martes, 29 de mayo de 2018

MI DECIMOTERCERA

DEPORTE








Tras los estruendos de un éxito sin parangón me refugio en mi habitación y miro los objetos que tienen ese escudo y que la engalanan. Posters, libros, objetos… y sin darme cuenta, como hipnotizado, parecen transformarse en el Delorean y llevarme atrás en el tiempo, hasta donde nace la memoria y da sus primeros pasos, allí donde los adquirí o a esa otra habitación que compartía con mi hermano y que también estaba vestida de blanco con otros rostros, otros recuerdos y otras expectativas de sueños no cumplidos… aún. Como si nada hubiera cambiado, aunque todo lo haya hecho.

Y fíjate, mi Madrid, hasta dónde hemos llegado.

Seis era el número legendario de mi infancia. Descubrí de repente, que aquel equipo que decidí hacer mío tenía seis Copas de Europa. Más que nadie. Era demasiado para una mente infantil. Era ideal. Era legendario.

Ahora, viendo la historia crecer, rehacerse, gestarse una leyenda aún más grande desde el puro presente, en el día a día, de lo que hablamos tanto, te hace ser tremendamente consciente de lo que estás viviendo, pero le resta dimensión épica, esa perfección idealizada creada cuando algo no se vive directamente, recibida de los relatos de las gestas, la vanagloria de las hazañas. Todo ello lleva a un vértigo, porque estás viviendo un duelo en el que la idealización compite con lo tangible, que amenaza igualar aquellas gestas.

Comentaba estas cosas con mi padre, nos reíamos con nuestros “y si logramos la tercera seguida”, “¿te imaginas que son cuatro de cinco, lo que supondría?”. Una incredulidad que a la vez está al alcance de la mano, que aquello que era legendario está sucediendo, que lo estás comentando, que lo estás defendiendo combatiendo críticas absurdas e injustas.

Estar viviéndolo día a día no resulta tan legendario, es algo así como un carpe diem ajeno, porque casi lo ves venir al carecer de la épica de lo desconocido, no visto o vivido, lo mitificado en nuestra cabeza, en el reino de los sueños. Poder contarlo minuto a minuto lo hace todo más prosaico, pero desde la consciencia indubitada de que no lo es. Y esa amalgama forma una hipnótica nebulosa tan irreal como tangible que impele a escribir, aunque sea sin sentido.





Cada año pensamos: “y si pasara que lo lográramos de nuevo”, nadie lo hizo, pero “y si ocurriera de nuevo”, “y si lleváramos más allá lo que no existe”… y pasado el año, ves acercarse la magia, incorregible, inflexible, para ungir a un club legendario y un equipo histórico. Un trienio entero recorriendo el mismo camino, gozando el mismo final. Y si ocurriera… pues ha ocurrido.

Ya era demasiado, era como vivir en sueños, y de pronto nos vemos dentro de uno aún mejor, sin ser conscientes aún, como en “Origen” de Nolan, si estamos despiertos o dormidos, si habitamos un mundo idealizado de felicidad plena o es mero producto de nuestra imaginación egoísta-madridista.

Con los sentidos y los sentimientos abotagados encarábamos una nueva final de Champions, abrumados por aquello que ni imaginábamos, que no podía ser. Como cuando la lluvia fresca alivia el calor del estío y la sequía y pasa a convertirse en aluvión de placer que te deja impotente y te suelta la risa floja por la incontenible felicidad.

Es la comprensión del alma, donde no hacen falta sesudos argumentos ni esmerados artículos, donde no hace falta una brillante verborrea ni un florido discurso, simplemente se siente y se comprende porque va más allá, porque tiene que ver con lo humano, y de inmediato nace ese sentimiento que en décimas de segundo te impulsa a abrazar a tu ser más querido o a un mero desconocido, porque lo entendéis, ambos lo comprendéis, más allá de lo tangible.

Los que están solos y se sintieron más acompañados que nunca por los invisibles hilos de una red social y un sentimiento único. Esas redes sociales que nos han hecho más conscientes de todo, más expansivos y expresivos, que han cambiado la forma de vivir el mundo, incluso el madridismo.

Los que están enfermos, los que no pueden salir, los que tienen hijos pequeños con problemas, los que sufren… terminan unidos en un sentimiento que saben compartido, donde cada lágrima, aunque sea íntima, es comprendida desde la distancia y consolada en lo digital. En esos breves segundos donde Ramos marca en el 92, Ronaldo hace un doblete o Bale inmortaliza una tijereta, en los breves segundos en los que una nueva Champions se alza a los cielos, todo lo malo pasa y todos nos sentimos acompañados… aunque sean unos breves segundos. Esto es el Real Madrid.




Esa soledad que el Madrid bien conoce, por transitar caminos que sólo él descubre, que sólo él es capaz de acometer, solo enfrentándose a todo y todos, a envidias, injurias y reproches, a desprecios y frustraciones, una soledad multitudinaria, estruendosa, en la que participamos millones de personas.

Esta treceava la viví con tranquilidad y junto a los míos, como es costumbre, pero me desconcertaba estar tan convencido de que ganaríamos, aunque ni se me pasó por la cabeza manifestarlo más allá de la confianza permanente que siempre tengo en los nuestros, pero el día del partido, con el ajetreo mediático, las redes, los amigos, los contactos, me sentí agitado, pero una agitación sana, buena y positiva…

Fui fiel a todos mis rituales y rezos, mantuve en orden el mundo, como hace Nadal con sus tics y colocación de botellas. Estuve en mi sitio, con la ropa adecuada, con la hamburguesa de rigor y de la suerte, con mi madre perfectamente adecentada con su traje de las grandes ocasiones, sin traicionar nada que pudiera perturbar a la fuerza…

Y es que este Madrid de Zidane nos hace sufrir como pocas veces, esos penaltis, esa liga el año pasado con tantos partidos agónicos y cardiacos, estas eliminatorias de Champions donde siendo superior comienzas a encajar goles o te enfrentas a un rival magnífico que te aprieta al límite las clavijas; pero a la vez nos ha hecho disfrutar como nunca.

Todo esto es el madridismo, algo tan gigante y tan íntimo, que surge en un pequeña mecha que nace en un niño, ese que fueron los que ahora nos hacen tan felices en el campo, que era la misma que nació en quienes no pudimos llegar o aquellos que se conforman y conformaron con disfrutarlo pasivamente en la distancia.

Es eso que nos apetece volcar y contagiar en todo lo bueno que nos rodea, en una inconsciente sobrina uniformada con la camiseta blanca sin que sepa aún bien lo que significa ni todo el amor que recorre sus hilos; en un abrazo que me funde con mi padre y mi madre y sella pequeños momentos que recordaré siempre porque la fecha queda grabada a fuego. Porque se dan muchos abrazos y escenifican o no muchos gestos de cariño, pero los realizados en esos momentos madridistas no hay amnesia que los borre.

Porque eso es el Madrid y el fútbol, una condensada amalgama de sentimientos viscerales y sutiles, difíciles de gestionar a veces, abrumadores, que nos conectan a muchos. Por eso,  aunque no os vea, como con cada éxito, cada año, os siento, os oigo, os veo, saltar, chillar llorar con los goles de nuestro Madrid, con sus éxitos que son los nuestros.

Pura magia, pasión fascinante que nos eleva, entusiasma y desespera aunque nada dependa de nosotros. ¿No es maravilloso?

Y así llegamos a esa paz satisfecha del que ha hecho una buena faena, un buen trabajo, del que siente que este club se podría permitir perder porque es ley de vida y seguiría mirando desde muy arriba y desde muy lejos al resto… esa paz. Y a pesar de ello desear que la decimocuarta llegue ya, que hubiera llegado ayer.


No hay comentarios:

Publicar un comentario