Llovía con parsimonia, el espeso manto de nubes grises
ejercía de paraguas evitando que los rayos del sol pusieran sus zarpas en la
paciente tierra, lo que ocurría intermitentemente, en una contradictoria
indecisión, cuando aquellas dejaban algún resquicio.
Algunas gotas quedaban colgando agónicamente en el regazo de
la letra C, intentando no caer al abismo, pero otras las abrazaban preñándolas
y condenándolas a precipitarse hacia el suelo para secarse y convertirse silenciosamente en
la nada. En la nada, como le ocurría lentamente al cuerpo tras el mármol que
observaba el hombre silencioso embutido en su oscuro abrigo.
Era un testigo impertérrito de todos esos ritos y
costumbres, de esos contrastes que él, tan ajeno a todo ello, parecía
representar en lo más hondo y secreto de su ser. Esa era la duodécima sepultura
que visitaba. La última que tenía que visitar ese día. Carlos ponía en la
lápida.
Llegaban atenuados por la hora y la lejanía los ecos de las
fiestas y desfiles a aquel lugar donde islotes familiares desperdigados
decoraban tumbas con velas y flores, en una de las muchas aparentes
discordancias de esas fechas. Jolgorio y duelo, alegría y hondo pesar por los
que ya no están, tétricas máscaras y siniestros maquillajes ocultando emociones en un ambiente donde el olor a tierra mojada se fundía con el de pan
de muerto recién hecho. La grisura que todo lo envolvía iría matizándose con la
nostálgica iluminación de las velas que comenzarían a prenderse sobre la
mayoría de las tumbas, pero en la lápida intensamente escudriñada por el hombre
silencioso no había adorno alguno.
A ellos nadie iba a velarlos nunca, nadie pensaba en ellos, nadie
los echaba de menos, y si alguna persona los recordaba seguramente creería que están
donde mejor podían estar. Su desaparición era como un suspiro en la intimidad de
un olvido, algo que solamente les importó a ellos mismos segundos antes de
perecer. Y a él.
En sus visitas a las ciudades donde debía trabajar, repartía
su tiempo perfeccionando los últimos detalles que ya tenía planificados de
antemano y visitando fielmente los mausoleos, cementerios o lugares apartados y
escondidos donde descansaban aquellos cuerpos. Acudir
a las tumbas de su pequeño ejército de muertos era también un ritual
contradictorio que él no podía ni quería evitar. Un ejército que cada año
aumentaba en número, que esa misma noche volvería a crecer.
Le gustaba la quietud, el silencio, la soledad de esos
lugares, que entroncaban perfectamente con su propio ser. Con su vida solitaria. Allí podía entablar el diálogo que en vida era imposible. Oírles,
escuchar sus quejas, sus reproches, los anhelos de esos seres interrumpidos
antes de tiempo. Nunca faltaba a su cita, pasara lo que pasase, con una
disciplina auto impuesta que tenía mucho de sacrosanta.
Allí, en cambio, ese diálogo se hacía más difícil, pero le fascinaba. En México visitaba
a doce de sus soldados, era el lugar donde más tenía, aunque los había por todo
el mundo. Sentía especial predilección por aquel lugar donde la inocencia más
genuina miraba de frente a la depravación más radical, donde parecía forjarse
la frontera de todo. La mayoría de aquellos soldados habían muerto de un
disparo, rápido, certero, como un susurro de despedida. Aquel ante el que
estaba había sido degollado.
No sabía nada de ellos, no quería saberlo, pero eran parte
de él, lo poseían, se apoderaban de lo más íntimo de su ser porque él quería
que así fuera. Lo necesitaba. Necesitaba demostrar su respeto, honrarlos en su
particular celebración para huir de la redención. En vida tan solo eran
documentos, dosieres, unas páginas frías, objetivas, muertas; una vez muertos
se le aparecían vívidos, como si aquel recipiente inerte se llenara de vigor,
de energía, de existencia. Sus fotos se transformaban de meros retratos a lo
que de verdad eran: un refugio donde se resguardan los recuerdos.
El cementerio se iba llenando poco a poco, ese lugar de
retiro, de reflexión, de temor, iba convirtiéndose en un sitio de reunión, de
alegría. De repente pareció salir de su ensimismamiento. Era el momento de
marcharse. Se dirigió a la salida mirando de reojo a uno y otro lado,
observando cómo las familias detonaban en los sepulcros y las tumbas una bomba
de colorido que florecía a su paso. La
lluvia había cesado, como si quisiera guardar respeto a la celebración pidiendo
al sol ya cansado que embelleciera la escena.
Se paró en la puerta, cerró los ojos y respiró hondo. Dejó
que el aire rejuvenecido entrara en él y lo expulsó lleno de su propia
putrefacción. Se palpó el lado izquierdo del pecho distraídamente para
comprobar que el arma estaba en su sitio. Ya estaba preparado para reclutar a
su nuevo soldado.
Me ha gustado muchísimo este relato. A ver q hacen los jueces de Zenda.
ResponderEliminarSuerte.
Bss
Me alegro mucho, Menuda! Espero les guste como a ti!
EliminarBesos!
Cuando un relato está logrado, llegas al giro final y tienes que releer algunos párrafos para comprender las pistas que el autor te ha ido dejando. Entonces todo cobra otro sentido y sabes que es un muy buen relato. He tenido que volver atrás y releer varios párrafos. ¡Suerte!
ResponderEliminarMe alegra de alegría que haya sido así y te haya gustado, Amiguete Lester. Un abrazo fuerte.
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