miércoles, 3 de enero de 2018

NACIMIENTO

RELATO











Sus Navidades eran sórdidas. Y esperpénticas. A su tierna edad no sabía el significado de esos términos, pero ya era consciente de muchas cosas. Sabía que eran fechas especiales, que algo distinto rondaba en el ambiente, algo festivo y a la vez desolador.

La casa estaba decorada con vistosas guirnaldas colocadas aquí y allá sin excesivo esmero; había un árbol de parpadeantes luces, que le gustaba mucho; había un Belén, que ayudaba a colocar junto a su madre cuando estaba lúcida; había más comida y sus padres hacían un esforzado intento por parecer más elegantes la noche del 24. Todo eso eran cosas que le gustaban, pero no parecían alegrar demasiado el cargado ambiente, se hacían como rutina, porque tocaba, y lo que gobernaba era el silencio.

Sus padres no se comunicaban mucho, ni con él ni entre ellos, pero compartían ciertas actividades y gustos. Por ejemplo, una vez terminada la cena y tras mirar hacia la nada durante un rato ignorando cariñosamente los intentos del pequeño por jugar, la madre bebería en su habitación y el padrastro lo haría en el salón, cada uno con su botella de whisky. Esa era una estampa que no distaba en exceso de la de cualquier otro día, salvo por las desfiguradas y tenebrosas imágenes que de su padrastro formaban las sombras al impacto de la televisión silenciada y el luminoso tartamudeo del engalanado árbol sobre su cuerpo en la penumbra. Un padre cariñoso cuando estaba sobrio, que ahora parecía un vampiro, la sombra de un vampiro.

El niño tenía los rasgos y el carácter del que sabe demasiado pronto que tiene que ocuparse de sí mismo, que, de hecho, está destinado o condenado a hacerlo. Fiel a los sonidos de su casa, el pequeño daba las buenas noches en silencio, yendo con sigilo de una habitación a otra, comprobando que todo estaba bien, que ellos estaban bien. Y mientras apuraban sus botellas, él se bebía ávidamente la aparente felicidad que rezumaban las brillantes casas vecinas, que le susurraban atenuados villancicos para adormecerle.

Le despertó el agradable sonido del fuego, su calidez, que había sustituido al de los villancicos. Parecía que se había hecho de día, pero al mirar por la ventana la paz nocturna seguía gobernando orgullosa, aunque matizada por un esplendor de oro.

Salió de su habitación y vio el fulgurante resplandor en el salón enmarcando a su padrastro, que estaba tendido en el suelo del pasillo, a donde había llegado arrastrándose. Olía a quemado por todas partes. El humo era como un pudoroso velo que convertía la escena en algo onírico. Su madre dormía profundamente en su habitación. Intentó despertarlos en balde, tan solo logró agónicos movimientos de sus lánguidos miembros. Gritó, lloró, los zarandeó, yendo de uno a otro desesperadamente… Los ojos le picaban. Entre sollozos y haciendo acopio de una entereza sorprendente en un crío de su edad, se dirigió al teléfono, marcó el número de emergencias y chapurreó con su escaso vocabulario lo que ocurría, tal como le habían enseñado sus padres tras el accidente que la madre sufrió al caer por la escalera. Colgó. Intentó arrastrarlos hacia la puerta.

Los bomberos no tardaron en llegar, la casa iluminaba toda la manzana, como una estrella que marcara el camino. Entraron por el jardín y derribaron la puerta de madera de la casa que el padrastro había levantado con sus propias manos. Buscaron por las estancias. Un niño pequeño parecía querer guiarlos. Encontraron los cuerpos enseguida. Cargaron con ellos, mientras desde fuera regaban las llamaradas intentando tranquilizarlas.

El crio salió por su propio pie protegido por uno de los bomberos. Observaba fascinado la bella iluminación del incendio, provocado por las luces del árbol de Navidad, escrutaba las labores de sus salvadores, atendiendo a sus padres, usando las mangueras, recorriendo el jardín de un lado para otro, con las sirenas luciendo en perfecta comunión con la estética navideña. Una casa que se iba apagando, que había abandonado su discreción para ser el objeto de atención del resto del vecindario. La humildad se había convertido en lo excepcional.

Tres bomberos rodeaban a sus padres casi inconscientes, como adorándolos. Uno de ellos los obsequiaba con agua, otro los protegía con mantas y el tercero les ponía la mascarilla del oxígeno para ayudarles a respirar. Velando a esas dos personas a las que ese pequeño había dado la vida. Sería un nuevo comienzo. El mejor regalo.




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