martes, 3 de noviembre de 2015

Crítica: HAN HECHO DE MÍ UN CRIMINAL (1939)

BUSBY BERKELEY










Buen título con el estupendo John Garfield como protagonista, uno de los grandes duros del Hollywood clásico, uno de los iconos del cine negro. Además interpreta a un boxeador, algo que no le es precisamente ajeno ni en su vida real ni en la interpretativa. Garfield tuvo que abandonar el boxeo por un problema cardiaco, pero en el cine interpretó a varios boxeadores, siendo su trabajo en “Cuerpo y alma” (Robert Rossen, 1947) el más recordado.

Aquí interpreta a un joven boxeador campeón del mundo y aparente modelo de conducta que en una noche de borrachera desvela su realidad de vicio, alcohol y mujeres a un reportero. Tratando de evitar que se filtre la noticia su manager matará accidentalmente al periodista, pero inculpará a su “protegido”, Johnnie (John Garfield), iniciándose una huida desesperada para evitar su detención.

Los personajes quedan definidos a la perfección desde el inicio y a velocidad de vértigo, desde la mezquindad de los secundarios que sólo aparecerán en este comienzo a los dos protagonistas de la función, el policía interpretado por Claude Rains y el boxeador encarnado por John Garfield.



El detective Phelan (Claude Rains) tiene un pasado traumático, puesto en el punto de mira por un caso en el que se equivocó con un detenido que se descubrió inocente una vez fue ajusticiado. Sus intervenciones serán en un buen número de ocasiones conflictos con el inspector de policía que manda sobre él. Johnnie (John Garfield) es un boxeador que tiene ganada a la opinión pública por su humildad y formalidad, un chico deportista, campeón del mundo, amante de su madre, que no bebe, ni fuma, ni va con malas mujeres, pero que descubriremos como una simple fachada para aumentar su popularidad, ya que no puede ser más golfo. Toda esa fachada queda simbolizada en un objeto, el reloj que se supone regalo materno. Johnnie es un cínico y un descreído, no cree en la verdadera amistad, y en su prejuicio piensa que todo el mundo se le acerca por su éxito y dinero, por interés, que todos son unos chupones. Su viaje de madurez tras la pesadilla le llevará a valorar lo importante, a asumir que lo material es secundario y descubrir las bondades y generosidades humanas.


Un borracho irónico sirve de presagio a esa fachada en la primera secuencia, un buen detalle que casi pasa inadvertido.

La película va como un tiro en el inicio, un ritmo trepidante, casi frenético, donde suceden multitud de cosas en tiempo récord. La habilidad, calidad y facilidad narrativa del cine clásico. Dando toneladas de información en el mínimo tiempo posible. Este ritmo desenfrenado no sólo radica en los ágiles movimientos de cámara, con magníficas panorámicas y travellings, sino en la propia puesta en escena en el interior de los encuadres, con mucho movimiento de los personajes en los mismos. 20 minutos francamente vibrantes, vertiginosos.




Hay torpezas en este inicio también, como esa absurda teoría de Phelan sobre diferenciar a las personas por sus movimientos, un argumento contradictorio que sólo se lanza como cebo para utilizarlo posteriormente y justificar avances en la trama.

En la escena que desencadena toda la trama hay también ciertas torpezas. No es necesario el subrayado verbal para que el reportero se entere de lo que allí sucede, lo ve con sus propios ojos. Más artificial resulta que se desvele que ese hombre que llega es reportero, cosa que se pretende justificar con que la “chivata” está borracha, pero el hombre podría haberse escaqueado de semejante problema con un poco de inteligencia.







El golpe con la botella que el manager propina al periodista y que acaba mal es evidente que no resulta suficiente para matar a alguien. Observad como el reportero coge el sombrero, amaga con ponérselo y se lo quita justo a tiempo para recibir el golpe fatal. De hecho, en esta escena todos quedan inconscientes repentinamente y de una forma increíble, sencilla y extraña. Sólo habrá un cabo suelto, la amiga borracha. Todos mienten: Johnnie con su fachada, el manager buscando librarse de toda culpa inculpando a Johnnie... Nuestro protagonista pronunciará unas premonitorias y a la vez condenatorias palabras a su manager, mostrando su carácter desconfiado. Unas palabras que se cumplirán poco después, cuando el manager se marche con su dinero y su novia (Ann Sheridan), antes de tener un fatal accidente cuando huían juntos de la culpa.



El reloj materno de Johnnie será el objeto que le sitúe en la escena del crimen y le inculpe.





Un mundo despiadado buscando redención.

La desconfianza de Johnnie parece encontrar justificación en todo cuanto le rodea. Mientras le iban bien las cosas todos le doraban la píldora, pero cuando la situación se tuerce todos buscan aprovecharse o pisotearle sin piedad. Su manager, su novia… y su abogado. La solución de este último a sus problemas es cambiar de identidad y que huya. Un abogado predispuesto a traicionar y sacar todo el dinero posible a Johnnie, 10 mil dólares para ser exactos, a cambio de acceder a sacar el dinero de donde lo tiene y de una dirección. Un robo sin armas. Una traición que se cumplirá, quedándose con todo el dinero de Johnnie menos 250 dólares para que huya.


Phelan, por su parte, piensa que Johnnie no murió en el accidente de coche ya que el reloj estaba en una mano distinta (el cuerpo del manager es irreconocible y se le confunde con el boxeador), por lo que iniciará una investigación a pesar de las burlas de su superior y compañeros. De nuevo el reloj clave en la trama. La escena entre Phelan y el inspector jefe en el despacho de éste presenta ciertos defectos formales de continuidad desde el montaje.


Johnnie inicia así un viaje como falso culpable vagando por el país, haciendo caso a los consejos del abogado, cambiando de aspecto (ridículamente, ya que sólo se deja crecer la barba un par de días), y de actitud, manifestado en su renuncia a pelear, asunción de ese cambio, incluso aunque signifique perder el dinero que le quedaba. Un paria inocente.










Paraíso redentor.

El director Busby Berkeley, habitual del género musical, retrata una América aún deprimida, llena de agricultores endeudados, chicos problemáticos, reformatorios y miseria. Una granja de dátiles será el lugar donde Johnnie buscará redimirse, un lugar al que llega por puro azar. Destino bondadoso. Un cínico camino de redención tras conocer a una abuela y una chica altruistas.



Es una clara desviación de guión, una estructura bastante dispersa, mucho más que la de “Único testigo” (Peter Weir, 1985) con la que podría entroncarse. Allí la narración se centrará en la relación de Johnnie con unos chicos conflictivos que trabajan para una atractiva joven, Peggy, y la madre de ésta. Una relación con inicio complicado pero que acabará creando vínculos irrompibles. Todo salpicado con interludios de suspense con la búsqueda de Phelan.

Estos chicos son los “Dead End Kids”, un grupo de chavales que tuvieron cierta fama en su época y rodaron algunas interesantes películas, como la que nos ocupa o “Callejón sin salida” (1937) de William Wyler.

Johnnie demostrará toda su prepotencia, altanería y orgullo, lo que genera problemas pero a la vez resulta atractivo, especialmente a los chicos a cargo de las mujeres dueñas de la granja, donde el hermano de Peggy está incluido para reformarse. Johnnie será una especie de pervertidor, lo que podría resultar contradictorio, pero a través de esas licencias se supone encauza a esos chavales, que ven en él a un líder, un referente, una figura paterna.



La primera escena problemática que escenifica la supuesta mala influencia de Johnnie la tenemos con el torpe robo de Tommy (Billy Halop) a su hermana Peggy.


La relación de Johnnie con Peggy (Gloria Dickson) resulta menos convincente que la de éste con los chicos, fascinados por su “pose canalla”. Es lógico que la chica busque un novio en la soledad de aquella granja, pero los malos modos y los bruscos intentos de Johnnie sobrepasándose hacen de esa relación algo poco creíble. Las reticencias de ella son lógicas, su repentino cambio menos. Rechazará los impulsos pasionales de él dos veces, pero aceptará el tercero en un repentino cambio sin lógica ni sentido. Falta progresión dramática en la relación, no se aprecia. Un tercer beso aceptado cuando peor estaban las cosas entre ellos, tras el conflicto creado por el retraso de los chicos al quedar atrapados en el depósito de agua.


Ella manifestará que ve un gran corazón en Johnnie, algo que no pongo en duda, pero los hechos que se supone lo demostrarían debieron ser elípticos, porque nosotros no los apreciamos. En el viaje en coche hacia la ciudad hablarán de hacer el amor con sinceridad, en lo que es una buena transgresión para la época. Eso sí, ella deja tan embelesado a Garfield que éste apenas mira la carretera… Ella parece saber o haber oído algo del pasado de Johnnie, pero es un aspecto que tampoco queda claro en la indefinición de esta relación.

Puede ser comprensible el enamoramiento de esta solitaria chica con el transcurrir del tiempo, pero no se aprecia. El exacerbado dramatismo en la separación final chirría por no haberse elaborado ni desarrollado bien dicha relación.




El boxeo, un clásico en el cine negro y el deporte más cinematográfico que existe, será el camino de la redención para Johnnie y los chicos. Le entrenarán y se apuntará a un combate. La mayor obsesión de Johnnie será mantener el anonimato, por ello procurará evitar fotos, generando extrañeza entre los chicos.



Una de las escenas más reseñables y destacadas de la película es la del depósito de agua donde Johnnie y los chicos deciden bañarse. Una escena de buen suspense, simpática e interesante, pero ciertamente absurda. Aparte de ser una digresión que aporta poco no convence la forma en que se ven sorprendidos, inmóviles cuando se percatan de lo que ocurre, reaccionando cuando ya no llegan al borde del depósito. Un suspense forzado. La evasión resulta escapista y poco clara en realidad, con una elipsis.


La película se frena en su ritmo de forma marcada, con numerosas digresiones gratuitas para exhibir a los “Dead End Kids” y perderse en escenas que no aportan nada narrativamente, ni siquiera convencen como desarrollo de relaciones. Una de las digresiones más evidentes la tenemos con el absurdo truco que los chicos se inventan para robarle una cámara de cine a otro chico, sólo con el objetivo de venderla para regalar unos guantes a su admirado Johnnie. Aunque la partida de póker es divertida, resulta gratuita. Una elipsis desvela la resolución de la escena.





No hemos tardado mucho, ¿verdad, cariño?” Resulta sorprendente que los padres del desvalijado chaval hablen en serio.

Habrá más de estas escenas digresivas con los chicos, por ejemplo antes de los combates en la parte final.

En la ciudad gozaremos de un pequeño cameo de Ward Bond y un lucrativo combate tentará a Johnnie, que decidirá apuntarse. Claude Rains reaparece en la narración por fin, cuando ya estamos cercanos a la hora de película. No sabemos a qué se ha dedicado en todo este tiempo, pero la foto que sacaron a Johnnie entrenando a los chicos en un ring dará impulso a su investigación. Una foto conflictiva, como se preveía.





Es bastante emotivo el momento donde Johnnie conversa con otro boxeador que se apunta al combate en la ciudad, un boxeador amateur que pelea porque va a tener un hijo y con el dinero podría darle lo necesario tanto a él como a su mujer. Por el contrario tendremos trucos de guión como ese momento en el que Garfield descubre a Rains husmeando. Un descubrimiento necesario para generar el conflicto final, por otra parte.


Así Johnnie se ve obligado a sumergirse en una espiral de mentiras, ya que pelear le descubriría ante Phelan, por lo que debe mentir a Peggy y decepcionar a los chicos. Sólo conservará la confianza de Tommy. Esa confianza será la que le haga rectificar. En esta parte Garfield hace un buen trabajo en su rol, camino de su redención, que también tendrá un obligado componente religioso con la foto del cura que tanto ayudó a Peggy. Johnnie entrenará para poder boxear con la derecha y así pasar inadvertido (él es zurdo).




El combate de boxeo resulta bastante previsible. El rol que se le da al boxeador malote resulta paródico y estereotipado, batirá fácilmente a los dos primeros boxeadores que luchen contra él, uno de ellos el futuro padre, al que se le da bola como coartada sensiblera, pero con Johnnie sabemos cómo transcurrirá todo. Nuestro protagonista comenzará perdiendo, por boxear con la derecha, pero recurrirá a su mano buena para decantar la pela a su favor finalmente, delatándose. Lo sorprendente será que finalmente perderá la pelea, tirando por tierra la supuesta previsibilidad. La visceral abuela resulta divertida.




Phelan también se redimirá en el final, primero guardará la mascarada de Johnnie ante Peggy y sus mentiras y luego tendrá el acto generoso definitivo dejándole libre, compensando aquel error de su pasado, dejando libre a un hombre inocente. Un cambio algo forzado, sobre todo en alguien que buscaba reivindicarse ante sus superiores.



Un Phelan que califica de “santo" a Johnnie, pero sus diagnósticos no parecen muy acertados. Él, con su decisión final, sí parece un santo.

Las escaleras tendrán importancia en momentos significativos: en unas se despedirá la pareja enamorada, otras ayudaron a salir a todos del depósito de agua, y una tercera posibilita el encuentro de Johnnie con Tommy y evita su fuga al poco de llegar a la granja de dátiles. El final será en otro escenario simbólico de transición, un tren y sus vías.





Es una película correcta, con un soberbio inicio de puro cine negro, que va de más a menos, tornando en un convencional melodrama de buenos sentimientos tras esa primera media hora, pero que logra mantenerse en pie. Una película que recordará a obras maestras como “Soy un fugitivo” (Mervyn LeRoy, 1932), “Callejón sin salida” (William Wyler, 1937) o “Ángeles con caras sucias” (Michael Curtiz, 1938), lo que no está mal.


Se trata de un remake de “Su última pelea” (Archie Mayo, 1933).




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