jueves, 28 de junio de 2018

UNA VIDA FELIZ

RELATO










Desprendía carisma por cada poro. Una fiesta no estaba completa sin él, de hecho sin él no había fiesta realmente. Era ingenioso, dicharachero, divertido, ocurrente, lograba que el foco siempre estuviera pendiente de él, pero también era duro, soez incluso, excesivo, desfasado. Había un evidente ego que manifestaba de aquella manera, que casi nadie captaba disfrutando de su encanto arrebatador, en el que parecía incluir a todos. Casi se peleaban por una atención suya, cuando la realidad es que los consideraba mero público. Únicamente estaba allí y hacía aquello porque le satisfacían aquellas atenciones, elogios y risas que provocaba. Necesitaba todo eso, pero aquel vínculo era puro fuego de artificio, pura superficialidad, nada auténtico o genuino, algo que se desinflaba en cuanto se iba, aunque sólo él era consciente de ello.

No se perdía ninguna celebración, y cada vez que podía estaba en el bar dejándose la vida con su ingenio y energía. Sobre todo bajaba los fines de semana, cuando tenía libre y ponían los partidos, o los días de Champions. En esos días se explayaba, sacaba todo su arsenal, ese que dejaba sin resuello y casi sin posibilidad de réplica. Sólo estaba él.

Siempre parecía feliz, contento, satisfecho, tranquilo con una vida que le permitía ser extrovertido, amigo de todos, y a la vez celoso de su intimidad, íntimo de nadie. Aunque pasábamos mucho tiempo de ocio con él, en realidad le conocíamos muy poco, más allá de circunstancias superficiales, su dedicación y algún hobby. La gran mayoría de esas cosas ni siquiera salían de su boca. Su madre había fallecido, trabajaba en un mercado, no tenía pareja, aunque tenía éxito con las mujeres, y se llevaba muy mal con su padre. Por eso me sorprendió tanto cuando su viejo fue a vivir con él.

No me caía bien. Era una de esas personas que parecen necesitadas de esa notoriedad, que tienen que eclipsarlo todo para constatar que existen. Siempre me dio la impresión de que esas personas escondían algo turbio, quizá su propia insustancialidad. Él escondía algo, desde luego.

No lo eché en falta cuando comenzó a aparecer menos por allí. Era como un ligero alivio, un permiso en el que los demás podíamos ser alguien al fin, donde podíamos dejarnos oír o simplemente relajarnos sin tener que reír gracias. No me pregunté siquiera a qué se debían sus ausencias, sólo las disfrutaba.

Estoy convencido de que gozó con mi perpleja cara cuando me pidió aquello. Quedé desconcertado y en fuera de juego. Aquel era el verdadero motivo por el cual había dejado de ir al bar. El motivo por el que casi desapareció, por el que las mujeres ya no aparecían a su lado. Aquel fin de semana no podía cuidar de su padre porque la enfermera libraba y él tenía que ausentarse para resolver ciertas gestiones en la ciudad, por lo que necesitaba mi ayuda.

¿Por qué a mí? De alguna manera, mi actitud distante, mi desconfianza, llamaron su atención. Yo era el que no le seguía el juego ni reía todas las gracias, el que se mantenía al margen… el único que le gustó. Fue una sorpresa, un impacto, que acepté sumido por completo en el desconcierto.

Su padre estaba impedido, postrado en cama, de la que no se levantaba nunca, con algunas lagunas mentales. Se le veía decaído, abstraído, deprimido. Su hijo me dio instrucciones y trató de facilitarme la situación con todo lujo de detalles y un exhaustivo informe sobre las circunstancias que podrían acontecer y cómo resolverlas.

Una vez allí, el padre no me dirigió la mirada en ningún momento. Estaba sumido en su mundo. Preparé la comida que me habían dejado, acomodé al hombre en su cama, le ahuequé la almohada, pregunté en vano si necesitaba algo... Intenté darle conversación, aunque fui perdiendo fuelle con las horas. Mantuvo la mirada perdida y lejos de la televisión encendida. Me pareció que aquel hombre estaba muy lejos de allí, en la autista resignación del que lo ha perdido todo, especialmente la esperanza.

Él llegó antes de cenar, me saludó afable y comenzó a hablar con su padre. Éste pareció reaccionar vagamente, contestándole con monosílabos. La escena me fascinó, ir viendo cómo iba seduciendo a aquel anciano que parecía anclado y abstraído en su oculto universo. Me ofreció quedarme a cenar, y aunque en circunstancias normales no habría aceptado, la curiosidad que me produjo aquella escena me impulsó a hacerlo.

De repente, y ante mis ojos, aquel tipo carismático y blindado pareció convertirse en otro hombre. Se le había derramado la carcasa que exhibía en público en la misma puerta de su casa. Ahora sí había una voluntad de generar un vínculo. Estaba a gusto y relajado, no necesitaba ser el centro de atención, aunque lo fuera, ni estar en posesión de la palabra constantemente, dirigiendo el debate.

Cambió de canal y puso el partido que se jugaba esa noche. Vi un destello en los ojos del anciano cuando lo hizo. Su hijo también lo vio, aunque él sabía que lo vería. Quería removerlo para sacarlo de su encierro psicológico y su pesadumbre. Se convirtió en pura ternura. La manera en la que lo hablaba, la forma en la que lo tocaba y cuidaba, su mirada, me presentaba a una persona completamente distinta. Rescató en pocos minutos a su padre del pozo depresivo y disperso en el que estaba, logrando que participara en las bromas, que se metiera con los jugadores y el árbitro, siguiera sus ocurrencias y, sobre todo, lanzara las suyas propias. Me vi envuelto por todo aquello, hasta el punto de verme participando y aportando mi granito de arena a ese ambiente lúdico, agradable y desenfadado.

No sé cómo sucedió, simplemente y de forma natural era uno más, como de la familia, aceptado por ambos. No recuerdo el resultado de aquel partido, ni siquiera los equipos que jugaban, pero fue el partido más bello de cuantos he visto.


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