Sentado aquí, en mi oficina, veo pasar los días, uno tras
otro, exactamente iguales. Es fácil caer en el abatimiento, el sopor y el
aburrimiento viendo el mismo paisaje, la misma gente, la misma luz. A mí me
pasó en los primeros meses, cuando elegí este lugar de trabajo, pero aprendí a
remediarlo, descubrí las infinitas diferencias que alberga cada igualdad, los
infinitos matices en ese entorno aparentemente inamovible y estático.
Figuras indefinidas transportadas por ruedas o piernas en un
marco fijo que los abrigaba, como una estampa fotográfica de sutiles
movimientos que terminaban por permanecer quietos. Todos con los mismos
colores, los mismos comportamientos, los mismos procederes, los mismos
movimientos, las mismas costumbres… que poco a poco fueron definiéndose,
distinguiéndose, diferenciándose, dibujándose. Individualizándose.
La gente se fue convirtiendo en individuos distinguibles, en
rostros concretos. Aquellas personas que parecían la misma dejaron de serlo
para cobrar vida, obligándome a fijarme en ellas, hasta que fui convirtiéndolos
en viejos conocidos ante la insistente fuerza de la costumbre que los hacía
pasar ante mis mustios ojos.
Observar aquel marco desde mi oficina, inventar
historias, esperar presencias, fueron convirtiéndose en los principales
alicientes de mis aburridos amaneceres y monótonos atardeceres. Aquellos
fantasmas cotidianos fueron adquiriendo corporeidad hasta convertirse en una
oronda señora de raído y deshilachado abrigo negro que siempre va cargada con
bolsas y debe pararse cada poco tiempo a tomar resuello, en la delgaducha chica
morena que mira fijamente al suelo sin apenas cambiar el gesto escuchando a su
dicharachero novio, en el nervioso señor de pelo ralo, gafas y maletín que
siempre va apresurado tras la jornada laboral, como si temiera llegar tarde a
casa con su mujer… Gloria, Laura, José. Dudo que se llamen así, pero ya han
quedado bautizados.
Sentado aquí fui notando casi físicamente cómo el ego más
radical se iba diluyendo, sin darme cuenta fui sintiendo la necesidad de
encontrar las enormes diferencias en los paisajes que ese marco fijo ofrecía cada
día, de individualizar a toda aquella gente que poco antes me era indiferente,
pequeños elementos de una masa indefinida. Sentía aquello porque era yo el que
necesitaba dejar de ser invisible para alguien, aunque en aquel momento ni
siquiera era consciente de por qué me estaba sucediendo. Simplemente era
injusto, me quejaba de ellos cuando yo hacía lo mismo en ese mismo momento.
Aquí se acaba pensando mucho, quieras o no, por lo que no tardé en comprender
mi contradicción una vez fui perdiendo ese ego, que de alguna manera aparecía
con otro cuerpo. Hasta no hace mucho era igual que ellos, pasaba indiferente
ante todo, y ahora, desde el otro lado, suplicaba y mendigaba en lo más íntimo
cierta atención.
En mi carácter positivo vivía en la ambivalencia. En la
asunción de la realidad, en la que todo indicaba que no protagonizaría ninguna
de esas historias que inventaba al paso de los demás, y en la esperanza de que
algo mágico o extraño sucediera para negar aquello. Y a veces pasaba.
Recuerdo a la chica de los ojos azules. Aunque luego hubo
más, ella fue la primera que me miró de verdad estando aquí. No sólo me miraba,
me consideraba, incluso creo que me ha cogido afecto. Su mirada no era de
compromiso, de esas que se lanzan por descuido, porque no hay más remedio o por
quedar bien. Me miraba como si no fuera invisible, sin esa mirada esquiva,
avergonzada o que me atravesaba para situarse en un lugar indeterminado detrás
de mí, como si no estuviera realmente allí, que me dedicaba la gente que al menos tenía
el detalle de levantar la vista. Sí, luego hubo más, pero ella fue la
primera.
Inventé todas las historias habidas y por haber sobre ella,
con los dos juntos. Aventuras románticas, intrépidas, imposibles, más grandes
que la vida… que sabía sin ningún fundamento. Hasta que un día llegó, me miró y
habló como siempre antes de presentarme a su novio…
Tardó mucho en llegar la chica de los ojos azules, o más
bien se me hizo eterno, porque el tiempo se hace más lento cuando esperas, pero
una vez apareció todo fue distinto y tomó un mejor color, y aunque siga siendo
invisible para la mayoría, olvidado de inmediato, incluso para los que me lanzan
alguna moneda, fui alguien para ella, aún lo soy. No está tan mal.
Fue ella la que apartó aquel velo que me impedía verlo todo
con nitidez, la que definió las figuras, los paisajes, las personas. Un pequeño
e íntimo cambio en este mundo donde nada parece cambiar… o donde todo cambia.
Con la Navidad en su apogeo, desde mi oficina vuelvo a mirar
el mismo paisaje, con infinitas luces distintas, donde Gloria ahora lleva un
abrigo rojo nuevo recién estrenado muy elegante y pasea jacarandosa con bolsas
de marcas caras; la joven Laura pasea sin su novio con una desenvuelta sonrisa en
su erguido y orgulloso rostro, reuniéndose con sus amigas ataviadas con
vestuario navideño; y José ya no va apresurado, sino que pasea con mimo con una
mujer que parece recobrarse de algún mal, disfrutando de la iluminación que
engalana las calles en estos días… Será la época, que hace verlo todo distinto,
será que eso mágico o extraño sí que pasa algunas veces a algunas personas...
No hay comentarios:
Publicar un comentario