Estaba dándose los últimos retoques. Estaba quedando
perfecta, se veía incluso guapa con su traje de gala y el caro maquillaje. Esos
maquillajes y esas mascarillas modernas eran realmente buenos. Con ese aspecto
siempre se sentía más segura para realizar su trabajo con eficacia. No había
rastro de los desperfectos.
Miró a la niña, que la había estado ayudando, y recibió su
aprobación con una sonrisa y un sutil gesto.
La cena se estaba preparando en la cocina. Iban a tomar el
menú del restaurante más caro y elitista de la ciudad. Serían 18 platos
distintos, el menú degustación. Un montón de aparatos funcionando con precisión
matemática, ejecutando las complejas recetas para tenerlo todo dispuesto a la
hora señalada.
La mujer había programado todo para que el hogar fuera lo
más acogedor posible en esa velada de aniversario. La temperatura, la limpieza,
el orden… no había tacha ni cabida para la queja en aquel entorno.
Estaba satisfecha, le gustaba hacer bien su trabajo, pensaba
que era la mejor haciéndolo, pero le molestaba que él no lo valorase nunca.
Daba lo mismo, el resultado lo compensaba. Era lo que sabía hacer y todo estaba impecable.
Miró al exterior del diáfano y amplio espacio a través del
gigantesco y circular ventanal que le mostraba toda la ciudad, como si
estuviera al aire libre, sin que nadie pudiera ver el interior. Barajó la idea
de utilizar un entorno paradisíaco, alguna playa o paraje natural, pero
finalmente decidió dejar la vista de esa hermosa noche urbana y real.
La mesa estaba engalanada delicada y minuciosamente, cada
plato y cada cubierto estaban relucientes y colocados a la distancia justa
marcada por el protocolo. Las dobleces de las servilletas eran perfectas. La
cocina olía muy bien.
Él llegó a su hora. El temor se asomó sin vergüenza a los
ojos de ella. Volvía borracho una vez más. No lo parecía, pero lo conocía bien.
Era un hombre elegante, intachable y sin mácula fuera de casa, pero dentro se
transformaba en otra cosa, parecía dejar salir una bestia que guardaba bajo llave,
encerrada en una fachada de pulcritud.
La miró despectivo, expectante, como esperando el error que
lo justificara.
Fue concienzuda, detallista, amable, aplicada, incluso
cariñosa… Le preguntó por su día, intentó entablar una conversación que versara
sobre temas que le gustaban a pesar de que no estaba muy hablador, pero sin
forzar la situación. Puso con esmero la comida, hizo breves comentarios sin
atosigar, contesto con interés a todo lo que mascullaba.
Comía poco, bebía más, aunque ella sólo le sirvió agua. Él buscó en su amplia bodega. Vino, whisky…
Ella sabía que la cosa se pondría tensa, pero a veces
lograba domeñar la situación. Su aire disperso, su mirada perdida, su aspecto
cada vez más taciturno… La cena había terminado, era el punto de inflexión, en
el que buscaba una excusa, una simple excusa para el estallido. Si no la tenía,
si podía evadir todo aquello que pudiera encender la chispa, quedaría dormido y
el peligro habría pasado.
Tras la cena decidieron ver un concierto, en vivo, del grupo
favorito de él, que tocaba aquella noche en Nueva York, al otro lado del
océano. Podían verlos como si estuvieran en primera fila, con una calidad
perfecta. Habían logrado la carnalidad en la holografía.
Cuando sonaba el tema favorito de ambos, ella bailaba
distraída. Ni lo vio venir. Él se había levantado y se había colocado tras
ella. Antes de que pudiera reaccionar, sin motivo ni discusión, la agarró del
pelo y la estampó contra la pared. Sus ojos estaban fuera de órbita, inyectados
en sangre, enloquecidos.
Conocía bien aquella mirada y mejor aún aquella situación.
Estaba capacitada para aguantarlo, pero no podía evitar sentir miedo.
Recibió golpes por todo su cuerpo y de todas las formas
posibles, sin medida, sin contemplación, hasta que él quedó saciado y se
marchó. Tardó tiempo en levantarse, y seguramente no habría podido sin la ayuda
de la niña, que había observado aquella escena cotidiana por la rendija de la
puerta.
Puesta en pie contempló el escenario. Le desagradó y molestó
el desorden, la mesa rota, la vajilla caída, la sangre que salpicaba algunos
lugares y algunos cristales, que manchaban aquel perfecto lugar y su vestido. No tardó la
casa en comenzar a lamerse las heridas y arreglar aquel desbarajuste a la orden
de ella.
A duras penas, apoyada en la niña, llegó al baño. Los
espejos de cuerpo entero le devolvían una imagen desecha. Observó con
preocupación aquel estropicio. Se metió en el cilindro que le haría un
diagnóstico. La cosa pintaba mal. Salió del cilindro. Muchas roturas, traumas severos,
brechas, partes desconectadas, moretones por todas partes, sangre por todos
lados. Se notaba débil y deteriorada. Se desnudó y se miró al espejo fijamente.
Se lamentaba… con lo bien que había quedado ese cuerpo y lo mucho que le costó
disimular las laceraciones y heridas anteriores… Lloraba.
La niña se acercó y la acarició comprensiva. Dijo: No
llores, sólo es un humano… Esta vez vas a necesitar algo más que unos retoques,
tienes que ir a que te reparen como a mí el otro día…
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