EL JUGADOR QUE FUI

RELATO

Paseaba un hombre distraída y pausadamente, zambullido en el placer de sus pensamientos, disfrutando del cálido clima y una brisa embriagadora, cuando el inconfundible ruido de una pachanga le despertó de su embeleso. Las zapatillas de pasos apresurados, el sonido del balón golpeado y las redes lamidas con gusto, las exclamaciones admiradas o frustradas de los jugadores…

Como una mariposa hacia la luz, se acercó y observó con deleite y gusto ese partidillo de fútbol sala entre amigos. De repente su mirada se fue instintivamente a uno de los chicos que, tras recibir el esférico del portero, realizó un sensacional "slalom" sorteando cuantos rivales le salieron a su paso. Dejó atrás a todo el equipo contrario con velocidad, habilidad, solvencia y elegancia, para terminar cediendo el balón y el honor de marcar el tanto a un compañero suyo, que sólo necesitó empujarlo.

El hombre sintió una euforia incontenible, un orgullo irrefrenable. Hacía mucho tiempo que no sentía algo así. Miró ansioso a su alrededor, buscando a alguien para compartir aquel momento, con la esperanza de que alguien más hubiera visto esa extraordinaria jugada, ese momento único…

No había nadie. Miró de nuevo al chico, que le devolvió la mirada con la misma sonrisa que tenía él en ese instante, una mirada que conocía bien. Poco a poco la imagen del chico y de toda aquella pachanga, una de tantas, una de las muchas que jugó en su vida, se fue desvaneciendo ante sus ojos.

El hombre agachó ligeramente la cabeza y con una sonrisa tímida, resignado y decepcionado, triste y orgulloso, se dijo a sí mismo en un susurro: “recuérdalo tú mismo, nadie más lo hará, recuérdalo antes de que se pierda en el tiempo, pero recuérdalo, llévalo contigo, porque esos momentos merecen ser recordados”.