Tras los estruendos de un éxito sin parangón me refugio en
mi habitación y miro los objetos que tienen ese escudo y que la engalanan.
Posters, libros, objetos… y sin darme cuenta, como hipnotizado, parecen
transformarse en el Delorean y llevarme atrás en el tiempo, hasta donde nace la
memoria y da sus primeros pasos, allí donde los adquirí o a esa otra habitación
que compartía con mi hermano y que también estaba vestida de blanco con otros
rostros, otros recuerdos y otras expectativas de sueños no cumplidos… aún. Como
si nada hubiera cambiado, aunque todo lo haya hecho.
Y fíjate, mi Madrid, hasta dónde hemos llegado.
Seis era el número legendario de mi infancia. Descubrí de
repente, que aquel equipo que decidí hacer mío tenía seis Copas de Europa. Más
que nadie. Era demasiado para una mente infantil. Era ideal. Era legendario.
Ahora, viendo la historia crecer, rehacerse, gestarse una
leyenda aún más grande desde el puro presente, en el día a día, de lo que
hablamos tanto, te hace ser tremendamente consciente de lo que estás viviendo,
pero le resta dimensión épica, esa perfección idealizada creada cuando algo no
se vive directamente, recibida de los relatos de las gestas, la vanagloria de
las hazañas. Todo ello lleva a un vértigo, porque estás viviendo un duelo en el
que la idealización compite con lo tangible, que amenaza igualar aquellas
gestas.
Comentaba estas cosas con mi padre, nos reíamos con nuestros
“y si logramos la tercera seguida”, “¿te imaginas que son cuatro de cinco, lo
que supondría?”. Una incredulidad que a la vez está al alcance de la mano, que
aquello que era legendario está sucediendo, que lo estás comentando, que lo
estás defendiendo combatiendo críticas absurdas e injustas.
Estar viviéndolo día a día no resulta tan legendario, es
algo así como un carpe diem ajeno, porque casi lo ves venir al carecer de la
épica de lo desconocido, no visto o vivido, lo mitificado en nuestra cabeza, en
el reino de los sueños. Poder contarlo minuto a minuto lo hace todo más
prosaico, pero desde la consciencia indubitada de que no lo es. Y esa amalgama
forma una hipnótica nebulosa tan irreal como tangible que impele a escribir,
aunque sea sin sentido.
Cada año pensamos: “y si pasara que lo lográramos de nuevo”,
nadie lo hizo, pero “y si ocurriera de nuevo”, “y si lleváramos más allá lo que
no existe”… y pasado el año, ves acercarse la magia, incorregible, inflexible,
para ungir a un club legendario y un equipo histórico. Un trienio entero
recorriendo el mismo camino, gozando el mismo final. Y si ocurriera… pues ha
ocurrido.
Ya era demasiado, era como vivir en sueños, y de pronto nos
vemos dentro de uno aún mejor, sin ser conscientes aún, como en “Origen” de
Nolan, si estamos despiertos o dormidos, si habitamos un mundo idealizado de
felicidad plena o es mero producto de nuestra imaginación egoísta-madridista.
Con los sentidos y los sentimientos abotagados encarábamos
una nueva final de Champions, abrumados por aquello que ni imaginábamos, que no
podía ser. Como cuando la lluvia fresca alivia el calor del estío y la sequía y
pasa a convertirse en aluvión de placer que te deja impotente y te suelta la
risa floja por la incontenible felicidad.
Es la comprensión del alma, donde no hacen falta sesudos
argumentos ni esmerados artículos, donde no hace falta una brillante verborrea
ni un florido discurso, simplemente se siente y se comprende porque va más
allá, porque tiene que ver con lo humano, y de inmediato nace ese sentimiento
que en décimas de segundo te impulsa a abrazar a tu ser más querido o a un mero
desconocido, porque lo entendéis, ambos lo comprendéis, más allá de lo
tangible.
Los que están solos y se sintieron más acompañados que nunca
por los invisibles hilos de una red social y un sentimiento único. Esas redes
sociales que nos han hecho más conscientes de todo, más expansivos y
expresivos, que han cambiado la forma de vivir el mundo, incluso el madridismo.
Los que están enfermos, los que no pueden salir, los que
tienen hijos pequeños con problemas, los que sufren… terminan unidos en un
sentimiento que saben compartido, donde cada lágrima, aunque sea íntima, es
comprendida desde la distancia y consolada en lo digital. En esos breves
segundos donde Ramos marca en el 92, Ronaldo hace un doblete o Bale inmortaliza
una tijereta, en los breves segundos en los que una nueva Champions se alza a
los cielos, todo lo malo pasa y todos nos sentimos acompañados… aunque sean
unos breves segundos. Esto es el Real Madrid.
Esta treceava la viví con tranquilidad y junto a los míos,
como es costumbre, pero me desconcertaba estar tan convencido de que
ganaríamos, aunque ni se me pasó por la cabeza manifestarlo más allá de la
confianza permanente que siempre tengo en los nuestros, pero el día del
partido, con el ajetreo mediático, las redes, los amigos, los contactos, me
sentí agitado, pero una agitación sana, buena y positiva…
Fui fiel a todos mis rituales y rezos, mantuve en orden el
mundo, como hace Nadal con sus tics y colocación de botellas. Estuve en mi
sitio, con la ropa adecuada, con la hamburguesa de rigor y de la suerte, con mi
madre perfectamente adecentada con su traje de las grandes ocasiones, sin
traicionar nada que pudiera perturbar a la fuerza…
Y es que este Madrid de Zidane nos hace sufrir como pocas
veces, esos penaltis, esa liga el año pasado con tantos partidos agónicos y
cardiacos, estas eliminatorias de Champions donde siendo superior comienzas a
encajar goles o te enfrentas a un rival magnífico que te aprieta al límite las
clavijas; pero a la vez nos ha hecho disfrutar como nunca.
Todo esto es el madridismo, algo tan gigante y tan íntimo,
que surge en un pequeña mecha que nace en un niño, ese que fueron los que ahora
nos hacen tan felices en el campo, que era la misma que nació en quienes no
pudimos llegar o aquellos que se conforman y conformaron con disfrutarlo
pasivamente en la distancia.
Es eso que nos apetece volcar y contagiar en todo lo bueno
que nos rodea, en una inconsciente sobrina uniformada con la camiseta blanca
sin que sepa aún bien lo que significa ni todo el amor que recorre sus hilos; en
un abrazo que me funde con mi padre y mi madre y sella pequeños momentos que
recordaré siempre porque la fecha queda grabada a fuego. Porque se dan muchos
abrazos y escenifican o no muchos gestos de cariño, pero los realizados en esos
momentos madridistas no hay amnesia que los borre.
Porque eso es el Madrid y el fútbol, una condensada amalgama
de sentimientos viscerales y sutiles, difíciles de gestionar a veces,
abrumadores, que nos conectan a muchos. Por eso, aunque no os vea, como con cada éxito, cada
año, os siento, os oigo, os veo, saltar, chillar llorar con los goles de
nuestro Madrid, con sus éxitos que son los nuestros.
Pura magia, pasión fascinante que nos eleva, entusiasma y
desespera aunque nada dependa de nosotros. ¿No es maravilloso?
Y así llegamos a esa paz satisfecha del que ha hecho una
buena faena, un buen trabajo, del que siente que este club se podría permitir
perder porque es ley de vida y seguiría mirando desde muy arriba y desde muy
lejos al resto… esa paz. Y a pesar de ello desear que la decimocuarta llegue
ya, que hubiera llegado ayer.
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