Al contrario que el resto de sus compañeros, él nunca fue
muy cantarín. Era más bien taciturno y tímido, le resultaba tremendamente
embarazosa cualquier manifestación pública, especialmente las exhibiciones
musicales. Solía pasar en soledad la mayor parte del tiempo, le gustaba estar a
su aire, siempre fuera de casa, curioseando, buscándose la vida.
Era consciente de que ya tenía una edad, pero el tema del compromiso
no le atraía lo más mínimo y las bellas hembras de su especie le resultaban
indiferentes. Esto no dejaba de inquietarle, porque le hacía sentirse un poco
más raro de lo que ya sabía que era, un leve pero irremediable tormento que lo
aislaba todavía más del resto. Oía los cuchicheos a su paso, que hacían que esa
leve punzada de incomprensión se agudizase, pero en el fondo no le importaban
nada en absoluto. Disfrutaba de su soledad y sus curiosas excursiones diarias.
Oía los cantos de cortejo de sus compañeros, el jolgorio
habitual en los atardeceres, sus orgías nocturnas en las cálidas noches… pero él
prefería alejarse de todo ello para explorar nuevos caminos, descubrir otros
lugares, conocer otra gente. Le encantaba observar al resto de insectos,
siempre escondido, a resguardo, para no molestar.
Una tarde cualquiera se quedó mirando el laborioso trabajo
de las hormigas, su ordenado transitar, su concienzuda organización, su
constante esfuerzo donde todas y cada una de ellas parecían la misma. Nada perturbaba
aquel orden comunitario que le era tan ajeno en su aguda individualidad y
gustosa soledad, hasta que una de aquellas hormigas se desmarcó del resto.
La siguió en su incierto transitar, sin rumbo fijo, como si pensara
en sus cosas, distraída. El resto de sus compañeras, tras un segundo de
desconcierto, reanudaron su labor, mientras aquella hormiga se perdía por
aquella pradera, alejándose sin temor alguno.
El grillo procuraba pasar desapercibido, mirándola desde
arriba, a cierta distancia, para no llamar su atención, fascinado con aquella
pequeña hormiga que no era como las demás mientras investigaba, rastreaba o se
quedaba mirando cualquier cosa que se cruzaba en su camino. Estuvo siguiéndola
hasta que la noche la llevó de regreso al hormiguero, lo que dejó al grillo en
un lamento, pero con ganas de volver al lugar al día siguiente.
Volvió cada día durante un par de semanas, y aquella hormiga
siempre terminaba alejándose de su grupo para perderse sola por aquellos
senderos llenos de peligros, cada vez en una dirección distinta, intentando
aumentar los límites de un mundo que sabía tan infinito como minúsculo. Él se
levantaba todos los días ansioso e impaciente deseando que llegara la tarde
para poder verla.
Aquella hormiga era como él, le gustaba la soledad,
explorar, investigar, ser intrépida e independiente. Estaba prendado y embelesado.
La reconocía de inmediato y se preguntaba cómo había estado tan ciego, ya que
aquella hormiga era completamente diferente al resto, mucho más bella y
distinguida.
Estaba como arrebatado, quería acercarse, decirle algo, pero
su timidez e inseguridad lo paralizaban, por lo que se dedicaba a mirar,
actividad que poco a poco fue convirtiéndose en su placer y su suplicio.
El invierno estaba cerca y seguramente no la vería nunca
más, sabía que si se acercaba huiría o se asustaría, que aquello no tenía
sentido, que no había tiempo, que un grillo y una hormiga no podían estar juntos,
aunque fuera lo único que deseaba. Lo sabía, pero no lo quería. Era lo lógico,
pero no lo que sentía.
La angustia fue tornando en depresión, sus sigilosos pasos
tras ella se fueron bañando de una lánguida impotencia y decepción que
oscureció su ánimo hasta hacerlo melancólico y abatido. Iba hasta el hormiguero
como alma en pena, por pura inercia y necesidad, para dar una agónica salida a
su dolor y su adicción, y cuando llegó al límite de su tristeza… cantó.
Aquel grillo, que sólo había susurrado alguna melodía en la
intimidad, comenzó un sentido canto haciendo frotar sus alas, que distrajo a la
pequeña hormiguita de sus exhaustivas pesquisas.
El grillo no se percató en un primer momento del interés que
despertó en la hormiga, que avanzó lentamente hacia el lugar de donde procedía
aquella melodía, como hipnotizada. Cuando la vio acercarse, el grillo calló su
cantar, azorado y aturdido, pero cuando percibió en la hormiga un gesto de desencanto
y pesar, reanudó su melodía para no verla llorar.
Cantó sin descanso a su única espectadora, que se mantuvo calma
y quieta escuchando hasta el ocaso y a deshora, atenta y embargada por la embriagadora
tonada. Llamada al orden tuvo que irse, pero el grillo ya no tuvo motivo para
deprimirse. Volvía allí cada día y encontraba a su hormiga esperando, en el
mismo lugar exacto donde cayó hechizada, para recibir su melodía.
Aquel era el último día que la vería, pero llegaba tarde a
la despedida. Todas las hormigas se habían marchado ya para pasar una larga
temporada a resguardo. Cuando llegó, el lugar estaba desierto y oscuro, apenas
iluminado por la Luna, las estrellas y algunas luciérnagas despistadas. Decepcionado
y sin esperanza el grillo comenzó a cantar, como en una desesperada llamada
final, con la triste cadencia de la desesperanza. Cuando la hormiguita salió
con paso prudente y sigiloso, como quién hace algo prohibido y peligroso, el
grillo no cupo en sí de gozo.
Enseguida la reconoció, esa era su hormiguita, que acudió a
su melodiosa llamada, enamorada ante la que sabía la última tonada, deseosa de
ver a quién la creaba. Y al escuchar aquella hermosa melodía, más íntima y afligida
que todas las demás, la hormiga supo entonces que todos los conciertos que
disfrutó, eran para que ella reconociera su amor, y ambos desearon pasar allí
todo el tiempo del mundo, convertir un fugaz momento de un fugaz verano en la
eternidad.
Y en los últimos segundos del estío, la hormiga descendió
por el hormiguero llena de la calidez y el cariño de aquellos últimos ecos de las
últimas notas de la última melodía de aquel grillo que nunca vio.
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