La presentación de Alma y de Woodcock marca el contraste
entre ellos. La cálida iluminación en claroscuros de ella hablando de la
exigencia de él, se contrapone con la claridad de neutros blancos en las que el
modisto procede a su concienzudo acicalamiento. Pronto se hace evidente que
ella es emotiva, mientras que él es frío y cerebral, como su hermana.
Una cuidadosa metodología que se extiende a esa prestigiosa
casa de modas y a Cyril, la hermana de Woodcock. Abriendo ventanas, preparando
las estancias, las trabajadoras llegando y disponiéndose para trabajar
poniéndose sus blanquísimos monos blancos… todo con un exquisito orden y
limpieza. Aséptico.
Él es un hombre ligado a la ropa, a la moda, como se
escenifica en esa etiqueta de la firma “Woodcock” siendo cosida a una prenda,
un momento evidentemente simbólico.
Reynolds Woodcock siente o manifiesta su mundo interior a
través de sus prendas, es la única forma en la que sabe hacerlo. La vivencia
interiorizada de ese exigente modisto, que ve sus creaciones casi como a sus
hijos, que sufre con ellas y por ellas, que siente alivio cuando el resultado
le complace, que sabe que ese sentimiento es capaz de transmitirlo a las
clientas que portarán sus vestidos: ”Siento que me da valor”. Una introspección
auténtica, sincera, genuina, perturbada también, una necesidad de intimidad, de
protección, de amor, que sólo se filtra a través de sus obras, sus hijos, donde
su sentimiento es reconocible… hasta que llega Alma.
Una de las escenas vertebrales del film, que particularmente me fascina, hipnotizadora, es la de la prueba de vestuario que le hace Woodcock a Alma el día de su primera cita. Es un momento casi mágico, un acto de posesión y de seducción a la vez. La escenificación perfecta de la tesis, de la manifestación y exposición de sentimientos de Woodcock a través de la ropa, la única forma en la que es capaz de hacerlo hasta ese momento. Prueba de vestido, elección de colores, formas más adecuadas para la prenda, medidas… en una escena de más de cinco minutos en la que apenas hay palabras y la música tremendamente sutil que cesará a la llegada de Cyril. Mimo, labor, detalle, el rostro de una chica halagada y complacida de recibir semejantes atenciones, que ya ella entiende como actos de amor. Un Daniel Day-Lewis sencillamente inconmensurable que atrapa la mirada del espectador. Una chica de rostro bergmaniano.
Esa sutil música sugiere el vínculo que se está produciendo,
que se interrumpe con la aparición de Cyril, un elemento perturbador e inquietante,
que cambia el rostro a Alma, pero que pronto se sobrepondrá. La música
reaparece en el final de la escena con vigor, de hecho.
Una de las escenas que mejor escenifican ese proceso, aún no
consumado, de mutua complementación y la vivencia interior de Woodcock a través
de sus creaciones, es esa set piece con el interesante personaje de Barbara
(Harriet Sansom Harris), una acaudalada cliente con la que Woodcock tiene
ciertos compromisos, que es depresiva, borracha, rica, vulnerable, acomplejada
y autoconsciente. Haciendo gala de todo ello, montará una escena en su fiesta
de boda con uno de los trajes de Woodcock, lo que hace sentir al modisto falto
de dignidad y ofendido por el maltrato a una de sus obras, uno de sus hijos.
Será Alma, haciendo gala de la comprensión explicada, la que tan ofendida como
él, le haga recuperar su dignidad: “Ella no lo merece”. Alma entiende que aquel
vestido no es una mera prenda, sino parte de él mismo, que está siendo
despreciado y poco valorado.
“No puede comportarse así con un vestido de la Casa
Woodcock”.
Subyace aquí la idea de que el lujo y la distinción es el
rasgo distintivo de la civilización, de la humanidad, del progreso. Es un acto
que devuelve la dignidad a Woodcock, de ahí su arrebato hacia ella en la calle,
ese apasionado beso. Comprende que le comprenden. Pero es sólo un proceso,
porque no contestará al “Te amo” de Alma, aún no… Para ello habrá que esperar a la escena analizada al inicio del análisis.
“… y yo me ocupo de los vestidos, manteniéndolos a salvo del
polvo, de los fantasmas y el tiempo”.
Particular clasicismo.
Paul Thomas Anderson es uno de los mejores y más brillantes
directores modernos, también de los más personales y menos comerciales,
poseedor de un estilo particular que ha ido variando a lo largo de los años, con
un clasicismo críptico fascinante.
En sus comienzos su estilo era vigoroso, dinámico, nervioso
incluso, con la referencia de Scorsese muy presente, incluso de Tarantino,
cuando se pusieron de moda las fragmentaciones narrativas tarantinianas.
Epopeyas que retrataban épocas y entornos con repartos corales y movimientos de
cámara grandilocuentes: “Sidney” (1996), “Boogie Nights” (1997), “Magnolia”
(1999). Pero poco a poco esto fue cambiando, y manteniéndose fiel a su estilo,
respetando incluso sus primeras referencias, fue añadiendo otras y depurándose
hacia un estilo mucho más sobrio, pausado, clasicista y codificado: “Embriagado
de amor” (2002), “Pozos de ambición” (2007), “The master” (2012), “Puro vicio”
(2014).
Curiosamente aquí aparece una especie de fragmentación con
ese final donde se mezclan flashbacks con flashforwards, con el futuro que será
o podría ser…
Aquí nos cuenta la historia de un fantasma oculto, como bien
insinúa el título original, el hilo invisible con el que está cosida la
psicología del protagonista, un fantasma que es el mensaje oculto en un
dobladillo en la personalidad de Reynolds Woodcock, como los que él deja en sus
vestidos en un juego que remite a su misma infancia. El hilo invisible que lo
une a su madre. Veremos mensajes ocultos como “Alma” y “Nunca maldito”.
Y es que las relaciones paterno-filiales son uno de los
temas que más interesan a Paul Thomas Anderson. Son relaciones enrarecidas,
disfuncionales, problemáticas. Unas veces con padres biológicos, otras con
relaciones paternales sobrevenidas o impuestas, pero todas conflictivas.
Anderson recurre a un sobrio estilo clásico, como el que adorna a sus últimos títulos, de ritmos pausados y largos planos secuencia. Aquí además añade una pulcritud, elegancia y delicadeza en todo en perfecta coherencia con el estudio psicológico de sus personajes y sus entornos. Una dirección sensacional, donde no se da puntada sin hilo, insisto, donde vestuario y decorados van en perfecta integración con la psicología de los personajes, donde los movimientos de cámara siempre tienen una lógica, donde la blancura que lo inunda todo recalca la asepsia que se irá resquebrajando, contrastando con esos interiores en penumbra que rezuman humanidad y sentimientos. Esos planos donde divide el encuadre con elementos del decorado o a través de desenfocados, manteniendo nítida la otra parte, unas veces en primer plano, otras en segundo, ese travellings o zoom que se acerca significativamente a los personajes o rodean una mesa de trabajo retratando con ello las emociones, los sentimientos y, sobre todo, los pensamientos de los personajes…
Como Scorsese, dota del ritmo y estilo necesario que
requiere la historia, aquí como si fuera su particular “La edad de la
inocencia” (Martin Scorsese, 1993), una referencia que el cineasta no ha
perdido.
Pero además, en esta ocasión ha decidido alterar los
conceptos de otros grandes clásicos a los que rinde especial tributo.
Creeremos que Cyril es una especie de reencarnación de las
viejas amas de llave hitchcockianas, una malvada obsesionada con su ser querido,
de forma platónica, oculta, incapaz de mostrarla, por lo que conduce sus
afectos a través del trauma, la maldad o la psicopatía. Pero no será así. Ella
es un reflejo de lo que fue su madre, protege a su hermano, quizá erróneamente,
da la cara por él sabedora de su incapacidad, pero su afecto es sincero, tanto
a él como a las chicas que lleva como musas, especialmente a Alma, de la que lo
verbaliza explícitamente. Es uno de los momentos que más me sorprendió, la
declaración de Cyril manifestando su cariño por Alma.
Incluso aceptará las peticiones de Alma aunque, sabedora de
que no irán por buen camino, sean desaconsejables, por ejemplo la mencionada
cena que prepara Alma. Cyril se opone de inicio, pero no por maldad o para
ningunear a la chica, sino porque conoce a su hermano y sabe de la perturbación
que le causará.
Su retrato, desde el inicio, con esos impactantes planos
frontales, es casi fantasmagórico (detalles como cerrar una puerta que se abre sola, el humo que la envuelve en contrapicado en la
celebración a la que asiste Henrietta, una cliente que interpreta Gina McKee),
siniestro y pulcro, donde la vemos ordenar y adecuar todo en la casa. Y además
posee un olfato de sabueso extraordinario…
Lo mismo ocurre con Alma, que parece se convertirá en una
perturbada asesina por los desplantes de su amado, cuando lo que hará en
realidad es un gesto de amor para afianzarlo.
Las referencias a Hitchcock se han centrado en “Rebeca” (1940),
pero en realidad tiene más en común con “Atormentada” (1949), sin que
signifique negar a la otra.
Anderson convierte esta “El hilo invisible” en una especie
de reverso tenebroso de “My fair lady” (George Cukor, 1964), haciendo gala de
ese referencial y peculiar clasicismo suyo. Además, no sé por qué, pero esa
relación con la “Rebeca” hitchcockiana, de alguna manera me llevó a Jane Eyre
de Charlotte Brontë, guardando todas las distancias.
La concepción de melodrama clásico, en toda la extensión del
término, música más drama, de exquisitas formas y sentimientos que bullen
soterrados, muy al estilo Visconti (“El inocente”, de 1976, por ejemplo),
también nos remiten al mejor Sirk, sobre todo en el uso de las escaleras, que
me lo ha recordado.
El rostro de Vicky Krieps, que encarna notablemente a Alma,
es realmente bergmaniano, referencia que no sólo se queda en esto,
especialmente si recordamos la idea fantasmal que tiene la película y la
aparición que analizamos con anterioridad (“Fanny y Alexander”, de 1982, por
ejemplo). Además, la fastuosa blancura remite estéticamente en cierta medida a la
dreyeriana de, por ejemplo, “La palabra” (1955).
Es interesante el uso de la música, muy presente en muchos
momentos del metraje, hasta el punto de que a algunos les parece abusiva. Puede
entenderse como un recurso para cubrir momentos de transición, pero en realidad
es algo más, ya que está relacionado también, como todo en la película, con el
aspecto psicológico de los protagonistas, especialmente Woodcock. Cuando su atención
se centra en algo que no es su trabajo, la música suele cesar, mientras que
inunda los altavoces cuando vive en esa burbuja de protección y ficción de
felicidad, cuando se dedica al trabajo obsesivamente… Casi siempre es piano o
violín, como señales de que los pensamientos y sentimientos los embargan,
distraen de lo demás.
Anderson tenía la ambición de que se contara la película a
través del vestuario, que representara el estado psicológico de los
personajes, encargo que acometió Mark Bridges. Es por ello que resulta
interesante seguir los pasos del vestuario y sus colores. Esos trajes más
ampulosos cuando ella se siente glamurosa, esos más modestos y oscuros cuando
se confunde entre las chicas costureras, cuando no se siente especial, esos a medio
camino de colores cambiantes cuando destaca y se siente poderosa o pasional,
con rojos intensos o encajes… Es fascinante el trabajo que, desde luego,
debería ser oscarizado. Por eso los trajes y tonos de Cyril son tan sobrios y
estables, por ejemplo. Por eso la mencionada escena de la prueba de vestuario no define aún ningún vestido.
Por lo demás, hablemos de Daniel. Otra vez sublime. Sus
transformaciones sin que apenas se note o no sepas descifrar en qué consisten
son pura magia, porque lo que sí ves es que son personajes radicalmente
distintos a los otros que ha interpretado. Es algo que lograba también el
recientemente fallecido Philip Seymour Hoffman, pero que Daniel Day-Lewis lleva
a una perfección y depuración inauditas. El actor sin tics, perfecto.
Muchos se preguntarán que habrá hecho para preparar este
papel, uno de los alicientes de cada trabajo del actor. Pues se documentó en el
museo de Arte Metropolitano estudiando de primera mano los trajes diseñados por
los mejores modistos, además de aprender a coser con Marc Happel, que es el
diseñador de vestuario del Ballet de Nueva York.
"Le enseñaron absolutamente todo, empezando por lo más
básico, antes de pasar al corte, a las medidas y a las pruebas. Al final
demostró lo que había aprendido copiando a la perfección un traje de Balenciaga".
Como guinda, se propuso copiar a la perfección un traje de
Balenciaga… cosa que hizo, pero, eso sí, dijo que le había costado mucho a
pesar de su aparente sencillez… ¡Qué le costó, dice, el angelito!
"El vestido de Balenciaga era muy simple. O al menos lo parecía hasta que tuve que averiguar
cómo hacerlo y me di cuenta que era increíblemente complicado. ¡Dios mío! No hay
nada más bello en las artes que algo que parece simple. Y si intentas hacer
cualquier maldita cosa en tu vida, sabes cuán imposible es conseguir esa
simplicidad sin esfuerzo".
“El hilo invisible” es una de las películas que menos
gustarán a la mayoría, pero la más redonda y perfecta. Está dedicada a Jonathan
Demme.
Sin lugar a dudas una brillante interpretación de Daniel Day-Lewis, imperdible cinta aunque solo sea por el trabajo de su protagonista.
ResponderEliminarHemosVisto!
Brillantísima, Joan, pero no sólo por eso, ni mucho menos, no sólo por eso, aunque también por eso, por supuesto jejeje.
EliminarUn abrazo fuerte.