domingo, 1 de julio de 2018

VIVIR RODANDO

RELATO










No me gusta el fútbol, ese juego tosco, donde muchos van persiguiendo absurdamente una pelota como si les fuera la vida en ello. No quiero parecer intolerante, sé que no debería cerrarme atrás para defender mis postulados, ni poner el autobús para impedir los ataques rivales, pero es que no lo aguanto, yo prefiero salir a disfrutar, a divertirme, a vivir la vida con un juego vistoso, sacándole todo el partido, cambiando el juego.

Mi renuncia e indiferencia hacia el fútbol y los futboleros me han costado más de una desgracia, por lo que coloqué una barrera para evitar el lanzamiento de improperios y desprecios. No hacía falta, pero esas actitudes antideportivas me reafirmaron en mi decisión de dejar mi interés por el fútbol en el banquillo. No paraban de insistirme para que jugara. Me hacían ofertas, los equipos de chavales que se reunían en los aledaños de mi casa siempre parecían necesitar gente, pero no cedí… Y aun así nadie me creía, me acusaban de simulador, de piscinero, sostenían que el fútbol me encantaba.

Lo que es cierto es que tanta obsesión, tanta insistencia, tanto acoso futbolero, de alguna forma me hizo sentir como un extracomunitario. En fuera de juego.

A mí lo que me va es el jogo bonito. Mi hermano es mi cómplice en ello, lo fue siempre, desde pequeño. Nos entendemos sin mirarnos. De niños éramos bastante asilvestrados, dedicados a corretear y hacer el bestia con cargas legales y codazos malintencionados. Mi querido hermano era bastante intenso, hacía unas entradas escalofriantes y daba a sus golpeos un efecto mortal, claro que yo no me quedaba corto, acudiendo como un kamikaze a cualquier balón suelto en el área o colgado a la olla. A menudo todo esto era castigado por mi madre con alguna tarjeta.

Mi madre era bastante estricta y sería, y aunque yo no soy de hablar de los árbitros, creo que era excesivamente rigurosa conmigo. Era una mujer recia y firme, con las ideas claras, que sudó la camiseta para superar todas las adversidades, yendo partido a partido. Eso fue lo que la impulsó a fichar a mi padre, un buen hombre algo pendenciero y golfo. Cuando empezó a dejarse querer por otros clubes mi madre le rescindió el contrato.

Mi abuela vivía con nosotros y ocupaba casi toda la casa.  En su silla de ruedas, no paraba de moverse y bascular de un lado a otro. Vigilante concienzuda, era casi imposible ganarle la espalda. Lanzaba desmarques e intentaba el regate, pero no era nada fácil zafarse de su marcaje. No había manera de engañarla, era un férreo defensor, siempre alerta ante cualquier fisura en el mediocampo, atenta a cualquier desmán que a mi hermano o a mí se nos ocurriera, presta para achicar el peligro.

Nuestra casa era pequeña, apenas había lugar para la intimidad. Mi familia me sometía a una presión asfixiante, achicando espacios, aunque yo procuraba abrir el campo para tener margen de maniobra.

Cuando mi padre se fue, las dificultades aumentaron y nuestra humilde casa se resintió. Tanto la lluvia como los animalillos penetraban por todas las zonas del campo sin apenas oposición, por culpa de las grandes lagunas que tenía nuestro sistema defensivo en puertas, ventanas, paredes y tejado.

La cosa es que yo salí a mi padre, al menos cuando era jovencito. Y en lo que respecta a las mujeres. Me encantaban... Me gustaban todas, sobre todo Isabella, una chilena muy guapa. Siempre tuve la aspiración de ser un pichichi, pero la mayoría se me resistía, especialmente ella. Aunque era cortés conmigo, parecía preferir a Gabriel. Gabriel era feo y no jugaba a nada, pero siempre fui consciente de que no hay rival pequeño. Siempre me mostré tenaz y nunca me rendí, sabedor de que los partidos duran noventa minutos y hay que darlo todo. Con ella probé el tiquitaca y el contraataque, analicé su juego y planteé las más sofisticadas tácticas ofensivas, pero no hubo forma de llevar el balón al fondo de las mallas. Hay veces que no quiere entrar. No sé cómo pudo pasar, porque tuve la posesión la mayor parte del tiempo… En cualquier caso, es lo que sucedió, y aunque no soy de poner excusas, el estado del césped y el tiempo me perjudicaron claramente.

He tenido un hijo pasados los cuarenta. Llegó en la prórroga y de penalti, pero desde luego fue un gol por toda la escuadra. Ahora todo el mundo está pendiente de él, se siente la estrella, le jalean desde las gradas hasta por tomarse un potito u orinar entre los tres palos…

Han pasado muchos años, pero no me quito el sambenito, mi entorno no me cree, dicen que no entienden por qué finjo, por qué exagero mis quejas y me retuerzo sobre el césped insistiendo en que no me gusta el fútbol. Sinceramente, no entiendo nada, ¿de dónde sacarán que a mí me pueda gustar ese deporte?


2 comentarios:

  1. La sobreexplotación de este deporte a hecho que muchos le cogan cierta manía. Y es normal, parece que si a uno no le gusta, es que viene de Marte, por suerte el mundo está lleno de otros hobbys y pasiones. A mi con los años se me ha ido apagando mi pasión por este deporte, y ya solo disfruto con ciertos momentos puntuales.
    Un saludo

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    1. Jajaja es normal! Yo soy un viciado, de esto como de tantas otras cosas, todas sanas.

      Un saludo, Víctor.

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