No íbamos
desprevenidos. Tanto el personaje como el autor decían a voces que nos
enfrentábamos a una velada intensa, y nos daba la razón el estreno de Calígula
de Camus, dirigida por Mario Gas, en el festival de Mérida y en el Grec de
Barcelona del año pasado: Calígula es el vacío vital, el absurdo de la
existencia, el peso de la condición humana frente al colectivo, la lógica del
poder y sus límites, la relatividad de la moral, el imposible como anhelo, la
infelicidad, la certeza de la muerte.
Pongámonos en situación
Del personaje sabemos
mucho; no relataremos aquí todo lo que ponen las crónicas, sólo un poco, para
situarnos: Calígula (su verdadero nombre era mucho más largo, pero es más
popular por el mote que hacía referencia a unas sandalias militares que calzaba
de crío) fue el tercer emperador de Roma. Noble de casta (bisnieto de Augusto,
sobrino de Tiberio y de Claudio, que le sucedió en el trono romano) gobernó
sólo cuatro años porque le asesinó Quereas, miembro de su guardia personal (un
pretoriano del que se burlaba, y que también mató, ya puestos, a la mujer de
Calígula, Cesonia, y a su hija Julia Drusila, que lleva el nombre de su
hermana, la preferida de entre todas las relaciones incestuosas que mantuvo).
Esos cuatro años le dieron a Calígula para mucha sangre: mandó asesinar a
familiares, amigos, políticos…y fueron años marcados por grandes
excentricidades, pasando a la historia como un megalómano loco y cruel que
empleó el poder para satisfacer caprichos desmedidos. De hecho, eso es lo que
nos retrata la soberbia y mítica serie de la BBC “Yo Claudio” (1976), en
la que Calígula está interpretado por un jovencísimo John Hurt, o la película “Calígula”
de Tinto Brass (1977), en la que el personaje está interpretado por Malcom
McDowell.
El director, Mario
Gas, abunda en ese tono existencialista de este Calígula de Camus: “Calígula no es un perturbado ni un loco
histriónico. En la obra nos devuelve todo aquello de que la sociedad le ha
alimentado y destruye el orden establecido. Es una obra dialéctica, un estudio
del dolor, de las contradicciones y de la toma de conciencia, en un mundo
injusto desde el punto de vista metafísico, ideológico y político. Nuestro
Calígula, en su desesperación, piensa que comportándose con tiranía podrá ser
tan indiferente al sufrimiento humano como los Dioses lo son, y que el poder le
dará la libertad total. Así, aprovecha el poder que supone la posibilidad de
materializar un imposible. Pero se obsesiona con la búsqueda del absoluto e
intenta ejercer, mediante el asesinato y la perversión sistemática de todos los valores, una conseguida libertad que, finalmente, descubre que no es buena. La
obra nos habla de los caminos erróneos del poder, sus “renglones torcidos”, la
gélida certeza que produce la existencia al saberse finito e infeliz, el
sufrimiento incomprensible, la arbitrariedad brutal contra una casta corrupta,
(lo que entronca y abre algunas preguntas ante los crecientes totalitarismos
actuales a los que estamos asistiendo). Nos pone ante un monarca castigador que
persigue un imposible, la Luna, en una carrera que no puede ser más que
autodestructiva, y nos enseña la búsqueda implacable de un verdugo que deberá
acabar con su vida”.
La obra
Drusila ha muerto y Calígula vuelve
a palacio tras tres días desaparecido. Ante Helicón, y con una gran luna llena
como testigo, lamenta su pérdida y reclama querer tener “la luna en mis manos”, el imposible como razón de ser que supone el llegar a un total desapego de las
cargas que el sentimiento y las normas traen, para conseguir la libertad.
El consejo de Roma se reúne
inquieto ante las primeras manifestaciones del emperador, que cuenta con el
apoyo incondicional de Helicón y Cesonia, su antigua amante, que aún le quiere.
Calígula inicia una serie de enfrentamientos con sus senadores, les pone en
situaciones extremas, insultantes, les hace sufrir. Inflige medidas
despiadadas que empobrecen a su población porque (recita) “gobernar es robar”,
así que, para qué hay que ocultarlo con argucias… Promueve fiestas desfasadas
por explorar el placer, para equipararse a los Dioses, pero no disfruta.
Cesonia, en principio protegida por estar cerca del emperador, sucumbe en sus
manos ya que Calígula no se puede permitir ataduras. Habla con Helicón para
explicarle que se siente incomprendido, que no es un loco destrozado por la
muerte de Drusila, sino una mente lógica que somete a sus súbditos a toda clase
de horrores porque pretende demostrar el absurdo, la infelicidad y el dolor
interior, intentando liderarles en pos de un pensamiento superior. Pero,
desazonado, viendo que, al final, la libertad última implica la ausencia de los
otros y que eso es igual a la Nada, solivianta a sus pretorianos, al
frente de los que está Quereas, y, finalmente, éstos conspiran y le asesinan. Su
último grito es “¡Todavía estoy vivo!”
Un tirano en estado de gracia
No vamos a andarnos con rodeos:
Nos entusiasmó.
Una obra realmente intensa, que
nos atrapó ya desde la entrada en la sala, donde el original escenario nos
recibía. Inclinado, con arcos de una reminiscencia romana inmediata (la
ingeniería civil del imperio, el acueducto de Segovia, o el Coliseo, claro…) es
donde se desarrolló toda la obra.
Muy austera en cuanto al
atrezzo, hay que destacar el vestuario, ambientado en la actualidad, con trajes
de corte clásico (y muy blancos) para los cortesanos y un elegante mono para
Drusila (Mónica López), en blanco y luego el mismo modelo en negro. Una Drusila
elegante, seductora. Nuestro Calígula (Pablo Derqui) viste una dorada corona de
laurel que le inviste como emperador, y diversos trajes: blanco clásico,
smoking, un kimono o absolutamente nada porque, ¡oh sorpresa!, hay desnudo
integral masculino. Éste tiene lugar en un momento de la reflexión con Helicón,
tomando un baño (en un hueco logrado al extraer la “tapa” de uno de los arcos).
No es la única concesión al cuerpo, ya que la esposa de uno de los senadores a
quien Calígula reclama para su goce con el fin de vejarla públicamente y vejar
a su marido, es desprovista de la toga y asistimos a un buen masaje pectoral,
con la cara de sufrimiento que pedía el personaje y situación, y que
imaginamos fue bastante fácil lograr…
Uno de los momentos realmente
sorprendentes de la noche, fue la aparición de Calígula vistiendo un ajustado
mono y bailando con una expresividad corporal tremenda al ritmo de las canciones
de Bowie, y la aparición de Cesonia y Helicón ataviados con los trajes de “El
Joker", el malísimo de Batman, y “La Máscara", del inefable Jim Carrey. Maldad y
Megalomaía, vale, pero, personalmente, me pareció un tanto extraño y
chirriante.
Pero hablemos de Derqui,
verdadera alma de la obra. Un trabajo realmente regio. Intensidad y modulación
en todo momento (gritó sólo en determinadas ocasiones, lo que es de agradecer), rabia,
determinación, un tirano despiadado, pero vocalizando, con una dicción
impecable, con contención. Y una expresividad gestual y corporal espléndida (esas mandíbulas apretadas enseñando los dientes y esa mirada fiera…).
Bien López y Vert, pero lo
cierto es que Derqui se comía el escenario en todo momento.
Lo dicho al principio: nos gustó
y, caso de reposición, se impone tener entradas…
FICHA TÉCNICA
Dirección y dramatúrgia:
Intérpretes: Pablo Derqui (Calígula), Mónica López (Cesonia),
David Vert (Helicón), Pep Molina (corifeo), Ricardo Moya (corifeo), Borja
Espinosa (Quereas), Bernat Quintana (escipión), Pep Ferrer (corifeo), Anabel
Moreno (corifeo).
Escenografía: Paco Azorín
Iluminación: Quico Gutiérrez
Música original y espacio sonoro: Orestes Gas
Figurinista: Antonio Belart
Ayudante de vestuario: María Albadalejo
Sala: Teatre Romea; primera función 10 de
noviembre 2017
Producción: Coproducción de Teatre Romea, Festival
Internacional de Teatro Clásico de Mérida y Grec 2017 Festival de Barcelona
Por @MenudaReina
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