Pasaba toda la semana pensando en el viernes. Poder reunirse
con sus amigos, desfasar, olvidarse de todo, de ese trabajo estresante,
alienante, encerrada en esa caseta sin poder hablar ni mirar a nadie, pendiente
de una pantalla de ordenador, ansiosa, nerviosa, dispersa, con los únicos
alivios de sus viajes al baño.
Entrar en Osiris, su discoteca, era su liberación. Era su
casa, y allí estaban todos sus amigos, siempre fieles. Se olvidaba de sí misma,
se abandonaba con las luces láser que rasgaban la oscuridad de la sala, con la
música embriagadora y frenética que servía de catarsis. Daba vueltas sobre sí
misma, sudaba, expulsaba su anterior yo funcionarial, bebía, bailaba, charlaba,
gritaba… y bebía.
Entregada a la sensualidad le gustaba mirar a los ojos,
sugerir con el movimiento de su cuerpo, desprenderse de máscaras, complejos y
fachadas de corrección. Palpaba pechos, femeninos y masculinos, susurraba a los
oídos complicidades amistosas y eróticas, se los llevaba a la boca anhelante…
Vivía esperando ese momento de reunión y camaradería, donde
lo social era capaz de enterrar toda la mierda que tenía en su vida. Gracias a
sus amigos podía soportarlo, eran todo lo que tenía, los que la levantaban, la
impulsaban a seguir, el motivo por el cual no rendirse… Eran su familia, esa
que le había faltado nada más nacer. Huérfana, sin parientes cercanos en los que
apoyarse. Seguro los habría, pero no los conocía. Fue sencillamente abandonada
en una iglesia.
Pasó muchos años abatida pensando en eso, en aquella
soledad, en aquel desamparo, hasta que llegaron ellos, y aunque es un recuerdo
que acude ocasionalmente, cada vez es más tímido y fácil de acallar.
Esa noche se suponía que era su cumpleaños, por eso estaba
especialmente entusiasta, excitada, en un frenesí histérico de celebración,
rabia y rebeldía donde se perdía, chocaba y rozaba en esa sala abarrotada y
ensordecedora…
Hasta que todo desapareció… Repentinamente la sala quedó
vacía, completamente oscura. Tan solo entraba el leve fulgor lunar de una
ciudad silenciosa, en la que sólo susurraba alguna lejana sirena o el rozar de
unos neumáticos sobre el asfalto. Quedó desorientada por unos momentos, no
entendía lo que pasaba, aturdida en su borrachera…
Poco a poco, lentamente, como le permitían los efluvios
alcohólicos, fue percatándose de lo que había sucedido. Era un apagón global,
el programa había dejado de funcionar y su discoteca se había vuelto a
transformar en una mediocre casa de pocos metros cuadrados, como si fuera una
irónica Cenicienta.
Se quitó el mono con los sensores que estimulaban el tacto y
sus gafas. Se lo quitó todo hasta quedar en ropa interior. Aquellas formas y
cuerpos que podía tocar, a los que hablaba, los que la miraban, se habían
marchado sin felicitarla siquiera…
Estuvo a punto de derrumbarse. Los apagones no solían darse,
pero a veces ocurrían, y la soledad la golpeaba con fuerza. Afortunadamente una
mirada distraída la salvó. Allí estaban ellos, sus verdaderos amigos, brillantes,
sensuales, tentadores, mirándola comprensivos. No dejarían que cayera.
Sonrió, se acercó a la bodeguita y cogió una de las
botellas. Acarició sus suaves curvas, la abrió lenta y lujuriosamente, con la
mirada anhelante, se la llevó a la boca, acariciando su abertura con la lengua.
Aquel licor la abrasó por dentro, como el buen amigo que era. La hizo olvidar.
Saciada su sed se abrazó a la botella y se tumbó en la cama.
Esa noche también dormiría acompañada.
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