Fue un flechazo que me lanzaste, porque fuiste tú la primera
que miraste. Éramos dos pasiones enfrentadas destinadas a encontrarse, a
mezclarse en una corriente de pasión, lascivia y amor.
Éramos tan iguales y tan distintos, éramos polos opuestos e
islas tropicales idénticas. Tú eras levante y yo poniente, chocando con
desenfreno en el estrecho, en el auge de nuestras fuerzas, siempre al acecho.
Me hacías flotar como yo te hacía volar, fluíamos sin darnos
cuenta, surcábamos todos los cielos y racheábamos nuestra felicidad en mares y
playas de consuelos.
Eras huracán que se deshacía en tormenta tropical y
agradable céfiro, yo un remolino inconstante y soberbio. No había lugar para la
frialdad, todo era fuego avivado por un fuelle visceral de irremediable fugacidad,
llamas que prendían a la orden de nuestro silbido, que no cesaban ni con el más
intenso de los soplidos. Danzábamos como el bochorno veraniego, cálidos, húmedos,
pegados, saturados de placer sin sosiego…
Y fuimos cambiando. El eterno siroco que me trajiste, el
interminable lebeche lleno de polvos, lluvia y tormenta que compartí contigo, ambos
a lomos de un inmenso verano sin castigo, se transformaron en los amansados
efluvios traídos por mi ábrego y tu aura. Nos sumergimos en una fina brisa de
fragancias sosegadas, que hacían ondear la agradable estabilidad de la
confianza e intimidad plenas y conquistadas.
Se hizo evidente que era una ficción. Lo nuestro era un
torbellino, juntos éramos un vendaval, por lo que vivir en un anticiclón sólo
podía llevar al mal. La inquietud nos agobiaba, porque la tranquilidad y el
sosiego nos asfixiaban. Necesitábamos el temporal para vivir, para existir
juntos, porque en la marejadilla nos aburríamos, nuestros pulmones no podían
esperar a inflar las aguas para bailar en las olas sin descansar. Lo nuestro no
es ser calmos, es ser ventosos.
Éramos choque, glorioso choque, éramos borrasca y ventarrón
para forjar el recuerdo, por lo que nos esmeramos en llamar a la galerna y al
caos, a la pelea y la disputa, para sustituir el hastío con la bronca, la
trifulca y el lío.
Y el fuego y las llamas cedieron al frío y el hielo. Todo se
congeló y endureció, la indiferencia nos mató, en los huesos el cierzo penetró
y todo se apagó. Los miembros no responden y el corazón, sin que le insuflen calor,
perece ante el aliento gélido de la aversión, del desprecio y la falta de ardor.
El invierno del querer nos asoló, nuestras corrientes se
cruzaron y enfrentaron, se mezclaron y saciaron, pero irremediablemente
siguieron sus opuestos caminos siguiendo a la propia naturaleza. La tramontana llegó
al alma sin compasión arrasando todo aquello que nos avivó, eso que no supimos
retener y que el viento se llevó.
Llantos de ventisca y luego de lluvia fina que derritieron
el hielo de la aflicción y el desconsuelo sin consideración, para forjar a fuego
cierto un amor y un dolor para el recuerdo que queda impuesto. Porque algunas
relaciones duran mucho y otras… se recuerdan más.
¿Qué fue de aquel faro imperturbable que contemplaba las
tempestades? ¿Y de aquel tornado, de aquel ciclón y de aquel tifón?
Si fuera tan fácil olvidar como desfigura el viento y alisa
el mar las huellas dejadas en la arena al pasar…
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