Veo a mi suegro por todas partes.
Mi suegro era un tipo raro, pero sobre todo siniestro. No
podía evitar serlo. Te miraba, bueno, me miraba, como si sospechara que fuera
un asesino en serie. Era de esas personas que siempre están vigilantes, que se
mueven con sigilo, que siempre tienes en la espalda al darte la vuelta. Yo
estuve con taquicardias desde la primera semana en la que vino a vivir con
nosotros.
No exagero. Al darme la vuelta, fuera lo que fuese que
estuviera haciendo, allí estaba él, a pocos metros, sin decir nada,
escudriñándome, apuñalándome con esa mirada oscura suya en la que parecía
querer hacer flotar algún objeto centrada en mi, justo antes de girarse para
marcharse de allí sin decir nada tras mi habitual sobresalto. Tanto es así que
esto creó en mí una psicosis, una obsesión con el paso de los meses, en la que
hacía todo asumiendo que él estaría allí. Cuando iba a salpimentar un filete,
ahí estaba él, cuando hacía zapping, ahí estaba él, cuando iba a darle un
travieso pellizco a mi mujer, ahí estaba él, cuando salía de la ducha, ahí estaba
él… Ahí. Ahí. Ahí.
Me parecía oírlo en todo momento, espiando, flotando por el
suelo, deslizándose entre las habitaciones por las noches, en el silencio
nocturno.
Vino a vivir hace un par de años con nosotros, tras enviudar
y padecer una grave enfermedad de la que salió airoso. Aceptó a regañadientes
ante la insistencia de mi mujer, y jamás se esmeró lo más mínimo en disimular
la antipatía que me tenía. Apenas me hablaba y mis patéticos intentos por
entablar conversación y procurar cambiar su actitud eran contestados con
confusos mugidos, gestos despectivos o silencios espectrales.
Solía dirigirse a mí indirectamente y siempre para despreciarme
o ridiculizarme delante de mis tres hijos con frases del tipo “no como vuestro
padre, que jamás ha cogido un arma”; “no como vuestro padre, que jamás ha
vivido una guerra”; “no como vuestro padre, que es un pendejo”…
Mi mujer decía que en el fondo me quería mucho, pero que él
era así con todo el mundo, algo arisco, poco dado a los gestos cariñosos, y
que, al fin y al cabo, debía sentir que yo le había robado a su pequeña… Esto
era completamente incierto, ya que se deshacía en amabilidad hasta con el
dentista al que le llevé para que le hurgara en sus caries y cada semana nos
obligaba a llevarle a la casa de su otra hija para ver los partidos con su “querido
yerno”.
Mi vida era maravillosa hasta que llegó. Renuncié a todo y
me quedé en México tras conocer a mi mujer en un viaje de trabajo. Todo iba
genial. Me integré casi de inmediato, no fue difícil entre esta gente que tiene
una pureza y franqueza espontanea, una acogedora hospitalidad que les sale con
absoluta naturalidad, en especial con los españoles. Estaba convencido de que
había tomado la mejor decisión de mi vida…
Él murió dos semanas antes del Día de Muertos. Nunca me he
alegrado de una muerte. Tampoco he entendido los rituales que se hacen aquí en
México sobre el tema, esos desfiles, esos disfraces, esa alegría, pero con la
muerte de mi suegro, y tras cumplir unos días de respetuoso duelo, me lancé a
las calles pintarrajeado hasta arriba para imbuirme salvajemente de todo aquel
espíritu, una espiral desenfrenada que me llevó de un sitio a otro de la ciudad,
contagiándome del tono festivo con el que viven estos días y que tan bien
encajaba con mi estado de ánimo en aquel momento. En la muerte me sentí más
mexicano que nunca.
Me sentí rejuvenecer. Viví para gozar. La vida era bella,
volvía a sonreírme. La paz regresó a mí, comencé a sentirme dueño de mi casa
otra vez, volvía a estar relajado, a gusto en mis zapatos. Todo fue
extrañamente rápido, sin apenas tiempo de adaptación, como si mi cabeza
hubiese eliminado a aquel hombre automáticamente, como un mecanismo de defensa. Hasta
hace unos meses.
Ese fatídico lunes había trascurrido con la acostumbrada
placidez, pero a las nueve de la noche todo empezó a fluir a cámara lenta. Los
pasos de mi hijo de siete años entrando en el salón, el balón botando
parsimoniosamente, su cara tornándose agresiva y delatando sus intenciones, su
postura imitando a Cristiano Ronaldo, su golpeo sin contención ni mesura, la
maquiavélica trayectoria que cogió aquel balón, el impacto con la urna de
porcelana donde descansaba el abuelo, el nuevo impacto de la urna contra el
suelo para resquebrajarse en un montón de piezas desperdigadas que ya no
atrapaban nada, la ceniza flotando por todos lados, dirigiéndose a todas las
habitaciones por culpa del ventilador y las ventanas abiertas para facilitar
las corrientes que nos refrescaban este veranito…
Mi mujer se quedó perpleja, sentada con la boca abierta
mientras las cenizas se le impregnaban en las cejas y el rostro y le encanecían
el cabello… se le echaron encima 30 años de golpe a la pobre.
Yo me sacudía en escrupulosos espasmos, como si me atacara
un furioso enjambre de abejas, mientras el niño se carcajeaba histérico viendo
revolotear a su abuelo por las estancias.
No he vuelto a dormir. Creo que me vigila por todos los
rincones, que está presente en todas las habitaciones. Cuando abro los ojos veo
los suyos en el techo, en las paredes, cuando me ducho lo veo salir del desagüe,
no puedo acercarme a mi mujer porque sé que me observa…
Desesperado, he propuesto a mi mujer que nos mudemos, pero
ella ha dicho que ahora nunca podría abandonar aquel hogar, sabedora de que su
padre se ha fundido con él… Y aquí estoy, de inquilino en la casa de mi
suegro, que finalmente ha conseguido apropiarse de ella.
Genial........sin duda muchos hemos tenido un suegro así.
ResponderEliminarUn saludo
Gracias, Víctor, me alegra que te haya gustado. Un saludo
EliminarBuenísimo, mucho clima y te lleva a leerlo entero... Saludos 🙋
ResponderEliminarMuchas gracias, JLO! Es un placer leer esto! Un saludo.
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