Frank y Archy, como suele ser habitual para un mejor
desarrollo dramático, son contrapuestos y complementarios. Archy es un idealista, desea ir a la guerra, apela a los valores y principios, en cambio
Frank no quiere ir bajo ningún concepto pero cambiará de opinión por cuestiones
más frívolas, superficiales, como la escasez de dinero o la influencia de un
uniforme para/con las chicas.
La mentira, la ocultación, la apariencia, la representación,
son ideas que siempre aparecen en el cine de Weir. La mentira en sus más
variadas formas. En “El show de Truman” el protagonista vive en una mentira, en
“Matrimonio de conveniencia” (1990) los protagonistas fingen una farsa para
lograr unos objetivos, en “Único testigo” Harrison Ford se hace pasar por quién
no es en la comunidad Amish, en “El club de los poetas muertos”, las
apariencias y las mentiras inundan toda la trama. Aquí en “Gallipoli” también
es uno de los motores de la historia, a través de la mentira los personajes
lograrán sus objetivos, ser reclutados, acceder a donde les interesa… Archy
miente sobre su edad, Frank miente… sobre casi todo.
Peter Weir es uno de los mejores retratistas de la amistad,
sobre todo masculina, los chicos de “El club de los poetas muertos”, la amistad
(falsa) de “El show de Truman”, la del capitán y el médico en “Master and
Commander” (2003), la de los protagonistas de ”Camino a la libertad” (2010), y
por supuesto la de “Gallipoli”, una de las más bellas amistades que hemos visto
en el cine.
El Cairo, julio de 1915.
Su estilo clásico, el soberbio uso de la fotografía, la
individualidad, la camaradería… une a Weir con clásicos como John Ford o Howard
Hawks de manera indiscutible.
“Gallipoli” está magistralmente narrada, el conflicto que da
título a la cinta es casi una excusa para contar la historia de una amistad en
un momento de cambio, el proceso hacia la madurez, la pérdida de la inocencia,
la visión del horror desde la perspectiva de dos chavales. Un conflicto que se va
acercando… al que se van acercando, porque nadie les obliga, lo hacen en uso de
su libertad.
Un nuevo conflicto en la mencionada y magistral evolución
del tema hacia la guerra. Ahora un partido de rugby. En un principio fue un
entrenamiento individual, luego una competición por placer, luego una
competición oficial y ahora un juego por equipos, cada vez más parecido al
conflicto bélico. Este partido tendrá lugar además en un decorado simbólico,
ante los monumentos de muerte, las pirámides y las esfinges, un nuevo
sustitutivo de la guerra ante los grandiosos monumentos levantados a la muerte,
tumbas de faraones. Detalles absolutamente maravillosos para una narración
ejemplar.
La narración olvida momentáneamente a Archy y se centra en las
aventuras y desventuras de Frank en El Cairo.
Weir se permite momentos de humor durante todo el metraje,
en las escenas del El Cairo ridiculiza a los soldados británicos,
mientras recrea la vida en el ejército antes de la batalla y exprime, con su
saber habitual, el retrato de la juventud, chavales que procuran pasárselo bien
casi inconscientes de lo que se les vienen encima.
Frank y sus amigos vagarán por las calles de El Cairo como
los mosqueteros, a los cuales homenajean. Weir se maneja excepcionalmente entre
las multitudes, hace un gran retrato de la vida en las calles de la capital
egipcia.
De las múltiples confrontaciones que hemos visto, competiciones,
juegos, deporte… damos un paso más hacia el conflicto definitivo. Ahora serán
prácticas de combate, dos bandos, un enfrentamiento bélico, pero sin muerte, el
rasgo definitorio. En estas prácticas los amigos que se separaron, Archy y
Frank, se reencontrarán de nuevo. La muerte aún es una broma, pero la pérdida de
la inocencia se va acercando.
Weir muestra otro rasgo estilístico en ese gusto suyo por
hacer un plano general y en el movimiento descriptivo de la panorámica incluir
un personaje, u otro elemento, en primer plano apareciendo por un lateral del
encuadre.
Una vez reunidos los amigos lo primero que harán será
competir, ver quién llega antes a las simbólicas pirámides. La competición y la
rivalidad son una diversión. La escena con los dos protagonistas escalando esa
gigantesca tumba, dos sombras que dejan sus firmas en la cima de la pirámide
al anochecer, adquiere tintes simbólicos.
“Gallipoli” es una oda a la amistad, pero la de Frank y
Archy está por encima de las otras, una amistad, unos lazos y unos vínculos
irrompibles. Así Frank no dudará en separarse una vez más de su grupo de amigos,
Billy (Robert Grubb), Barney (Tim McKenzie) y Snowy (David Argue), para
apuntarse a la caballería junto a Archy, como en un principio era su deseo. La
amistad y la camaradería adquieren especial importancia en tiempos difíciles.
Archy y Frank son las dos caras de una misma moneda, iguales
en esencia pero radicalmente distintos en su forma de ser, ambos atletas pero
cada uno representa posiciones totalmente opuestas ante la guerra.
El oficial (Bill Hunter) tendrá un gesto humano, en la
víspera del viaje a la batalla, con Archy y Frank permitiéndoles quedarse un
rato en la fiesta de oficiales. Un gesto que nos recuerda de alguna forma al
final de “Senderos de gloria” (1957), la obra maestra de Stanley Kubrick, en uno de
los mejores finales que jamás ha dado el cine.
No acaban ahí los paralelismos con “Senderos de gloria”, una
película que seguro influyó en Weir. La escena del oficial en su tienda, en la
víspera a la batalla que supone el clímax de la película, oyendo música,
cantando, una música que inunda el campamento entero ante la mirada de varios
soldados, transmite el mismo concepto que el mencionado final de la cinta de
Kubrick, un refugio donde poder sentirse humano antes del horror y el caos,
agarrarse a esos momentos donde la humanidad es posible a través del arte. Un
refugio iluminado con tenues dorados donde poder sentirse persona durante unas
horas más.
Por último la propia secuencia que pone fin a la película,
donde se obliga a los soldados a ir a una muerte segura, es muy similar, en
cuanto a conceptos y trama, a la que supone el desencadenante de los
acontecimientos en “Senderos de gloria”.
La marcha al frente del regimiento de caballería donde van
Frank y Archy es sumamente expresionista y bella, un viaje a la pesadilla. Una
vez más Weir acierta en la fusión de fondo y forma, la estética con contenido,
con profundidad y significación más allá de lo bonito de los planos. Vemos como
Archy se muestra entusiasta y como Frank está temeroso, más consciente de la
situación. La música es muy bella en esta ocasión. Las fases más sinfónicas son
excelsas (Brian May, Jean Michel Jarre, el adagio en G menor de Albinoni…).
Impresionante el nivel de la producción con unas
localizaciones asombrosas y una cantidad ingente de extras manejados con mano
maestra por Weir.
Otro aliciente para la época o los fans de Mel Gibson es que
se le ve el culo, vamos que tiene una escena completamente desnudo y en remojo.
Mel Gibson, que está verdaderamente magnífico, inició aquí su explosión (dos
años antes había hecho “Mad Max” de George Miller, 1979), aunque ya era
conocido su prestigio aumentó exponencialmente, con toda justicia.
Weir retrata ahora la vida en las trincheras, donde el
horror sigue pareciendo ajeno aunque cada vez más cerca, como si no se hiciera
patente hasta que no estás inmerso en él directamente... La vida cotidiana,
juegos, intentos de evasión, de superar el aburrimiento, intercambios… críos
metidos en un asunto que en realidad se les escapa, les supera, y del que no
son verdaderamente conscientes.
Frank se reunirá de nuevo con su grupo de amigos en una
escena donde Weir demuestra, una vez más, un uso maestro del travelling.
Como he comentado, la fotografía (Russell Boyd), en las
películas de Peter Weir suele ser un punto fuerte, siempre brillantísima pero
nunca esteticista, aunque muy bella. Un nuevo ejemplo de esto lo tenemos en la
escena donde Frank, Archy y otros esperan el avance de la infantería en el
cementerio. Un atardecer bellamente iluminado, un día que languidece ya, el
crepúsculo mientras oímos la batalla en off, todos los allí presentes se
alterarán y mostrarán su miedo, veremos a Frank en primer término, de perfil,
como suele hacer Weir, un plano de uno de los amigos rodeado de las cruces del
cementerio y todo contrastado con el sol de fondo que oscurece tanto la escena
como los rostros. Escenario, sonido en off... o sea, la situación, las actuaciones
y la fotografía fundidos en uno. La idea de ver el impacto de la batalla en off
en los rostros de los personajes es extraordinaria.
La progresión dramática de Weir es impecable, el conflicto
se va acercando de forma irremediable. Todo se va haciendo más oscuro, la noche
cobra importancia, las consecuencias de la batalla no se hacen esperar, heridos
que regresan, muertos a enterrar…
Billy, el personaje fascinado con las pirámides, volverá a
hablar de la muerte, pero su fascinación ahora torna en horror. Uno de sus
amigos ha muerto, Barney, y el otro está gravemente herido, Snowy. Frank
quedará impactado ante la agonía de Snowy, su temor a la muerte se acerca, es
cada vez más real.
Hay un claro determinismo en el personaje de Archy, parece
destinado a unas cosas pero él siente que su destino es otro, como si su
verdadera labor fuera el sacrificio. La convicción absoluta de que su destino
está en lo que hace. Se sacrificará él, en la absurda orden que debe cumplir, y
se sacrificará por su amigo Frank.
El progreso de los múltiples conflictos que hemos ido
mencionando llegar a su conclusión, ahora sí es en serio. Ya no hay diversión,
ni banalidad, ni posible escape. Los soldados ante la muerte que les espera
recurrirán a los fetiches, los objetos queridos, lo que quedará de ellos tras
la muerte. Fetiches de muerte. Esto recuerda de alguna forma a “El club de los poetas muertos” y el suicidio del protagonista.
Frank hará la carrera de su vida para intentar evitar la
masacre y la muerte de su amigo. Pocas veces en el cine el sonido de un silbato
ha sido tan impactante como al final de “Gallipoli”. Una muerte y un clímax
seco, sin subrayados.
Una vez concluye la película, mientras presenciamos el plano
final congelado, vemos como la metáfora de los corredores, de los dos amigos
atletas, cobra todo el sentido. La carrera como metáfora de la vida, una
carrera hacia la muerte, en la que no es preciso ir deprisa, ya que ésta nos
encontrará de todas las maneras. Un plano que cierra la película de forma
circular al recordar como Archy llegaba a otra meta en esa misma postura al
comienzo de la película.
Archy parece tener prisa por llegar a todas las metas,
incluida esa. El plano final es un homenaje, no sólo a los que murieron allí, sino al determinismo
de un personaje tan valeroso como temerario y absurdo. Su muerte duele, un
plano congelado que trunca el movimiento como se truncan todas las cosas que
Archy, como tantos otros, podrían haber hecho. Weir plantea que los valores que
Archy representa son muy buenos, y lícitos, pero que no tienen porqué ser
certeros siempre si no se gestionan bien. El heroísmo y el patriotismo a menudo
están a una distancia infinita, o no tienen nada que ver, con las decisiones de
generales, meras personas, en combate. Decisiones que varían de uno a otro sin
más, de un general a otro, pero que influyen en la vida, y muerte, de muchas
personas. Es decir, una vez más, para Weir la importancia está en el individuo.
Por eso lo que Weir más respeta del personaje de Archy es su decisión, tomada
en libertad.
Frank no es cuestionado por Weir jamás, ni duda de su
valentía, ya que se juega el cuello en su carrera para dar el mensaje al
general, respetando su libertad y fidelidad a su amigo.
La idea de la guerra que también se presenta en “Gallipoli”
es que es tan horrenda como inevitable, tan trágica como irremediable para el
ser humano.
El ejército para Weir es otro entorno opresivo, limitador de
la libertad, como la sociedad en la que vive Truman, el estricto colegio de “El club de los poetas muertos” (1989), la cárcel en “Camino a la libertad” (2010), la comunidad amish en
“Único testigo” (1985), el comunismo en Indonesia en “El año que vivimos peligrosamente”
(1983)…
Pocos defectos se pueden poner salvo cierto esquematismo en
algunos personajes, no así en el desarrollo de la historia que es ejemplar, y ese paralelismo
con “Senderos de gloria” que puede perjudicarla.
Peter Weir demuestra con “Gallipoli”, como lo hizo antes en
“Picnic en Hanging Rock” (1975) o “La última ola” (1977), que es un director de
un talento excepcional, y su trayectoria posterior lo sitúa entre los más
grandes, que no desmerece de ninguno que se nos pase por la cabeza y que aunque
es indiscutiblemente valorado seguro que lo será más con el tiempo, una vez se
vea su obra con más perspectiva…o gane un Oscar.
A los que lo apreciamos desde hace tiempo no nos cabe duda y
en cada revisión de sus películas, como en los nuevos estrenos, vemos
confirmadas todas y cada una de estas impresiones.
Dedicada a Wsmith, un tipo brillante y gran persona.
Queridísimo sensei, mil gracias x esta crítica. Es una película q me gustó especialmente, y de la q (por supuesto) recuerdo muchas veces la escena de la carga final, con los soldados dejando sus pertenencias y cartas junto a la escalera de la trinchera q les llevará a la muerte.
ResponderEliminarMe sorprendió mucho la luz. Pese a ser una película con trasfondo bélico, como bien dices es un canto a la amistad, y luce esplendorosa, dorada, luminosa...
Dices q hay algún paralelismo con Senderos de Gloria, una de las películas bélicas más antibelicista de la historia del cine, y quizá es por ese fondo en el q el hombre y sus sentimientos quedan ensalzados en el mensaje de ambas.
Me encanta tu trabajo...me proporciona momentos muy especiales...mil gracias por eso y otra vez enhorabuena!!
Besos,
R
Muchas gracias Reina, es un placer verte por aquí siempre. Son mucho más que cintas antibélicas, muchos más. La capacidad de Weir para la emoción tiene pocos límites y hablando de límites, en las situaciones más desesperadas nos sentimos profundamente humanos, por eso lo entendemos todo en ese final.
ResponderEliminarBuenos días,
ResponderEliminarde nuevo excelente segunda parte de la crítica.
El simbolismo de las pirámides como tumbas donde terminarán los sueños de los protagonistas seguramente es lo que hizo que Weir se apartara en este momento del rigor histórico de la batalla, puesto que, si no estoy equivocado ni recuerdo mal, el entrenamiento de los Anzacs y su aclimatación al tiempo del Mediterráneo se llevó a cabo en Alejandría y no en El Cairo.
Sin lugar a dudas, las pirámides ofrecen esa carga simbólica de la que hablas para contar el inicio del fin de la inocencia de los protagonistas y también actuan como una profecía de lo que les espera a las tropas cuando crucen hasta Turquía.
Otro error histórico es que en la cinta se presenta como británico al general que dirige el ataque y conduce a los Anzacs a una muerte segura, cuando en realidad tanto el general como los oficiales que cometen los errores entre el fin del bombardeo naval frustrado y los minutos eternos que pasan hasta la carga de las tropas eran australianos. Seguramente, este error ya tiene una carga nacionalista más que simbólica.
En cualquier caso, desde la llegada de las tropas a los Dardanelos hasta la muerte de Archy congelada como la foto de Capa, la película coge el mismo ritmo inexorable de Senderos de Gloria, película que, como sabes, es una de mis preferidas. Como en aquella, sabemos que los soldados se dirigen a una muerte segura. Como la esclava alemana en la taberna, la muerte de Archy y el grito de Frank forman parte de la historia del cine.
Gracias por la crítica Sambo.
Gracias a ti Wsmith, además no sabía esos datos que das sobre la nacionalidad de los componentes del ejército. Un placer, como siempre.
ResponderEliminarSí, Sambo, la responsabilidad en la matanza en el ataque a Nek es enteramente australiana.
ResponderEliminarLa contrapartida es que, contaba Churchill, el recuerdo de Gallipoli seguía vivo entre los Anzacs que lucharon contra Rommel un cuarto de siglo después, y el ansia por borrar el fracaso impulsó el comportamiento brillante de las tropas oceánicas en Libia y Egipto.
También, tras el fracaso del desembarco en Turquía, la repatriación de las tropas se logró sin una sola baja y seguramente sirvió de modelo para las operaciones de Dunkerque que salvaron el Ejercito Expedicionario Británico y parte del ejército francés e impidieron una rápida victoria de Hitler en la Segunda Guerra mundial.
Como curiosidad: el comandante de las tropas otomanas en Gallipoli era un tal Mustafá Kemal, desconocido por entonces para todos, pero que unos años después pasaría a la historia con el sobrenombre de Ataturk, como fundador de la República de Turquía.
Es un nuevo ejemplo de un fracaso que se convierte en el inicio de una victoria futura no?
ResponderEliminarNo conocía estos detalles y el de Ataturk es buenísimo... como cambian las cosas.
Claro, por eso es un error renunciar a conocer el pasado o borrarlo, como nos hemos empeñado en las últimas décadas en España.
ResponderEliminarAsí nos va... :-S
Muy cierto, una de las claves de todo, pero es más cómodo y fácil lanzar culpas a los otros y crear enemigos, si creas dos bandos puedes usar al otro como retrete de todas tus cagadas, siempre serán una excusa. Es mucho más fácil que ausmir errores.
ResponderEliminarVaya, me pasa por tardón, veo que todo lo que podía aportar ya lo ha hecho mi brillantísimo y polígrafo paisano, wsmith.
ResponderEliminarGran película, llena de simbolismos sin ser pedante. Me impresionó muy vivamente en mi adolescencia. Por cierto, gracias a youtube y a los cañones proyectores en clase pude emplear escenas de la película para ilustrar mis clases de la IGM (y de SdG, claro)
Un honor tenerle por aquí Archiduque, además ha sido elegante dejando a wsmith, el homenajeado por esta peli, intervenir antes que usted jajaja
ResponderEliminarJajajajaja
ResponderEliminarUn abrazo, Archiduque.