A mi abuelo le encantaba el fútbol. Disfrutaba contándome
sus historias, sus recuerdos, hablándome de equipos, partidos, alineaciones,
jugadores y sucesos. Aquello me entusiasmaba de pequeño, me sumergía en un
mundo que apenas conocía, obnubilado por aquella pasión y la fuerza de su
relato.
Desde que dejó España ver partidos se convirtió en una
quimera, por lo que recordar y contar era una salida y un bálsamo. Era una
forma de recuperar algo que se le había robado. Allí, en los Estados Unidos, el
soccer no era un deporte muy popular, apenas llegaban partidos, por lo que
relatar aquellas vivencias recuperaban esa parte hurtada que echaba de menos.
Yo me bebía sus relatos embelesado cuando dejaba vagar su memoria, y él sabía
que me gustaban aquellas historias.
Pero si algo le gustaba más aún a mi abuelo, era sentarse en
su porche con su mecedora y observar a la gente de su calle. Personas normales
haciendo cosas de personas normales, con sus mismas rutinas día tras día.
Gozaba viendo cómo sus amigos fruteros descargaban la mercancía,
especialmente esas enormes y esféricas sandías de las que luego daría buena
cuenta, cómo se las pasaban de unos a otros e introducían en enrejados carros.
Reía a mandíbula batiente con la pareja de dentistas,
irremediable y temido destino de todos y cada uno de los vecinos, mientras
discutían señalándose con el dedo, dándose pechadas y gesticulando
exageradamente.
Allí, como siempre en días de descarga o a la hora de la
salida de los niños del colegio, estaba Miller, el agente que cuidaba del
tráfico haciendo trinar su silbato rítmicamente, poniendo orden y un poco de
musicalidad al conjunto.
Le entusiasmaba ver a los chicos corretear por las calles y
aceras, o reunirse para vitorear y jalear una pelea de escarabajos. Esa
algarabía parecía hacerle sentir más vivo.
Allí sentado se embebía de aquel ambiente, de todas las
sensaciones que le transmitían, recuerdos que evocaba, pensamientos que surgían.
Así iba adormeciéndose en los atardeceres, entre ese barullo, con una sonrisa
en la cara, acunado por el calor menguante de un sol menos enrabietado e
impotente ante el techado porche ensombrecido y el sonido de los insectos y
los aspersores que regaban los jardines vecinos.
Nunca entendí bien de donde provenía esa pasión, ese goce que se irradiaba desde su rostro. Lo miraba curioso en su plácido éxtasis, preguntándome qué me perdía en aquellas estampas.
Ahora el abuelo soy yo. Hace muchos años que regresé a
España y convertí en realidades aquellas ilusiones e imaginaciones que mi
abuelo construyó en mi cabeza. En esos días en los que acude mi familia a pasar el
día, siempre invito a mi abuelo desde la ensoñación. En mi modesto jardincito de
húmedo césped, contemplo las carreras que dan mis nietos persiguiendo el balón
que les regalé, mientras charlo con mi hijo, que es policía, sobre lo divino y
lo humano, cada uno en su hamaca, tomando fruta o cualquier otra cosa. Y
comentamos el partido que vamos a ver o que hemos visto, citamos jugadores y
alineaciones, criticamos y nos quejamos, rememoramos otros encuentros que vimos
hace tiempo… recuerdo a mi abuelo como quizá me recuerden a mí en herencia.
Tardé muchos años y necesité muchas experiencias, pero ahora
creo entender qué es lo que veía mi abuelo sentado en su mecedora. Mientras, el
balón de mis nietos sigue rodando.
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