Desde el principio fue consciente. Nació así. Desde el
inicio se adaptó a ser diferente y a vivir alejado de casi todo. Desde el mismo
origen vivió anclado a las limitaciones. No hacía falta que se lo dijeran, lo
notaba en cada gesto, en cada resignación. Él no podía hacer lo que hacían los
demás, no podía llegar ni alcanzar. Él tenía que esperar, que pedir, que ceder…
Sus padres le daban todo su amor, pero no hacían que se
sintiera mejor. Ellos confirmaban todo aquello aunque no lo pretendieran. Un
pez protegido fuera de la pecera, a la que sólo podía mirar. Alguien a
resguardar, alguien que no podía.
Todo iba demasiado rápido, todo estaba demasiado alto, todo
parecía en exceso dinámico, todo quedaba demasiado lejos. Y él permanecía en la
frontera, detrás del cristal, al borde de aquello que nunca alcanzaría, esperando
lo que nunca emprendería… siempre a escasos centímetros de la vida, sólo al
alcance de la indiferencia o mirada compasiva, como una fotografía, estática, impotente por no ser película.
Criarse mecido por la compasión, la condescendencia, la
burla, la repulsa o el desprecio forja un carácter, un carácter que podía
llevarle por caminos antagónicos: el que lo convirtiera en un débil acomplejado
aplastado por el entorno y su circunstancia, porque es fácil sucumbir a la
culpa, el complejo y la resignación, o alguien endurecido por su propia
rebelión ante todo eso, fortalecido en la lucha y el sacrificio. Él terminó
cogiendo el segundo desvío.
Todo esto lo aprendió pronto, desde que tuvo consciencia,
como aprendió que para vivir debía dejar a un lado buena parte de la realidad,
o le aplastaría.
Ver aquellos partidos que jugaban los chavales en el parque
cercano a su casa era una pequeña evasión, pero un gozo amargo, como ese dolor
que a la vez nos provoca placer o viceversa. Le encantaba aquello, le encantaba
el fútbol, pero no podía practicarlo, no podía alcanzarlo, tenía que mantenerse
al margen, soñando en lo que nunca iba a ser.
Aquellos partidos… por los que entrenaba en secreto, en solitario,
como si tuviera que ocultar una vergüenza más que la que todos veían. Un crío
insaciable, constante, nervioso, activo, que construía puentes en el aire para
atravesar aquella frontera incorpórea, que no aceptaba la señal de prohibido y
pujaba en silencio por incorporarse al tráfico de la vida.
Fortaleció su cuerpo, pero sobre todo su mente. Jugaba esos
partidos en sus sueños, en sus distracciones. Mientras veía o hacía cualquier
otra cosa, él los jugaba. Hacía los regates, los remates, se tiraba en plancha,
robaba el balón, hacía entradas… Se ensimismaba tanto en su ficción que sentía
los golpes, el impacto del balón, ese objeto deseado que sólo era su amigo en
la intimidad.
Y aún tenía miedo, el miedo atenazador fuera de la burbuja
íntima, paralizador, que le impedía sumarse, dejar de ser aquel guardia de un
faro invisible. Nadie daría ese paso por él, porque todos daban por sentado que
no se podía. Sólo su voluntad conseguiría cambiar aquello. Y él sabía que lo
lograría en algún momento.
Cuando ese día apareció, ni siquiera lo había pensado.
Surgió, como cualquier amanecer, por pura inercia. Agazapado en la banda, una
vez más, en aquella trinchera en la que había construido su hogar, veía de
nuevo pasar el balón de un lado a otro, travieso y tentador, con su descaro
habitual, pero aquellas cadenas de las que nunca logró desasirse se rompieron
sin darse cuenta. Simplemente pasó. Al inclinarse hacia delante no hubo nada
que lo retuviera, sencillamente avanzó. Cuando impactó con aquel esférico que
se había acercado hacia él, cuando lo condujo como poseído zigzagueando entre
las piernas de los chavales perplejos, esas que a él le faltaban, impulsado por aquellos brazos fortalecidos
que las sustituían, se liberó, fluyó… sintió que volaba.
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