viernes, 2 de mayo de 2014

Crítica: IMPULSO CRIMINAL (1959) -Última Parte-

RICHARD FLEISCHER














Las pistas se siguen sucediendo, tendremos una tecla de una máquina de escribir que es una nueva clave para el caso. La máquina de Judd, ese fetiche con el que le vimos desde el inicio. Luego este elemento no da excesivo juego.


Vimos a Judd en su intimidad, en su disfuncional entorno familiar, ahora toca el turno de ver el de Artie. En la lujosa mansión de la familia Straus veremos a la orgullosa madre presumiendo y preocupándose de su hijo por culpa del asesino suelto que tiene en su propia casa. El ego de Artie, su satisfacción por el juego que se lleva con la policía está perfectamente mostrado, un baño egocéntrico perturbado y demencial. Como remate a esto el ego de Artie se verá recompensado cuando tenga la posibilidad de contar sus cosas, ideas y descubrimientos sobre el caso a las amigas de su madre. El gesto de la madre de acariciar la cabeza de Artie cuando van hacia la habitación donde están las amigas de ésta es rechazado sutilmente por nuestro protagonista, una sutileza excepcional de Fleischer que de alguna forma hacer intuir una relación compleja entre ellos, donde él se muestra sumiso con ella hasta cierto punto pero no define una empatía clara más allá del ego que le provocan sus atenciones.





En una escena posterior, en el último tercio, tendremos otro detalle, otra sutileza, que resulta interesante para definir y dibujar la relación de Artie con su madre. En un momento de una conversación con su abogado (Orson Welles) corregirá el término “mamá” por el de “madre”, lo que denota su relación de cercanía íntima de la que se avergüenza en público hacia su madre.




Judd deberá dar un gran paso en su conversión en superhombre nietzscheano según su idea del mismo, pero no podrá matar a Ruth, los sentimientos tirando por tierra su propósito. El superhombre sometido por las emociones.


En la escena del matadero donde charlan Judd y Artie tenemos una metáfora con la cabra de Judas, un líder natural que manda al resto de cabras al matadero, un poco como se sienten ellos en esa creencia de superioridad. Todo ello con más planos oblicuos de los que siguen a la pareja en todo momento.


Judd descenderá por una escalera, la misma en la que discutió con su hermano al inicio, para encontrarse con los policías que siguen la pista de las gafas, pista que siguen gracias a Artie. Un descenso hacia su perdición magníficamente retratado de nuevo por Fleischer.




El interrogatorio a Judd (Dean Stockwell) permite a Fleischer volver a deleitarnos con su enorme virtuosismo expresivo y fuerza visual con trucos brillantes y manejo de elementos para desgranar todos los aspectos de la historia, su dramatismo interno y la descripción y desarrollo de situaciones y personajes. Los trucos que el fiscal del distrito Harold Horn (E. G. Marshall) intenta hacer a Judd, el reflejo de las gafas por el sol en el corazón de Judd, casi delatoras, los picados y contrapicados que retratan la humillación de Judd cuando se deja caer para demostrar que las gafas pudieron salir así de su bolsillo sin que esto se cumpla…






La magistral elipsis temporal que Fleischer hace con las gafas en un solo plano, que concluye con el reflejo de Judd en una de sus lentes, es de un virtuosismo excelso y escenifica a la perfección la relación de éste con las gafas. Su culpabilidad y personalidad perturbada. En la otra lente aparecerá el fiscal, muy bien interpretado por E. G. Marshall. El reflejo como manifestación de la realidad oblicua y desvirtuada del personaje y la falsedad que el policía trata de desentrañar. Veremos al inspector de pie, en plano de superioridad con respecto a Judd.


Hay una clara crítica a los periodistas, tratados y retratados como auténticas alimañas sin hacer especial énfasis siquiera. Ya los vimos queriendo hacer fotos al cadáver del niño y presentes en ciertos momentos de la investigación. En cambio Sid (Martin Milner) representaría la parte honesta de la profesión. La presencia de los periodistas llega a ser agobiante en algunos momentos, otro detalle y otra sutileza de gran talento.

Más juegos y uso de los elementos del decorado, sacando partido a la puesta en escena, en este caso con el interrogatorio a Artie. Veremos al policía frente a un espejo, un derroche de recursos con espejos, lentes, ángulos, encuadres… En los espejos en algunas ocasiones aparecerá Artie (Bradford Dillman) y en otras no, su juego de mentiras y medias verdades, el ratón y el gato con el incisivo policía.




Aquí tenemos otro truco de guión con ese agente que menciona a Mae y Edna en presencia de Artie, otro error bastante absurdo que permite al avispado chico seguir mintiendo. La escena concluye con otro recurso visual, un fundido ante la camisa de Artie que se encadena con la espalda de un agente que habla por teléfono. Una cinta visualmente impecable.



En toda esta parte central el fiscal Harold Horn va cobrando protagonismo, siendo el guía principal de la narración, que volverá a cambiar en el último tercio con la aparición del gran Orson Welles. Los chicos lograrán engañar a los policías con sus impecables coartadas y versiones pactadas y fingidas, presumirán de cultura, los 14 idiomas que habla Judd, y se relajarán cuando crean que lo peor ha pasado. Para tornar las cosas se recurre a otro truco de guión bastante artificioso, el encuentro del fiscal con el chófer y los datos que contradicen la versión dada por los chicos, que les inculparían.



Más recursos visuales brillantes, el reflejo de Judd ensombrecido ante una ventana y los neones del exterior. Mal augurio para el personaje.

Una vez sus versiones han sido desmanteladas llegarán los reproches, las acusaciones mutuas, las confesiones, la frustración, la rabia, la pérdida de papeles, las menciones a la inferioridad por la debilidad y la confesión… Culpas mutuas, egos y orgullos heridos en presuntuosos personajes que se creían más de lo que eran, por encima del bien y del mal. El desgarro que produce la verdad plantándose frente a uno y desmintiéndote en todo lo que creías.









Orson Welles, el mito dando lecciones.


En este último tercio otro personaje cogerá las riendas de la narración, el gran Orson Welles, que interpreta al abogado Jonathan Wilk, el más talentoso de los abogados. La interpretación de Welles, al que sólo podemos disfrutar durante media hora, es pura excelencia. Aunque pasa poco tiempo en pantalla si algo se recuerda es su presencia.



Su presentación es también excepcional, cuando las alimañas de los periodistas se abalanzan para entrevistar a los asesinos aparece abriendo la puerta en el extremo izquierdo de la pantalla, a distancia, distanciado del fiscal, rivales frente a frente. De hecho esta distancia aparecerá por dos veces en esta misma escena.



Me interesarían mucho más sus conclusiones si esos doctores se observasen el uno al otro”.

La relación entre Sid y Ruth debe evolucionar, profundizar en los conflictos que genera ese interés que la chica tiene en Judd y cómo afecta esto a Sid. La bondadosa Ruthie contará el intento de violación de Judd, ella cree comprenderlo mejor que nadie, casi como si padeciera el Síndrome de Estocolmo. Una conversación muy intensa en una gran escena.


Con la aparición de Orson Welles la cinta gira hacia el drama judicial con la pena de muerte como tema principal de fondo, una desviación de guión a nivel conceptual que no molesta en demasía.

El Ku Klux Klan aparecerá para intentar amedrentar al brillante abogado, cosa que no logrará, es un hombre de principios.




Pues lo he pensado bastante, pueden creerme, pero se me ocurrió que negar al rico el mismo derecho de defensa que al pobre sería tanto como estar de acuerdo con la gente que encendió ese fuego”.




Fleischer planifica las escenas de forma deslumbrante, con encuadres realmente cuidados. Un plano general de Welles con Judd encuadrado y más cerca de nosotros en una habitación del juzgado. El abogado irá acercándose hasta entrar en dicha habitación, de forma que el director muestra visualmente las dificultades del caso y del abogado con sus clientes. Allí Artie manifiesta su frustración de niño rico, su dolor, su sentimiento de desapego familiar, un crío que nunca sintió el afecto y cariño de sus padres, como Judd.



En esta escena también tenemos detalles de planificación clásica cuando pasamos de los planos generales a los cortos cuando Artie se acerca a Wilk (Welles) para plantearle una posibilidad de fuga.

Fleischer hará dos planos similares a Welles en el juicio, dos grúas, la primera para el cambio de táctica del abogado, que pretende eliminar el jurado, y la segunda mientras el excelso letrado va realizando distintos trucos legales. También habrá una gran grúa inicial de presentación.




La intervención de Ruth (Diane Varsi) hará mella en Judd, ella es la que siempre lograr derribar las barreras que pone el chico a las emociones. Como curiosidad debemos comentar que los protagonistas se llaman con diminutivos, un detalle que de alguna forma retrata su inmadurez, un vínculo con ese mundo infantil que no abandonan definitivamente, Artie, Juddsie, Ruthie… Además recordemos lo feliz que es Artie hablando con su oso “Teddy”… que esconde una petaca.

El alegato final de Orson Welles es simplemente espectacular, deslumbrante, un alegato contra la pena de muerte interpretado de forma magistral por uno de los grandes directores de todos los tiempos, uno de los 5 más importantes, y uno de los grandes actores que ha dado el cine. Un genio absoluto.



La base legal la vimos desarrollada cuando Welles intentó demostrar la perturbación de los chicos con distintos médicos, así como con el testimonio de Ruth, que da una imagen más humana de Judd. El alegato final de Welles no se basa en cuestiones legales sino en emocionales, sentimentales, de sentido común e, incluso, filosóficas. Un discurso que levantará al fiscal en señal de respeto cuando Welles termine. Un gran momento para el gran Orson Welles.




La película tiene tres grandes impulsos narrativos, el inicial con los chicos criminales, el asesinato y la descripción de sus caracteres; el segundo con la aparición del fiscal y la investigación; y el tercero con la entrada de Welles y el juicio.








Tras la resolución tendremos la rúbrica al dibujo de los dos asesinos, Judd con un impulso sensible, ya le vimos quedar afectado por Ruth y sus palabras, y el más frío Artie. Todo con el objetivo de Welles conseguido, cadena perpetua.








-Wilk: No esperaba, desde luego, que cayeses de rodillas y dieras gracias a Dios.




-Judd: ¿Dios? Suena muy extraño viniendo de usted, señor Wilk.

-Wilk: Toda una vida de dudas y preguntas no significa que haya llegado a conclusiones definitivas.

-Judd: Pues yo sí. Dios nada tiene que ver en esto.

 
-Wilk: ¿Estás seguro, Judd? Durante los próximos años tal vez te preguntes a ti mismo si no fue Dios quien dejó caer las gafas… y si no lo hizo ÉL, ¿quién entonces?





Este último toque religioso de Welles profundiza en el carácter humanista de la cinta, un Welles grande en todos los sentidos.

Tendremos también la conclusión a la interesante y extraña relación de la inocente parejita formada por Ruth y Sid, con final feliz gracias al portentoso discurso de Welles. Al final la ambigua relación de Ruth con Judd queda definida por la compasión, según explica ella, aunque resulta siempre intrigante.





Una grandísima obra que traerá al maestro Hitchcock a la cabeza y a algunas de sus películas y sugerentes relaciones soterradas como la homosexualidad en “Extraños en un tren” (1951); “La soga” (1948), con un planteamiento en la trama similar con los dos jóvenes protagonista vinculando su inteligencia superior al crimen, incluso “Psicosis” (1960) con esos psicópatas, los pájaros disecados, las relaciones con los padres, las perturbaciones hacia las chicas y cierta homosexualidad latente. No sería raro que se insinuara que Welles también metió la mano en esta cinta por esos rasgos de estilo tan suyos que contiene la dirección de Fleischer, estando él en el reparto, como le ocurrió a Carol Reed en “El tercer hombre” (1949). Hay un toque a “A sangre fría” (Richard Brooks, 1967). En algunos lugares se ha mencionado “Doce hombres sin piedad” (Sidney Lumet, 1957) como referente, este lo veo menos. “Crimen y castigo” de Dostoievski sí debería venir a la cabeza tras el visionado de esta pequeña joya.

En definitiva, una gran película que contando con muchos y notables referentes conserva un discurso y personalidad propia digna de mención. Joya clásica muy recomendable.



 


Dedicada a mi amigo Pepe William Munny, que espero haya quedado satisfecho con todo el análisis


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