La soledad es amiga generosa que nos regala las emociones
más intensas porque su impacto no se dispersa entre las voces del gentío. En la
juventud sólo percibimos las negativas porque las positivas son demasiado
sutiles para que las aprecien nuestros inmaduros oídos, embotados con el anhelo
de esas voces. No reconocemos a la soledad como amiga en la infancia y la
juventud, aprendemos a hacerlo con el tiempo, cuando entendemos lo que nos ha
dado.
Estoy seguro de que fue la soledad la que me regaló muchos
de mis recuerdos, muchas de mis aficiones y muchas de mis habilidades, porque
cuando miro atrás allí estaba ella enseñándomelas sin que me diera cuenta.
Estaba acostumbrado a encontrar sillas vacías a mi lado, a
ver espacios desiertos rodeándome y a comunicarme con la mirada en eternos
monólogos que lo absorbían todo ante la indiferencia ajena. Un ser invisible
que cargaba la batería del yo como todos los solitarios.
Es por ello que aunque tuve muchos amores de verano, sólo
uno me marcó genuinamente, sólo uno es el que me despierta la sonrisa y acude a
mi memoria solícito sin necesidad de llamada.
La veía a menudo en la playa, cerca de mi casa, pero estaba
seguro de que jamás había reparado en mí, al menos procuré que no lo hiciera…
hasta que las vacaciones estaban llegando a su fin.
Ella era una chica sociable como las demás, que se lo pasaba
bien con su grupo de amigos. Yo el chico que no conocía a nadie, extraño en un
pueblo costero de vacaciones y con pocas habilidades sociales. Y cada uno hacía
lo que solía hacer, supongo. Yo miraba y ella disfrutaba.
Era un crío y no había tenido novia ni nada parecido, me limitaba
a mirar a las chicas que me gustaban con la angustia de que descubrieran que lo
estaba haciendo, y alimentaba mi maltrecho ego cuando descubría que alguna me
estaba mirando a mí, aunque fuera porque tenía la bragueta bajada.
Así fue el comienzo de una historia que sólo lo fue para mí,
con mis miradas furtivas a un grupo de chicos en el que destacaba ella, la
chica más interesante de todas las que había. Ni siquiera creo que fuera la más
guapa, pero había algo en ella que ataba mi mirada a lazo, obligándola a
seguirla en cada lance, en cada risa, en cada gesto, desviándola raudo en un
giro de cabeza cuando intuía que podía coincidir con la suya.
Aunque estaba a varios metros de distancia, noté enseguida,
con ese sexto sentido que tenemos los niños solitarios, que se habían percatado
de mi presencia y que, posiblemente, fuera centro de sus chanzas. Estuve
tentado de levantarme y marcharme, pero sentí alivio cuando en el paso del
tiempo sólo recibí indiscretos vistazos, que en ocasiones rompían en risas
ahogadas, y no interpelaciones directas.
Paseé y exploré distraídamente por la playa, sin alejarme
mucho de aquel grupo, buscando algo que ya había encontrado, rastreando lo que
pensaba no quería ser hallado. Me ocultaba en las sombras para pasar
desapercibido, pero sin querer alejarme para escuchar sus voces y sus
historias, especialmente las de ella. Paseaba siguiendo el rastro de mi soledad
y el del anhelo que pedía que me incluyeran.
Mis padres no me atosigaban y dejaban plena libertad, si bien
es cierto que estaba siempre a la vista. Por eso no se preocuparon demasiado
cuando aquella noche retrasé mucho mi regreso a casa, mirando cómo aquellos
chicos se iban marchando de uno en uno hasta dejar el nutrido grupo en una
íntima reunión. Fue en ese momento cuando ella se acercó.
Recuerdo el momento de su breve paseo, avanzado por la arena
desde su grupo hasta mí, como uno de los más intensos de mi juventud, mezcla de
angustia, nerviosismo y deseo. Mis aturdidos sentidos se encendieron y
aclararon de una forma que casi dolía. Olía la sal del mar, los rescoldos de
las barbacoas, su perfume, veía cada color que pretendía esconderse en la oscuridad
y su rostro perfectamente definido, oía los cuchicheos y sus pisadas en la
arena…
Entonces se sentó a mi lado y me expulsó del tiempo. El éxtasis
ingenuo y sentimental de una primera experiencia, la ternura indescriptible de
una novedad hechicera y una conexión plena con lo desconocido. Un momento puro
de eterno presente, sólo atenuado por el miedo a que terminara. Un miedo que ni
siquiera existía allí, en ese momento que es pasado y futuro a la vez, sino que
lo entiendes después, cuando la experiencia te revela que cuando momentos así acaban
se desvanecen para no volver y que ninguno será igual, regresando tan solo en
los lánguidos retazos de los recuerdos.
Jamás la volví a ver, el verano acabó y cada uno cogió por
su lado, pero quiero pensar que con ella cambió todo, porque cada vez hubo
menos sillas vacías y los monólogos eternos se apagaron en conversaciones
dispersas.
Ya he olvidado la mayoría de las caras que no veo a diario,
pero la de ella, la de aquella chica enmarcada en un pelo negro con tez morena y
oscuros ojos que se bebían mis palabras como nunca antes ni después sentí con
ninguna otra persona, que habló, rió, escuchó y, finalmente me besó, en una noche
eterna que se fundió con el amanecer, me da las buenas noches al final de cada
día en el invierno de mi vida.
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