domingo, 1 de mayo de 2016

MADRES

CINE










Ser madre y ejercer como tal, ejercer la maternidad, son cosas distintas.

Verterse, derramarse, vaciarse en otro completamente vulnerable que acaba convertido en uno mismo, que es mucho más que uno mismo, por el que se prescinde o se da la vida sin atisbo de duda, ser guía y protector en una entrega absoluta manifestada de infinitas formas. Derramar amor, enseñanzas, dulzura, sacrificio, conocimientos, lucha, desvelos… en un recipiente puro, desvalido, anhelante de todo, tan dependiente como independiente. Exprimirse para llenar un recipiente vacío que emprende un camino. Eso es la maternidad.

Un recipiente que sale de las entrañas de la madre, pero que no implica que ésta ejerza como tal, ni que el hecho de que no suceda incapacite a la mujer para ejercer la maternidad en su plena esencia. Si bien la biología define a una madre, la maternidad y su ejecución van mucho más allá del simple parto.

Ellas son orden, comprensión y capacidad de seducción y convencimiento. La maternidad es amor y responsabilidad.

Todo esto, con sus múltiples matices, lecturas y vericuetos, lo ha plasmado el cine en multitud de películas, pero vertebraría toda la idea de maternidad cinéfila en dos grandes pilares. El de la mujer y madre fordiana y el de la madre hitchcockiana.

Habréis observado que hablo de mujer y madre en Ford, pero no en Hitchcock, porque esa es una de las diferencias entre ambos cineastas. Si bien en la mujer fordiana se intuye a la madre que será, no es así en la hitchcockiana, que parece dividir a las féminas en dos: las mujeres como objeto de deseo y las madres, que serían una especie aparte de mujer con su propio universo. En Hitchcock no parece compatible ser objeto de deseo y madre.

-La madre fordiana.

La madre fordiana sería el lado más luminoso y clásico de la maternidad. La columna vertebral, el pilar básico, el pegamento de la familia. Son abnegación y sacrificio, amor y respeto, resignación y fortaleza. Son mujeres duras, recias. La mujer y madre fordianas seguramente estarán mal vistas ahora por el feminismo más rancio y fanático de hoy en día, pero son las contenedoras de todas las esencias de la maternidad. Sí, son recias, protectoras del orden doméstico y familiar y a la vez escrupulosas defensoras de la libertad de cada componente de la misma. Capaces de la renuncia y con el sacrificio por montera (“Las uvas de la ira, 1940), abrazadas a la resignación (“La ruta del tabaco”, 1941), estoicas en el dolor (“Qué verde era mi valle”, 1941; “Cuatro hijos”, 1928)…



El estoicismo de las mujeres fordianas alcanza su sublimación con la maternidad. Una Maureen O'Hara las representa a la perfección. Su abnegado sacrificio, dominadoras de lo cotidiano y doméstico, ya se intuye cuando son elegidas por los héroes de Ford, pero una vez son madres parecen adquirir toda la sabiduría. Son el pegamento de la unidad familiar, la madre clásica y tradicional, el muro de carga de la casa, el reducto de paz para el héroe, que una vez se descalza las botas pasa a ser un subordinado más.


Las “madres coraje”, muy abundantes en el cine, serían madres típicamente fordianas en esencia, con todos los matices y variantes que dan las distintas épocas y las circunstancias. La lucha cotidiana por sacar a la familia adelante, sin que nada ni nadie las frene, con el amor por bandera (“Nunca la olvidaré” de George Stevens, 1948; “Buenos días” de Yasujiro Ozu, 1959; “Imitación a la vida” de Douglas Sirk, 1959; “Bailar en la oscuridad” de Lars von Trier, 2000; “Stella Dallas” de King Vidor, 1937); que están ahí cuando ellos más lo necesitan (“Mi pie izquierdo” de Jim Sheridan, 1989); sin querer renunciar a una misma a pesar de la mala suerte en el amor (“Boyhood” de Richard Linklater, 2014)... Una búsqueda incesante de lo que es suyo, para que no le pase nada malo, por la seguridad de ser la guía que necesita, porque su amor en infinito e incomparable (“No sin mi hija” de Brian Gilbert, 1990); donde el sentimiento maternal abruma y confunde pero mantiene siempre la llama de la lucha abnegada (“El intercambio” de Clint Eastwood, 2008); donde el desgarro de verse separada del hijo es atroz (las anteriores , “Ladybird, Ladybird” de Ken Loach, 1994; “El intendente Sansho” de Kenji Mizoguchi, 1954…); de tener que elegir sabiendo que la decisión te destruirá por dentro al arrancarte el alma (“La decisión de Sophie” de Alan J. Pakula, 1982)… Que son capaces de abandonar la vida acomodada y darle la vuelta completamente, reinventarse y explotar todo su talento para dotar a sus vástagos, aunque no lo merezcan, de todo lo que pueden y creen que merecen (“Alma en suplicio” de Michael Curtiz, 1945; “Joy” de David O’Russell, 2015…); ser madre, sentirse madre, amar con todo a tu hijo y renunciar al mismo si hiciera falta por su bien estar en la máxima ejemplificación del sacrificio y renuncia al egoísmo por prejuicios sociales (“La vida íntima de Julia Norris” de Mitchell Leisen, 1946)… Madres voluntariosas que necesitan ser educadas (“De ilusión también se vive” de George Seaton, 1947)… ¿¡Qué decir de Marge Simpson!? Madre abnegada donde las haya, que tiene en la maternidad su gran misión, su gran orgullo y su gran realización.





Los conflictos en las nuevas familias modernas, donde los niños se ven con dos “madres” o dos “padres” tras divorcios y nuevos matrimonios, cuando ellos son usados como armas entre los padres (“Quédate a mi lado” de Chris Columbus, 1998); porque dos mujeres son pareja (“Los chicos están bien” de Lisa Cholodenko, 2010) o porque el sentimiento maternal va por libre, amenazando con usurpar tu lugar (“El pequeño Tate” de Jodie Foster, 1991)…

Madres que mueren para desolación de los más jóvenes hasta traumatizarlos (“Bambi” de David Hand, 1942, “Buscando a Nemo” de Andrew Stanton y Lee Unkrich, 2002…)

Madres sobrevenidas o que no han parido aún pero que son paradigma de la maternidad, como nos ha enseñado Brie Larson en sus mejores trabajos (“La habitación” de Lenny Abrahamson, 2015; “Las vidas de Grace” de Destin Cretton, 2013); “Gloria” (1980) de John Cassavetes... Esas madres que no lo son pero ejercen como tal, como las institutrices de Julie Andrews en “Sonrisas y lágrimas” (Robert Wise, 1965) o “Mary Poppins” (Robert Stevenson, 1964). Donde tan frustrante es no poder ser madre cuando la naturaleza te llama como problemático e irresponsable serlo por adelantado, por ejemplo en la adolescencia (“Juno” de Jason Reitman, 2007; “La fuerza del amor” de Matt Williams, 2000…).



Madres que se sienten abandonadas, que aquello por lo que dieron todo ahora las deja en la estacada para vivir su vida, con la sensación del deber cumplido y a la vez desoladas porque aquel vínculo que creían irrompible se resquebraja con facilidad, olvidadas… (“Cuentos de Tokio” de Yasujiro Ozu, 1953; “Dejad paso al mañana” de Leo McCarey, 1937; “Solas” de Benito Zambrano, 1999…).




-La madre hitchcokiana.

Las madres hitchcockianas tienen dos vertientes. En las madres de Hitchcock encontramos siempre comportamientos obsesivos, controladores, paranoicos, perturbados, esquizoides, indiferentes o faltos de escrúpulos incluso. Su relación con los hijos siempre es sobreprotectora, obsesiva, perturbadora, excesiva, despreciativa o traumática…

El primer tipo de madre hitchcockiana sería el amable. Madres posesivas y obsesivas, sobreprotectoras, controladoras hasta la psicopatía de la vida de sus hijos, capaces de olisquear el aliento de estos aunque peinen canas para comprobar si han bebido (“Con la muerte en los talones”, 1959); mirar con celos y reticencias a cualquier mujer que se acerque a su preciado hijo (“Los pájaros”, 1963)… del mismo modo que sus hijos pueden tomar roles infantiles, mimados, pidiendo su auxilio cuando no saben manejarse en la vida (“Encadenados”, 1946)… No todo es malo, también hay madres normales que luchan por recuperar a su hija, sin más (“El hombre que sabía demasiado”, 1956).

El segundo tipo son las psicóticas o perturbadas, mujeres sin escrúpulos para las que los hijos son un engorro, un accidente o una carga que deben mal llevar, sin código moral, que actúan con completo egoísmo y como si sus vástagos no existieran. Madres que crearán traumas de difícil solución en sus hijos (“Marnie, la ladrona”, 1964), cuando no imposible (“Psicosis”, 1960)…



Estas madres perturbadas, castradoras (“Carrie” de Brian De Palma, 1976; “Cisne negro” de Darren Aronofsky, 2010…), terroríficas incluso, han engendrado muchas hijas cinematográficas. En muchos casos han llevado la sobreprotección hasta lindar con la locura o el terror (“Los otros” de Amenábar, 2001); al desprecio y el odio hacia el propio hijo como manifestación de los propios traumas (“Babadook” de Jennifer Kent, 2015); hasta el despertar del instinto maternal de fantasmas dispuestos a cualquier cosa por sus criaturas (“Mamá” de Andrés Muschietti, 2013)… Y es que cuando el instinto maternal se despierta no se puede renunciar a un hijo, ni hacerle daño, dándolo todo por él, aunque sea el mismísimo diablo (“La semilla del diablo” de Roman Polanski, 1968), en la escenificación perfecta de ese vínculo y lazo invisible que se forma entre la madre y su criatura.

Al final debemos reconocer que la mayoría de las madres tienen un poco de fordianas y un poco de hitchcockianas, en distintas medidas, con distintas características que las definan. Unas serán más fordianas que otras, unas más hitchcockianas, pero siempre suele haber algo de ambas. Su lealtad y responsabilidad con los suyos supera a la de cualquier otro jefe o responsable de grupos. Sus quejas y reproches no son tanto una recriminación como un desahogo, ya que suelen ser incapaces de acabar negando algo. La preocupación, el cuidado, la vigilancia y el orden que nunca las impedirá relatar y quejarse sin remilgos, siempre amorosamente.

Pero también es fácil encontrar ese carácter obsesivo y controlador para que sus pequeños no se desmanden, tenerlos a golpe de móvil, bien situados/controlados geográficamente, bien comidos y bien dormidos, con los calzoncillos limpios por si hay un accidente y el médico nos hace una revisión de emergencia…

La madre se vacía de sí misma hacia los hijos, pero estos también acumulan su carga en dos vertientes: los propios intereses y la preocupación materna. Por eso nos agobiamos tanto, demasiada carga para la frivolidad de la edad temprana. Dos preocupaciones y necesidades que a veces es difícil congeniar, que pueden hacer daño en un duelo de egoísmos que obligadamente chocan. La necesidad de aventura y descubrimiento y la inevitable precaución, que impactan en madre e hijo desde la acumulación y el vacío.

Los hijos desesperan a las madres como las madres lo hacen con los hijos, unas desde el exceso de celo y otros desde la angustia que provoca la despreocupación, el descubrimiento y el ansia de independencia.

Los matices son infinitos en una relación tan potente y firme, en amores tan sinceros que lo hacen todo complejo. Amores fuera de duda, distintos, pero verdaderos, que llevarán a los hijos a querer contarlo todo, pero no sobre Eva, sino sobre su madre (“Todo sobre mi madre” de Almodóvar, 1999); sólo responder ante su madre por estar perturbados y excesivamente mimados (“Al rojo vivo” de Raoul Walsh, 1949)… El deber ante un hijo que limita la vida (“La señorita Oyu” de Kenji Mizoguchi, 1951)…

Hay muchas, muchísimas películas que tocan de una u otra forma el tema de la maternidad, un tema vertebral en la sociedad moderna. “Mommy” (Xavier Dolan, 2014), “El club de la buena estrella” (Wayne Wang, 1993), “La fuerza del cariño” (James L. Brooks, 1983)…

Esa abnegada entrega, que debe venir de una decisión madura y meditada, de una madre una vez ha tenido un hijo, entra en conflicto con la individualidad e independencia de éste. Es ley de vida.

Yo he tenido mucha suerte. Ella es la mejor, como pensarán ustedes de las suyas, pero yo estoy en lo cierto… como también pensarán ustedes. La mía es una madre fordiana de pura cepa: orden, responsabilidad y amor. Sé que sería capaz de entregar lo que fuera por mí, lo que no me negarán es un colchón de afecto y confianza. Pero también tiene su agudo lado hitchcockiano con el que ambos debemos lidiar.

Sí, ella es mi red. Un buen motivo para levantarse por las mañanas. Adoro los vaciles, las discusiones, sus quejas y enfados que no duran nada, oírla relatar y al poco reír cuando le gastas una broma, discutir viendo un programa o reflexionar sobre lo divino y humano… Por eso la quiero tanto. Por lo que es y por lo que no es, por sus defectos y sus virtudes, más que nada porque es lo que siempre recibí.


Queridos amigos, amen a sus madres. Cuídenlas y disfrútenlas, son seres de película.


A mi madre.

4 comentarios:

  1. No tengo palabras para decirte lo mucho q me ha emocionado.
    Eres un gran hijo, porque eres una gran persona, y aunq eso depende mucho de el sustrato, en gran parte es gracias a la labor de tus padres, de tu madre en una gran proporción. Todo mi cariño para esa gran madre tuya, q ha ayudado a formar a esta gran persona q eres tu, mi querido Sambo.
    Por otra parte, impresiona verdaderamente la cantidad d referencias!!! Y el contenido, con tu visión d las madres F/H está logradísimo.
    Muchas gracias, en este día especial, por este texto.
    Y, de nuevo, un beso y un abrazo a tu madre.
    También para ti.
    Bss

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    1. Muchísimas gracias, Reina. Me alegra mucho que te haya gustado. Al final quedó algo profundo y reflexivo, además de documentado jajaja.

      Besos!

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    2. Sinceramente, amigo mío...... me descubro ante usted y me quito el cráneo si es preciso. La parte cinéfila del post es extraordinaria, pero el principio del post, con esa glosa a la maternidad, es de una belleza indescriptible, auténticamente sublime. Y para ambas cosas, hay que saber escribir: qué duda cabe que sería usted un magnífico contador de historias. Es para mi un orgullo ser seguidor de este blog, y si se me permite la licencia, y como decimos por Andalucía, "Viva la madre que le parió"

      Salu2

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    3. Muchísimas gracias, Antonio! Me alegra que te haya gustado en todos los sentido, es un orgullo especial.

      Licencia permitida, mi madre es de allí, precisamente! Jajaja

      Un saludo y un abrazo fuerte.

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