No me gusta el fútbol, ese juego tosco, donde muchos van
persiguiendo absurdamente una pelota como si les fuera la vida en ello. No
quiero parecer intolerante, sé que no debería cerrarme atrás para defender mis
postulados, ni poner el autobús para impedir los ataques rivales, pero es que
no lo aguanto, yo prefiero salir a disfrutar, a divertirme, a vivir la vida con
un juego vistoso, sacándole todo el partido, cambiando el juego.
Mi renuncia e indiferencia hacia el fútbol y los futboleros
me han costado más de una desgracia, por lo que coloqué una barrera para evitar
el lanzamiento de improperios y desprecios. No hacía falta, pero esas actitudes
antideportivas me reafirmaron en mi decisión de dejar mi interés por el fútbol
en el banquillo. No paraban de insistirme para que jugara. Me hacían ofertas,
los equipos de chavales que se reunían en los aledaños de mi casa siempre
parecían necesitar gente, pero no cedí… Y aun así nadie me creía, me acusaban de
simulador, de piscinero, sostenían que el fútbol me encantaba.
Lo que es cierto es que tanta obsesión, tanta insistencia,
tanto acoso futbolero, de alguna forma me hizo sentir como un extracomunitario.
En fuera de juego.
A mí lo que me va es el jogo bonito. Mi hermano es mi
cómplice en ello, lo fue siempre, desde pequeño. Nos entendemos sin mirarnos.
De niños éramos bastante asilvestrados, dedicados a corretear y hacer el bestia
con cargas legales y codazos malintencionados. Mi querido hermano era bastante intenso,
hacía unas entradas escalofriantes y daba a sus golpeos un efecto mortal, claro
que yo no me quedaba corto, acudiendo como un kamikaze a cualquier balón suelto
en el área o colgado a la olla. A menudo todo esto era castigado por mi madre
con alguna tarjeta.
Mi madre era bastante estricta y sería, y aunque yo no soy
de hablar de los árbitros, creo que era excesivamente rigurosa conmigo. Era una
mujer recia y firme, con las ideas claras, que sudó la camiseta para superar
todas las adversidades, yendo partido a partido. Eso fue lo que la impulsó a
fichar a mi padre, un buen hombre algo pendenciero y golfo. Cuando empezó a
dejarse querer por otros clubes mi madre le rescindió el contrato.
Mi abuela vivía con nosotros y ocupaba casi toda la
casa. En su silla de ruedas, no paraba
de moverse y bascular de un lado a otro. Vigilante concienzuda, era casi
imposible ganarle la espalda. Lanzaba desmarques e intentaba el regate, pero no
era nada fácil zafarse de su marcaje. No había manera de engañarla, era un
férreo defensor, siempre alerta ante cualquier fisura en el mediocampo, atenta
a cualquier desmán que a mi hermano o a mí se nos ocurriera, presta para
achicar el peligro.
Nuestra casa era pequeña, apenas había lugar para la
intimidad. Mi familia me sometía a una presión asfixiante, achicando espacios,
aunque yo procuraba abrir el campo para tener margen de maniobra.
Cuando mi padre se fue, las dificultades aumentaron y
nuestra humilde casa se resintió. Tanto la lluvia como los animalillos
penetraban por todas las zonas del campo sin apenas oposición, por culpa de las
grandes lagunas que tenía nuestro sistema defensivo en puertas, ventanas,
paredes y tejado.
La cosa es que yo salí a mi padre, al menos cuando era
jovencito. Y en lo que respecta a las mujeres. Me encantaban... Me gustaban
todas, sobre todo Isabella, una chilena muy guapa. Siempre tuve la aspiración
de ser un pichichi, pero la mayoría se me resistía, especialmente ella. Aunque
era cortés conmigo, parecía preferir a Gabriel. Gabriel era feo y no jugaba a
nada, pero siempre fui consciente de que no hay rival pequeño. Siempre me
mostré tenaz y nunca me rendí, sabedor de que los partidos duran noventa
minutos y hay que darlo todo. Con ella probé el tiquitaca y el contraataque,
analicé su juego y planteé las más sofisticadas tácticas ofensivas, pero no
hubo forma de llevar el balón al fondo de las mallas. Hay veces que no quiere
entrar. No sé cómo pudo pasar, porque tuve la posesión la mayor parte del
tiempo… En cualquier caso, es lo que sucedió, y aunque no soy de poner excusas,
el estado del césped y el tiempo me perjudicaron claramente.
He tenido un hijo pasados los cuarenta. Llegó en la prórroga
y de penalti, pero desde luego fue un gol por toda la escuadra. Ahora todo el
mundo está pendiente de él, se siente la estrella, le jalean desde las gradas
hasta por tomarse un potito u orinar entre los tres palos…
Han pasado muchos años, pero no me quito el sambenito, mi
entorno no me cree, dicen que no entienden por qué finjo, por qué exagero mis
quejas y me retuerzo sobre el césped insistiendo en que no me gusta el fútbol.
Sinceramente, no entiendo nada, ¿de dónde sacarán que a mí me pueda gustar ese
deporte?
La sobreexplotación de este deporte a hecho que muchos le cogan cierta manía. Y es normal, parece que si a uno no le gusta, es que viene de Marte, por suerte el mundo está lleno de otros hobbys y pasiones. A mi con los años se me ha ido apagando mi pasión por este deporte, y ya solo disfruto con ciertos momentos puntuales.
ResponderEliminarUn saludo
Jajaja es normal! Yo soy un viciado, de esto como de tantas otras cosas, todas sanas.
EliminarUn saludo, Víctor.