Sus Navidades eran sórdidas. Y esperpénticas. A su tierna
edad no sabía el significado de esos términos, pero ya era consciente de muchas
cosas. Sabía que eran fechas especiales, que algo distinto rondaba en el ambiente,
algo festivo y a la vez desolador.
La casa estaba decorada con vistosas guirnaldas colocadas
aquí y allá sin excesivo esmero; había un árbol de parpadeantes luces, que le
gustaba mucho; había un Belén, que ayudaba a colocar junto a su madre cuando
estaba lúcida; había más comida y sus padres hacían un esforzado intento por
parecer más elegantes la noche del 24. Todo eso eran cosas que le gustaban,
pero no parecían alegrar demasiado el cargado ambiente, se hacían como rutina,
porque tocaba, y lo que gobernaba era el silencio.
Sus padres no se comunicaban mucho, ni con él ni entre
ellos, pero compartían ciertas actividades y gustos. Por ejemplo, una vez
terminada la cena y tras mirar hacia la nada durante un rato ignorando
cariñosamente los intentos del pequeño por jugar, la madre bebería en su
habitación y el padrastro lo haría en el salón, cada uno con su botella de
whisky. Esa era una estampa que no distaba en exceso de la de cualquier otro
día, salvo por las desfiguradas y tenebrosas imágenes que de su padrastro
formaban las sombras al impacto de la televisión silenciada y el luminoso
tartamudeo del engalanado árbol sobre su cuerpo en la penumbra. Un padre
cariñoso cuando estaba sobrio, que ahora parecía un vampiro, la sombra de un
vampiro.
El niño tenía los rasgos y el carácter del que sabe
demasiado pronto que tiene que ocuparse de sí mismo, que, de hecho, está
destinado o condenado a hacerlo. Fiel a los sonidos de su casa, el pequeño daba
las buenas noches en silencio, yendo con sigilo de una habitación a otra, comprobando
que todo estaba bien, que ellos estaban bien. Y mientras apuraban sus botellas,
él se bebía ávidamente la aparente felicidad que rezumaban las brillantes casas
vecinas, que le susurraban atenuados villancicos para adormecerle.
Le despertó el agradable sonido del fuego, su calidez, que
había sustituido al de los villancicos. Parecía que se había hecho de día, pero
al mirar por la ventana la paz nocturna seguía gobernando orgullosa, aunque
matizada por un esplendor de oro.
Salió de su habitación y vio el fulgurante resplandor en el
salón enmarcando a su padrastro, que estaba tendido en el suelo del pasillo, a
donde había llegado arrastrándose. Olía a quemado por todas partes. El humo era
como un pudoroso velo que convertía la escena en algo onírico. Su madre dormía
profundamente en su habitación. Intentó despertarlos en balde, tan solo logró
agónicos movimientos de sus lánguidos miembros. Gritó, lloró, los zarandeó,
yendo de uno a otro desesperadamente… Los ojos le picaban. Entre sollozos y haciendo
acopio de una entereza sorprendente en un crío de su edad, se dirigió al
teléfono, marcó el número de emergencias y chapurreó con su escaso vocabulario
lo que ocurría, tal como le habían enseñado sus padres tras el accidente que la
madre sufrió al caer por la escalera. Colgó. Intentó arrastrarlos hacia la
puerta.
Los bomberos no tardaron en llegar, la casa iluminaba toda
la manzana, como una estrella que marcara el camino. Entraron por el jardín y
derribaron la puerta de madera de la casa que el padrastro había levantado con
sus propias manos. Buscaron por las estancias. Un niño pequeño parecía querer
guiarlos. Encontraron los cuerpos enseguida. Cargaron con ellos, mientras desde
fuera regaban las llamaradas intentando tranquilizarlas.
El crio salió por su propio pie protegido por uno de los
bomberos. Observaba fascinado la bella iluminación del incendio, provocado por
las luces del árbol de Navidad, escrutaba las labores de sus salvadores,
atendiendo a sus padres, usando las mangueras, recorriendo el jardín de un lado
para otro, con las sirenas luciendo en perfecta comunión con la estética
navideña. Una casa que se iba apagando, que había abandonado su discreción para
ser el objeto de atención del resto del vecindario. La humildad se
había convertido en lo excepcional.
Tres bomberos rodeaban a sus padres casi inconscientes, como
adorándolos. Uno de ellos los obsequiaba con agua, otro los protegía con mantas
y el tercero les ponía la mascarilla del oxígeno para ayudarles a respirar. Velando
a esas dos personas a las que ese pequeño había dado la vida. Sería un nuevo
comienzo. El mejor regalo.
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