miércoles, 23 de agosto de 2017

ELLA

RELATO









La soledad es amiga generosa que nos regala las emociones más intensas porque su impacto no se dispersa entre las voces del gentío. En la juventud sólo percibimos las negativas porque las positivas son demasiado sutiles para que las aprecien nuestros inmaduros oídos, embotados con el anhelo de esas voces. No reconocemos a la soledad como amiga en la infancia y la juventud, aprendemos a hacerlo con el tiempo, cuando entendemos lo que nos ha dado.

Estoy seguro de que fue la soledad la que me regaló muchos de mis recuerdos, muchas de mis aficiones y muchas de mis habilidades, porque cuando miro atrás allí estaba ella enseñándomelas sin que me diera cuenta.

Estaba acostumbrado a encontrar sillas vacías a mi lado, a ver espacios desiertos rodeándome y a comunicarme con la mirada en eternos monólogos que lo absorbían todo ante la indiferencia ajena. Un ser invisible que cargaba la batería del yo como todos los solitarios.

Es por ello que aunque tuve muchos amores de verano, sólo uno me marcó genuinamente, sólo uno es el que me despierta la sonrisa y acude a mi memoria solícito sin necesidad de llamada.

La veía a menudo en la playa, cerca de mi casa, pero estaba seguro de que jamás había reparado en mí, al menos procuré que no lo hiciera… hasta que las vacaciones estaban llegando a su fin.

Ella era una chica sociable como las demás, que se lo pasaba bien con su grupo de amigos. Yo el chico que no conocía a nadie, extraño en un pueblo costero de vacaciones y con pocas habilidades sociales. Y cada uno hacía lo que solía hacer, supongo. Yo miraba y ella disfrutaba.

Era un crío y no había tenido novia ni nada parecido, me limitaba a mirar a las chicas que me gustaban con la angustia de que descubrieran que lo estaba haciendo, y alimentaba mi maltrecho ego cuando descubría que alguna me estaba mirando a mí, aunque fuera porque tenía la bragueta bajada.

Así fue el comienzo de una historia que sólo lo fue para mí, con mis miradas furtivas a un grupo de chicos en el que destacaba ella, la chica más interesante de todas las que había. Ni siquiera creo que fuera la más guapa, pero había algo en ella que ataba mi mirada a lazo, obligándola a seguirla en cada lance, en cada risa, en cada gesto, desviándola raudo en un giro de cabeza cuando intuía que podía coincidir con la suya.

Aunque estaba a varios metros de distancia, noté enseguida, con ese sexto sentido que tenemos los niños solitarios, que se habían percatado de mi presencia y que, posiblemente, fuera centro de sus chanzas. Estuve tentado de levantarme y marcharme, pero sentí alivio cuando en el paso del tiempo sólo recibí indiscretos vistazos, que en ocasiones rompían en risas ahogadas, y no interpelaciones directas.

Paseé y exploré distraídamente por la playa, sin alejarme mucho de aquel grupo, buscando algo que ya había encontrado, rastreando lo que pensaba no quería ser hallado. Me ocultaba en las sombras para pasar desapercibido, pero sin querer alejarme para escuchar sus voces y sus historias, especialmente las de ella. Paseaba siguiendo el rastro de mi soledad y el del anhelo que pedía que me incluyeran.

Mis padres no me atosigaban y dejaban plena libertad, si bien es cierto que estaba siempre a la vista. Por eso no se preocuparon demasiado cuando aquella noche retrasé mucho mi regreso a casa, mirando cómo aquellos chicos se iban marchando de uno en uno hasta dejar el nutrido grupo en una íntima reunión. Fue en ese momento cuando ella se acercó.

Recuerdo el momento de su breve paseo, avanzado por la arena desde su grupo hasta mí, como uno de los más intensos de mi juventud, mezcla de angustia, nerviosismo y deseo. Mis aturdidos sentidos se encendieron y aclararon de una forma que casi dolía. Olía la sal del mar, los rescoldos de las barbacoas, su perfume, veía cada color que pretendía esconderse en la oscuridad y su rostro perfectamente definido, oía los cuchicheos y sus pisadas en la arena…



Entonces se sentó a mi lado y me expulsó del tiempo. El éxtasis ingenuo y sentimental de una primera experiencia, la ternura indescriptible de una novedad hechicera y una conexión plena con lo desconocido. Un momento puro de eterno presente, sólo atenuado por el miedo a que terminara. Un miedo que ni siquiera existía allí, en ese momento que es pasado y futuro a la vez, sino que lo entiendes después, cuando la experiencia te revela que cuando momentos así acaban se desvanecen para no volver y que ninguno será igual, regresando tan solo en los lánguidos retazos de los recuerdos.

Jamás la volví a ver, el verano acabó y cada uno cogió por su lado, pero quiero pensar que con ella cambió todo, porque cada vez hubo menos sillas vacías y los monólogos eternos se apagaron en conversaciones dispersas.


Ya he olvidado la mayoría de las caras que no veo a diario, pero la de ella, la de aquella chica enmarcada en un pelo negro con tez morena y oscuros ojos que se bebían mis palabras como nunca antes ni después sentí con ninguna otra persona, que habló, rió, escuchó y, finalmente me besó, en una noche eterna que se fundió con el amanecer, me da las buenas noches al final de cada día en el invierno de mi vida.


No hay comentarios:

Publicar un comentario