Durante toda mi vida cinéfila ha estado ahí, era uno de esos
actores que parecían literalmente inmortales, con tanta naturalidad que uno
asumía su presencia cotidianamente con el transcurrir de los años sin reparar en que él también los cumplía. Desde que observaba atento comer huevos al
indomable Paul Newman hasta que se bañó en alucinadas imágenes junto a David
Lynch.
Su presencia, además, siempre era discreta, como
manteniéndose al margen, pero necesaria, incontestable. Era como el amigo feo, delgaducho,
dicharachero a veces, incluso con un punto excéntrico, de Sam Shepard, que
también nos abandonó hace pocas fechas. A los dos parece que los habían
sembrado en alguna granja o rancho de la América más profunda, en el oeste,
regados de las esencias intrínsecas del país. No había más que oírle tocar y
cantar, una de sus pasiones. Encajaba como un guante en los westerns en los que
comenzó su carrera, así como en los bélicos, como “Los violentos de Kelly”
(Brian G. Hutton, 1970), donde simplemente mostraba su experiencia en el
frente, cuando estuvo en la 2ª Guerra Mundial como cocinero.
Esa aparente discreción y esa esencia americana quizá sean
la respuesta a su apego por lo indie, su predilección por el cine arriesgado,
fuera de lo convencional, auténtico, con una lucidez encomiable en sus elecciones, sin renunciar a esas grandes producciones que también parecían
conservar esas cualidades. Tenía ese rostro de la gente que siempre parece
mayor, que siempre parece haber vivido muchas cosas, incluso cuando son
jóvenes.
Ahí estaba cómodo, una estrella en segundo plano, convertido en
secundario de lujo, en secundario imprescindible, de los que dan enjundia y
confirman la categoría de las películas en las que participaba.
No extraña su presencia en ese cine tan alejado de los focos
en principio que acaba por refulgir, como él mismo, poco convencional y a
menudo nada discreto, icono indie, donde era capaz de mezclar la cotidianeidad
más auténtica con el frenesí más excéntrico, viajar de los westerns de pura
cepa al universo de David Lynch, para el que era fijo.
Ya Hitchcock se fijó en él al inicio de su carrera, dándole
uno de sus primeros papeles en “Falso culpable” (1956), un director premonitorio,
con un universo personal soterrado e infinito, y en cuanto tuvo ocasión se
dedicó a elegir con esmero sus proyectos más personales, como contrapunto, casi
siempre en segundo plano, pero inolvidable.
Llegaron Peckinpah, “Pat Garret y Billy el niño” (1973),
Coppola en la segunda parte de “El padrino” (1974) y “Corazonada” (1982),
Arthur Penn con “Missouri” (1976), John Huston con “Sangre sabia” (1979),
Ridley Scott con “Alien, el octavo pasajero” (1979) para escenificar la segunda
víctima del bicho, Carpenter con “1997: Rescate en Nueva York” (1981) y “Christine”
(1983)… Casi nada… Y todo ello debió verlo Wim Wenders para darle uno de esos
protagonistas que se graban a fuego en las retinas de los más selectos
cinéfilos, el Travis Henderson de “Paris, Texas” (1984).
Sí, ya sé que en su larguísima filmografía, como en la de
casi todos, hay muchos títulos insustanciales, pero es que además de los
citados trabajó con Robert Altman, participó en “La chica de rosa" (Howard
Deutch, 1986), vivió con Scorsese “La última tentación de Cristo” (1988), se
alió a John Frankenheimer y Terry Gilliam, atravesó “La milla verde” (Frank
Darabont, 1999), se puso a las órdenes de actores que se pasaron a la dirección
como Sean Penn o Nicolas Cage, se sumó a excentricidades tan divertidas como “Siete psicópatas” (Martin McDonagh, 2012) o
blockbusters de la talla de “Los vengadores” (Joss Whedon, 2012)…
No se vayan todavía, que pronto llegará “Lucky” (John
Carroll Lynch, 2017), donde Harry Dean ha dejado una interpretación como legado
que quedará para el recuerdo.
Pero sobre todo se hizo hermano de David Lynch. Lynch, uno
de los cineastas más influyentes y revolucionarios del cine moderno, lo tenía
presente para casi todas sus películas, sacando todo el partido a ese rostro
capaz de transmitir la ingenuidad del hombre modesto y los golpes y avatares de
una vida dura, dando una mano al realismo más sincero y otra al surrealismo más
desatado.
No tardó Lynch en despedirse de su amigo, con quien ha hecho
la nueva temporada de “Twin Peaks”, al que consideraba uno de los grandes y
una persona extraordinaria, al que era imposible no querer.
Yo por mi parte lo recodaré siempre por un momento en
especial, de los muchos inolvidables que nos regalo: Su mirada emocionada y
silenciosa, con los ojos húmedos, sentado en el porche de su casa, al tractor
en el que vino su hermano a verle. Pocas veces se ha dicho más con menos, pocas
veces se ha guardado en un frasco tan minimalista toda la esencia de un
sentimiento y un actor.
Descansa en paz, Harry Dean, nos vemos en la pantalla.
Gracias Sambo recordar a Harry Dean. Particularmente lamento no haber visto más que dos o tres de sus títulos con Coppola, Scott y Scorsese. Descanse en paz.
ResponderEliminarGracias a ti, Melvin. Pues si ves más no te arrepentirás, tiene muchas buenas. Un abrazo.
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