Buen título con el estupendo John Garfield como protagonista,
uno de los grandes duros del Hollywood clásico, uno de los iconos del cine
negro. Además interpreta a un boxeador, algo que no le es precisamente ajeno ni
en su vida real ni en la interpretativa. Garfield tuvo que abandonar el boxeo
por un problema cardiaco, pero en el cine interpretó a varios boxeadores,
siendo su trabajo en “Cuerpo y alma” (Robert Rossen, 1947) el más recordado.
Aquí interpreta a un joven boxeador campeón del mundo y
aparente modelo de conducta que en una noche de borrachera desvela su realidad
de vicio, alcohol y mujeres a un reportero. Tratando de evitar que se filtre la
noticia su manager matará accidentalmente al periodista, pero inculpará a su “protegido”,
Johnnie (John Garfield), iniciándose una huida desesperada para evitar su
detención.
Los personajes quedan definidos a la perfección desde el
inicio y a velocidad de vértigo, desde la mezquindad de los secundarios que
sólo aparecerán en este comienzo a los dos protagonistas de la función, el
policía interpretado por Claude Rains y el boxeador encarnado por John
Garfield.
El detective Phelan (Claude Rains) tiene un pasado
traumático, puesto en el punto de mira por un caso en el que se equivocó con un
detenido que se descubrió inocente una vez fue ajusticiado. Sus intervenciones
serán en un buen número de ocasiones conflictos con el inspector de policía que
manda sobre él. Johnnie (John Garfield) es un boxeador que tiene ganada a la
opinión pública por su humildad y formalidad, un chico deportista, campeón del
mundo, amante de su madre, que no bebe, ni fuma, ni va con malas mujeres, pero
que descubriremos como una simple fachada para aumentar su popularidad, ya que
no puede ser más golfo. Toda esa fachada queda simbolizada en un objeto, el
reloj que se supone regalo materno. Johnnie es un cínico y un descreído, no
cree en la verdadera amistad, y en su prejuicio piensa que todo el mundo se le
acerca por su éxito y dinero, por interés, que todos son unos chupones. Su viaje de madurez tras la pesadilla le llevará a valorar lo importante, a asumir
que lo material es secundario y descubrir las bondades y generosidades humanas.
Un borracho irónico sirve de presagio a esa fachada en la
primera secuencia, un buen detalle que casi pasa inadvertido.
La película va como un tiro en el inicio, un ritmo
trepidante, casi frenético, donde suceden multitud de cosas en tiempo récord. La habilidad, calidad y facilidad narrativa del cine clásico. Dando toneladas
de información en el mínimo tiempo posible. Este ritmo desenfrenado no sólo
radica en los ágiles movimientos de cámara, con magníficas panorámicas y
travellings, sino en la propia puesta en escena en el interior de los
encuadres, con mucho movimiento de los personajes en los mismos. 20 minutos
francamente vibrantes, vertiginosos.
En la escena que desencadena toda la trama hay también
ciertas torpezas. No es necesario el subrayado verbal para que el reportero se
entere de lo que allí sucede, lo ve con sus propios ojos. Más artificial
resulta que se desvele que ese hombre que llega es reportero, cosa que se
pretende justificar con que la “chivata” está borracha, pero el hombre podría
haberse escaqueado de semejante problema con un poco de inteligencia.
El reloj materno de Johnnie será el objeto que le sitúe en
la escena del crimen y le inculpe.
Un mundo despiadado buscando redención.
El director Busby Berkeley, habitual del género musical,
retrata una América aún deprimida, llena de agricultores endeudados, chicos
problemáticos, reformatorios y miseria. Una granja de dátiles será el lugar
donde Johnnie buscará redimirse, un lugar al que llega por puro azar. Destino
bondadoso. Un cínico camino de redención tras conocer a una abuela y una chica
altruistas.
Es una clara desviación de guión, una estructura bastante
dispersa, mucho más que la de “Único testigo” (Peter Weir, 1985) con la que
podría entroncarse. Allí la narración se centrará en la relación de Johnnie con
unos chicos conflictivos que trabajan para una atractiva joven, Peggy, y la
madre de ésta. Una relación con inicio complicado pero que acabará creando
vínculos irrompibles. Todo salpicado con interludios de suspense con la
búsqueda de Phelan.
Estos chicos son los “Dead End Kids”, un grupo de chavales
que tuvieron cierta fama en su época y rodaron algunas interesantes películas,
como la que nos ocupa o “Callejón sin salida” (1937) de William Wyler.
Johnnie demostrará toda su prepotencia, altanería y orgullo,
lo que genera problemas pero a la vez resulta atractivo, especialmente a los
chicos a cargo de las mujeres dueñas de la granja, donde el hermano de Peggy
está incluido para reformarse. Johnnie
será una especie de pervertidor, lo que podría resultar contradictorio, pero a
través de esas licencias se supone encauza a esos chavales, que ven en él a un
líder, un referente, una figura paterna.
Puede ser comprensible el enamoramiento de esta solitaria
chica con el transcurrir del tiempo, pero no se aprecia. El exacerbado
dramatismo en la separación final chirría por no haberse elaborado ni
desarrollado bien dicha relación.
Una de las escenas más reseñables y destacadas de la
película es la del depósito de agua donde Johnnie y los chicos deciden bañarse.
Una escena de buen suspense, simpática e interesante, pero ciertamente absurda.
Aparte de ser una digresión que aporta poco no convence la forma en que se ven
sorprendidos, inmóviles cuando se percatan de lo que ocurre, reaccionando
cuando ya no llegan al borde del depósito. Un suspense forzado. La evasión
resulta escapista y poco clara en realidad, con una elipsis.
Habrá más de estas escenas digresivas con los chicos, por
ejemplo antes de los combates en la parte final.
En la ciudad gozaremos de un pequeño cameo de Ward Bond y un
lucrativo combate tentará a Johnnie, que decidirá apuntarse. Claude Rains
reaparece en la narración por fin, cuando ya estamos cercanos a la hora de
película. No sabemos a qué se ha dedicado en todo este tiempo,
pero la foto que sacaron a Johnnie entrenando a los chicos en un ring dará
impulso a su investigación. Una foto conflictiva, como se preveía.
El combate de boxeo resulta bastante previsible. El rol que
se le da al boxeador malote resulta paródico y estereotipado, batirá fácilmente
a los dos primeros boxeadores que luchen contra él, uno de ellos el futuro
padre, al que se le da bola como coartada sensiblera, pero con Johnnie sabemos
cómo transcurrirá todo. Nuestro protagonista comenzará perdiendo, por boxear
con la derecha, pero recurrirá a su mano buena para decantar la pela a su favor
finalmente, delatándose. Lo sorprendente será que finalmente perderá la pelea,
tirando por tierra la supuesta previsibilidad. La visceral abuela resulta
divertida.
Phelan también se redimirá en el final, primero guardará la
mascarada de Johnnie ante Peggy y sus mentiras y luego tendrá el acto generoso
definitivo dejándole libre, compensando aquel error de su pasado, dejando libre
a un hombre inocente. Un cambio algo forzado, sobre todo en alguien que buscaba
reivindicarse ante sus superiores.
Un Phelan que califica de “santo" a Johnnie, pero sus
diagnósticos no parecen muy acertados. Él, con su decisión final, sí parece un
santo.
Las escaleras tendrán importancia en momentos significativos: en unas se despedirá la pareja enamorada, otras ayudaron a salir a todos del
depósito de agua, y una tercera posibilita el encuentro de Johnnie con Tommy y
evita su fuga al poco de llegar a la granja de dátiles. El final será en otro
escenario simbólico de transición, un tren y sus vías.
Es una película correcta, con un soberbio inicio de puro
cine negro, que va de más a menos, tornando en un convencional melodrama de
buenos sentimientos tras esa primera media hora, pero que logra mantenerse en
pie. Una película que recordará a obras maestras como “Soy un fugitivo” (Mervyn
LeRoy, 1932), “Callejón sin salida” (William Wyler, 1937) o “Ángeles con caras
sucias” (Michael Curtiz, 1938), lo que no está mal.
Se trata de un remake de “Su última pelea” (Archie Mayo,
1933).



















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