miércoles, 23 de agosto de 2017

FUGAZ

RELATO










Al contrario que el resto de sus compañeros, él nunca fue muy cantarín. Era más bien taciturno y tímido, le resultaba tremendamente embarazosa cualquier manifestación pública, especialmente las exhibiciones musicales. Solía pasar en soledad la mayor parte del tiempo, le gustaba estar a su aire, siempre fuera de casa, curioseando, buscándose la vida.

Era consciente de que ya tenía una edad, pero el tema del compromiso no le atraía lo más mínimo y las bellas hembras de su especie le resultaban indiferentes. Esto no dejaba de inquietarle, porque le hacía sentirse un poco más raro de lo que ya sabía que era, un leve pero irremediable tormento que lo aislaba todavía más del resto. Oía los cuchicheos a su paso, que hacían que esa leve punzada de incomprensión se agudizase, pero en el fondo no le importaban nada en absoluto. Disfrutaba de su soledad y sus curiosas excursiones diarias.

Oía los cantos de cortejo de sus compañeros, el jolgorio habitual en los atardeceres, sus orgías nocturnas en las cálidas noches… pero él prefería alejarse de todo ello para explorar nuevos caminos, descubrir otros lugares, conocer otra gente. Le encantaba observar al resto de insectos, siempre escondido, a resguardo, para no molestar.

Una tarde cualquiera se quedó mirando el laborioso trabajo de las hormigas, su ordenado transitar, su concienzuda organización, su constante esfuerzo donde todas y cada una de ellas parecían la misma. Nada perturbaba aquel orden comunitario que le era tan ajeno en su aguda individualidad y gustosa soledad, hasta que una de aquellas hormigas se desmarcó del resto.

La siguió en su incierto transitar, sin rumbo fijo, como si pensara en sus cosas, distraída. El resto de sus compañeras, tras un segundo de desconcierto, reanudaron su labor, mientras aquella hormiga se perdía por aquella pradera, alejándose sin temor alguno.

El grillo procuraba pasar desapercibido, mirándola desde arriba, a cierta distancia, para no llamar su atención, fascinado con aquella pequeña hormiga que no era como las demás mientras investigaba, rastreaba o se quedaba mirando cualquier cosa que se cruzaba en su camino. Estuvo siguiéndola hasta que la noche la llevó de regreso al hormiguero, lo que dejó al grillo en un lamento, pero con ganas de volver al lugar al día siguiente.

Volvió cada día durante un par de semanas, y aquella hormiga siempre terminaba alejándose de su grupo para perderse sola por aquellos senderos llenos de peligros, cada vez en una dirección distinta, intentando aumentar los límites de un mundo que sabía tan infinito como minúsculo. Él se levantaba todos los días ansioso e impaciente deseando que llegara la tarde para poder verla.

Aquella hormiga era como él, le gustaba la soledad, explorar, investigar, ser intrépida e independiente. Estaba prendado y embelesado. La reconocía de inmediato y se preguntaba cómo había estado tan ciego, ya que aquella hormiga era completamente diferente al resto, mucho más bella y distinguida.

Estaba como arrebatado, quería acercarse, decirle algo, pero su timidez e inseguridad lo paralizaban, por lo que se dedicaba a mirar, actividad que poco a poco fue convirtiéndose en su placer y su suplicio.

El invierno estaba cerca y seguramente no la vería nunca más, sabía que si se acercaba huiría o se asustaría, que aquello no tenía sentido, que no había tiempo, que un grillo y una hormiga no podían estar juntos, aunque fuera lo único que deseaba. Lo sabía, pero no lo quería. Era lo lógico, pero no lo que sentía.

La angustia fue tornando en depresión, sus sigilosos pasos tras ella se fueron bañando de una lánguida impotencia y decepción que oscureció su ánimo hasta hacerlo melancólico y abatido. Iba hasta el hormiguero como alma en pena, por pura inercia y necesidad, para dar una agónica salida a su dolor y su adicción, y cuando llegó al límite de su tristeza… cantó.

Aquel grillo, que sólo había susurrado alguna melodía en la intimidad, comenzó un sentido canto haciendo frotar sus alas, que distrajo a la pequeña hormiguita de sus exhaustivas pesquisas.

El grillo no se percató en un primer momento del interés que despertó en la hormiga, que avanzó lentamente hacia el lugar de donde procedía aquella melodía, como hipnotizada. Cuando la vio acercarse, el grillo calló su cantar, azorado y aturdido, pero cuando percibió en la hormiga un gesto de desencanto y pesar, reanudó su melodía para no verla llorar.

Cantó sin descanso a su única espectadora, que se mantuvo calma y quieta escuchando hasta el ocaso y a deshora, atenta y embargada por la embriagadora tonada. Llamada al orden tuvo que irse, pero el grillo ya no tuvo motivo para deprimirse. Volvía allí cada día y encontraba a su hormiga esperando, en el mismo lugar exacto donde cayó hechizada, para recibir su melodía.

Aquel era el último día que la vería, pero llegaba tarde a la despedida. Todas las hormigas se habían marchado ya para pasar una larga temporada a resguardo. Cuando llegó, el lugar estaba desierto y oscuro, apenas iluminado por la Luna, las estrellas y algunas luciérnagas despistadas. Decepcionado y sin esperanza el grillo comenzó a cantar, como en una desesperada llamada final, con la triste cadencia de la desesperanza. Cuando la hormiguita salió con paso prudente y sigiloso, como quién hace algo prohibido y peligroso, el grillo no cupo en sí de gozo.

Enseguida la reconoció, esa era su hormiguita, que acudió a su melodiosa llamada, enamorada ante la que sabía la última tonada, deseosa de ver a quién la creaba. Y al escuchar aquella hermosa melodía, más íntima y afligida que todas las demás, la hormiga supo entonces que todos los conciertos que disfrutó, eran para que ella reconociera su amor, y ambos desearon pasar allí todo el tiempo del mundo, convertir un fugaz momento de un fugaz verano en la eternidad.


Y en los últimos segundos del estío, la hormiga descendió por el hormiguero llena de la calidez y el cariño de aquellos últimos ecos de las últimas notas de la última melodía de aquel grillo que nunca vio.


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