vez
te preguntes a ti mismo si no fue Dios quien dejó caer las gafas… y si no lo
hizo ÉL, ¿quién entonces?
Tendremos también la conclusión a la interesante y extraña
relación de la inocente parejita formada por Ruth y Sid, con final feliz
gracias al portentoso discurso de Welles. Al final la ambigua relación de Ruth
con Judd queda definida por la compasión, según explica ella, aunque resulta
siempre intrigante.
Una grandísima obra que traerá al maestro Hitchcock a la cabeza y a algunas de sus películas y sugerentes relaciones soterradas como la homosexualidad en “Extraños en un tren” (1951); “La soga” (1948), con un planteamiento en la trama similar con los dos jóvenes protagonista vinculando su inteligencia superior al crimen, incluso “Psicosis” (1960) con esos psicópatas, los pájaros disecados, las relaciones con los padres, las perturbaciones hacia las chicas y cierta homosexualidad latente. No sería raro que se insinuara que Welles también metió la mano en esta cinta por esos rasgos de estilo tan suyos que contiene la dirección de Fleischer, estando él en el reparto, como le ocurrió a Carol Reed en “El tercer hombre” (1949). Hay un toque a “A sangre fría” (Richard Brooks, 1967). En algunos lugares se ha mencionado “Doce hombres sin piedad” (Sidney Lumet, 1957) como referente, este lo veo menos. “Crimen y castigo” de Dostoievski sí debería venir a la cabeza tras el visionado de esta pequeña joya.
En definitiva, una gran película que contando con muchos y
notables referentes conserva un discurso y personalidad propia digna de
mención. Joya clásica muy recomendable.
Dedicada a mi amigo Pepe William Munny, que espero haya quedado satisfecho con todo el análisis.
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