Desprendía carisma por cada poro. Una fiesta no estaba
completa sin él, de hecho sin él no había fiesta realmente. Era ingenioso,
dicharachero, divertido, ocurrente, lograba que el foco siempre estuviera
pendiente de él, pero también era duro, soez incluso, excesivo, desfasado.
Había un evidente ego que manifestaba de aquella manera, que casi nadie captaba
disfrutando de su encanto arrebatador, en el que parecía incluir a todos. Casi
se peleaban por una atención suya, cuando la realidad es que los consideraba
mero público. Únicamente estaba allí y hacía aquello porque le satisfacían
aquellas atenciones, elogios y risas que provocaba. Necesitaba todo eso, pero
aquel vínculo era puro fuego de artificio, pura superficialidad, nada auténtico
o genuino, algo que se desinflaba en cuanto se iba, aunque sólo él era
consciente de ello.
No se perdía ninguna celebración, y cada vez que podía estaba
en el bar dejándose la vida con su ingenio y energía. Sobre todo bajaba los
fines de semana, cuando tenía libre y ponían los partidos, o los días de
Champions. En esos días se explayaba, sacaba todo su arsenal, ese que dejaba
sin resuello y casi sin posibilidad de réplica. Sólo estaba él.
Siempre parecía feliz, contento, satisfecho, tranquilo con
una vida que le permitía ser extrovertido, amigo de todos, y a la vez celoso de
su intimidad, íntimo de nadie. Aunque pasábamos mucho tiempo de ocio con él, en
realidad le conocíamos muy poco, más allá de circunstancias superficiales, su
dedicación y algún hobby. La gran mayoría de esas cosas ni siquiera salían de
su boca. Su madre había fallecido, trabajaba en un mercado, no tenía pareja, aunque
tenía éxito con las mujeres, y se llevaba muy mal con su padre. Por eso me
sorprendió tanto cuando su viejo fue a vivir con él.
No me caía bien. Era una de esas personas que parecen
necesitadas de esa notoriedad, que tienen que eclipsarlo todo para constatar
que existen. Siempre me dio la impresión de que esas personas escondían algo
turbio, quizá su propia insustancialidad. Él escondía algo, desde luego.
No lo eché en falta cuando comenzó a aparecer menos por
allí. Era como un ligero alivio, un permiso en el que los demás podíamos ser
alguien al fin, donde podíamos dejarnos oír o simplemente relajarnos sin tener
que reír gracias. No me pregunté siquiera a qué se debían sus ausencias, sólo
las disfrutaba.
Estoy convencido de que gozó con mi perpleja cara cuando me
pidió aquello. Quedé desconcertado y en fuera de juego. Aquel era el verdadero motivo por
el cual había dejado de ir al bar. El motivo por el que casi desapareció, por
el que las mujeres ya no aparecían a su lado. Aquel fin de semana no podía
cuidar de su padre porque la enfermera libraba y él tenía que ausentarse para
resolver ciertas gestiones en la ciudad, por lo que necesitaba mi ayuda.
¿Por qué a mí? De alguna manera, mi actitud distante, mi
desconfianza, llamaron su atención. Yo era el que no le seguía el juego ni reía
todas las gracias, el que se mantenía al margen… el único que le gustó. Fue una
sorpresa, un impacto, que acepté sumido por completo en el desconcierto.
Su padre estaba impedido, postrado en cama, de la que no se
levantaba nunca, con algunas lagunas mentales. Se le veía decaído, abstraído,
deprimido. Su hijo me dio instrucciones y trató de facilitarme la situación con
todo lujo de detalles y un exhaustivo informe sobre las circunstancias que
podrían acontecer y cómo resolverlas.
Una vez allí, el padre no me dirigió la mirada en ningún
momento. Estaba sumido en su mundo. Preparé la comida que me habían dejado, acomodé
al hombre en su cama, le ahuequé la almohada, pregunté en vano si necesitaba
algo... Intenté darle conversación, aunque fui perdiendo fuelle con las horas. Mantuvo
la mirada perdida y lejos de la televisión encendida. Me pareció que aquel
hombre estaba muy lejos de allí, en la autista resignación del que lo ha
perdido todo, especialmente la esperanza.
Él llegó antes de cenar, me saludó afable y comenzó a hablar
con su padre. Éste pareció reaccionar vagamente, contestándole con monosílabos.
La escena me fascinó, ir viendo cómo iba seduciendo a aquel anciano que parecía
anclado y abstraído en su oculto universo. Me ofreció quedarme a cenar, y
aunque en circunstancias normales no habría aceptado, la curiosidad que me
produjo aquella escena me impulsó a hacerlo.
De repente, y ante mis ojos, aquel tipo carismático y
blindado pareció convertirse en otro hombre. Se le había derramado la carcasa
que exhibía en público en la misma puerta de su casa. Ahora sí había una voluntad
de generar un vínculo. Estaba a gusto y relajado, no necesitaba ser el centro
de atención, aunque lo fuera, ni estar en posesión de la palabra
constantemente, dirigiendo el debate.
Cambió de canal y puso el partido que se jugaba esa noche. Vi
un destello en los ojos del anciano cuando lo hizo. Su hijo también lo vio,
aunque él sabía que lo vería. Quería removerlo para sacarlo de su encierro
psicológico y su pesadumbre. Se convirtió en pura ternura. La manera en la que lo
hablaba, la forma en la que lo tocaba y cuidaba, su mirada, me presentaba a una
persona completamente distinta. Rescató en pocos minutos a su padre del pozo
depresivo y disperso en el que estaba, logrando que participara en las bromas,
que se metiera con los jugadores y el árbitro, siguiera sus ocurrencias y,
sobre todo, lanzara las suyas propias. Me vi envuelto por todo aquello, hasta el
punto de verme participando y aportando mi granito de arena a ese ambiente
lúdico, agradable y desenfadado.
No sé cómo sucedió, simplemente y de forma natural era uno
más, como de la familia, aceptado por ambos. No recuerdo el resultado de aquel
partido, ni siquiera los equipos que jugaban, pero fue el partido más bello de
cuantos he visto.
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