miércoles, 3 de enero de 2018

SUPERHÉROE

RELATO










Al despertarme vi al mismísimo Capitán América a los pies de mi cama.

Con tranquilidad, me desperecé, froté los ojos y parpadeé varias veces, porque esa no es la visión habitual que suelo tener a las 8 de la mañana… pero ahí seguía. Tenía su malla pegada a su musculoso cuerpo, su casco y su escudo. Levantó un dedo señalando al fondo de la habitación y dijo: “Actúa en consecuencia”.

Sí, ya sé que como sueño suena realmente friki, pero no os puedo mentir.

No quise darle mucha importancia, pero una semilla comenzó a geminar en mi cabeza. No paraba de darle vueltas a aquello, porque la imagen fue completamente real y vívida, demasiado para ser un sueño. Quizá mi subconsciente estuviera diciéndome algo...

Aquel lugar hacia el que señalaba era el que tenía destinado a mi colección de cómics. Yo era un friki algo solitario con una vida bastante desahogada, económicamente acomodado gracias a las viñetas que dibujaba. Era feliz en mi moderada soledad, en mi absoluta libertad ajena a responsabilidades, pero tras la aparición de Steve Rogers empecé a escuchar el eco lejano de una insatisfacción, de un vacío. Relacioné aquella aparición con todo eso, como la manifestación de un sentimiento de culpa, como la necesidad de aportar algo más, dar algo al resto. Quizá tenía que parecerme a un superhéroe, quizá debía aplicar a mi vida ciertos valores de esos personajes que me fascinaban…

De entrada era lo opuesto a un superhéroe. Desde luego no tengo nada que se parezca a un súper poder, ni siquiera una habilidad especial, más allá de lo de las viñetas. No soy alto, no soy musculoso, soy más bien torpón, de hecho el deporte es algo que me da bastante alergia, en el traje ajustado sólo destacaría mi cuidado y fláccido michelín, que es una desgracia como otra cualquiera, es decir, que no destaca ni como michelín en sí mismo, y tirando a feo… bueno, soy feo. Aunque simpático.

Pasaron los meses y fui planificando y pensando cómo hacerlo, y opté por lo más sencillo para desde ahí llegar a algo que mereciera la pena. Al terminar el verano me lancé a las calles, me fijé en mi prójimo y opté por frecuentar los supermercados que quedaban cerca de mi casa. Allí trataba de ayudar a los ancianos, a las personas con dificultades para llevar la carga de su compra, pero mi torpeza en el trato hacía que aquello no siempre terminara bien. Al verme con las manos extendidas y el rostro ansioso en mi voluntarioso propósito, muchos salían despavoridos, convirtiendo su renqueante transitar con las pesadas bolsas en un vigoroso y enérgico (además de sorprendente, debo añadir), paso que era capaz de dejarme atrás. Otros pedían auxilio en su huida y alguna señora me atacó con gas pimienta. Me consolaba pensando que con los que salían corriendo cumplía mi propósito en cierta medida, al ahorrarles tiempo, aunque la idea era ahorrarles también el peso. Al practicar esto en los hospitales las consecuencias fueron aún peores…

No siempre iba mal, cuando aceptaban mi ayuda casi siempre trataban de recompensarme en un sincero agradecimiento. Una taza de café, un vaso de agua, un bizcocho... de señoras, señores y ancianos. Una anciana me propuso resignadamente sexo. Dijo: Supongo que después de esto tendremos que acostarnos. Salí de allí corriendo… una vez consumado el acto.

Niños marginados, enfermos, personas mayores o solitarios… eran mi particular clientela pasado cierto tiempo. Descubrí que la soledad era una de las claves, que tenía la capacidad de aliviar ese pesar, que quizá ese fuera mi poder. Como a los escritores inquietos, las ideas me asaltaban en la cama y me obligaban a salir de ella para anotar nuevas formas de ayuda que se me ocurrían, porque aquello parecía que me hacía sentir mejor, que acallaba aquel eco de aquel vacío, de aquella culpa, de aquella insatisfacción. Eso que no quería reconocer.

Mi ambición fue frustrante. Con los meses, mis propósitos eran cada vez más ambiciosos, quería ayudar a gente cada vez más necesitada, con lo que los fracasos se sucedían. Los enfermos morían o no recordarían jamás, los depresivos no mejoraban. Desde luego no iba a ponerme a estudiar medicina o psicología, porque de hacerlo nada cambiaría, aquello seguiría pasando. Convertí la primigenia idea de ayudar y aliviar en la necesidad de ser una especie de deidad infalible. Ese malestar acabó escenificando una sorda realidad. Aquello era otra huida. Buscaba los imposibles, y si por casualidad los alcanzará, buscaría otros más inalcanzables para poder seguir huyendo.

Mi reflejo era bien intencionado, pero patético. No era un héroe, jamás me quedaría bien ese traje tan ajustado. Era un cobarde, un Peter Pan que huía.

Con diciembre recién comenzado y la Navidad a las puertas, decidí tomarme un tiempo, pensar un poco en mí. Y me fui a una tienda a comprar la última figura del Capitán América.

Se llama Marta. Tiene un hijo con el que hacía buenas migas. Estuvimos saliendo dos años. Busqué excusas por las que enfadarme cuando propuso un compromiso mayor. La abandoné cuando su hijo enfermó, una enfermedad algo rara. Aquello me superó. Una historia poco heroica.


Al crío le hizo ilusión verme cuando ella me dejó entrar. Estaba muy recuperado. Le di la caja con la figura del Capitán América, que era su superhéroe favorito, como regalo de Reyes… y espere por si tenía la suerte de recibir mi perdón.


2 comentarios:

  1. A ver si hay segunda parte y sabemos si hubo perdón!!!!

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    1. Jajajaja yo también me quedé con la intriga. Muchas gracias y un saludo!

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