Magistrales estudios psicológicos.
Woodcock quedó bloqueado, enganchado, en la infancia, esa en la que perdió prontamente a su madre, autoritaria, pero que lo cuidaba. Ese complejo, esa sensación de vulnerabilidad tras la pérdida de su madre, el modisto la condujo a través de su trabajo y con una vida estricta y organizada, obsesiva, donde el control lo es todo. Una coraza que tiene algo de miedo a vivir, a salir de la burbuja (esa mencionada maldición). Miedo a vivir escondido tras su talento, y otras cosas. Todo lo que no sea placidez y su ordenado mundo le perturba. Para él, sentir es conflicto. Es una burbuja de seda, llena de lujosas telas, donde él se siente seguro, en una labor que aprendió de niño, que él controla y domina. De ahí esa exigencia y perfeccionismo. La adultez es para él una ficción, una barrera creada que impida a la vida entrar, agarrándose a su responsabilidad a través de la exigencia y obsesión por el deber. Es un niño en un elegante traje hecho a medida de adulto, en el que sus comportamientos, bien vestidos, no ocultan su esencia infantil: es caprichoso, como demuestra el flechazo hacia Alma, que ha tenido con otras muchas antes, así como el aburrimiento que le sobreviene cuando se cansa de su juguete, su musa; huye de las incomodidades, los conflictos y las molestias, todo aquello que le supone una responsabilidad más allá de su trabajo, que es donde se exprime; tiene pataletas de niño pequeño cuando las cosas no le salen bien o no le gustan, cuando se siente atrapado (como ocurre una vez casado), recurriendo a la figura de poder (su hermana), para que lo solucione todo… No sería raro que Paul Thomas Anderson hubiera leído a gente como Alice Miller en detalle.
Una relación materna que entendemos con un par de fogonazos,
un comentario en la primera cita de la pareja, la aparición en el estado febril
y poco más. Ella le enseñó a coser, le enseñó su profesión. Su carácter obsesivo
viene de allí, de su educación, de no saber conducir su pronta ausencia, de su
afán por complacerla, por complacer a ese carácter materno autoritario…
Woodcock cose como un acto de amor y reivindicación hacia su madre en cada
puntada.
Todo esto lo va entendiendo Alma con una lucidez proveniente
de su inteligencia y sensibilidad, puro amor hacia esa persona que le fascina.
Es el infinito universo íntimo de las parejas, cada una con sus reglas, normas
y juegos, juegos cómplices, cómplices mentiras.
Lo que vemos es, por tanto, el proceso y desarrollo de un
aprendizaje impulsado por el amor para descodificar a la persona amada, a un
genio, a su pareja, entenderle para llegar a él derribando o penetrando en sus
barreras, complejos, perturbaciones, taras...
Alma es distinta a todas las chicas con las que ha estado
Woodcock, aunque él aún no lo sepa. Es extraña y decidida, una suavidad firme,
que no se siente incómoda ni intimidada (capaz de aguantar los largos silencios
y miradas fijas sin problema alguno), por ese hombre que le gusta, del que se
enamora. No está dispuesta a ser una más, ella es la excepcionalidad y viene a
demostrarlo. Esto perturba a Woodcock, esa elegantemente desafiante chica que
hace tambalear las manías y rutinas del modisto. Hay algo de sutil descaro, de
sutil y pícaro reto en ella, incluso cuando su enamorado se pone siempre a
favor de Cyril, su hermana. Nunca parece haber ofensa que la haga titubear en su amor.
Cuando Woodcock acepta comer conscientemente esa envenenada
tortilla de setas, entiende también lo que ella entendió, deja de resistirse a
algo que desea. Volver a ser el niño que no pudo ser, sentirse como debió y
quiso sentirse, sentirse cuidado, protegido, vulnerable. Ser como el niño aquel
que se crió con una madre severa, que seguramente no terminó de apreciarle, que
no vio su éxito, ese que nunca es suficiente para él, buscando ese
reconocimiento que jamás llegará. En la enfermedad puede regresar a aquello,
pero disfrutando del afecto, pudiendo abrirse, abandonándose, abriendo las
puertas de sus barreras, como le vemos hacer en la petición de matrimonio… Alma
pasa a ser el hilo invisible, perdido, buscado y, finalmente, encontrado. En
ella encuentra a la madre que perdió o, más bien, le hace reencontrarse con un
sentimiento que necesita.
Es por ello que sólo se relaciona con mujeres, es con las
únicas con las que se siente cómodo, mientras que con los hombres su relación
es brusca, airada, incómoda (manda a la mierda al doctor Hardy, al que luego
lanza indirectas poco amables y caballerosas, incluso ridiculizándole en comentarios
a lady Baltimore, que lo tiene como ahijado). Todo su equipo de costureras, su
hermana, sus amistades, las chicas que coge como musas y sus clientas son las
personas con las que se relaciona y se siente cómodo. Todo mujeres. Demuestra
ese contraste en la fiesta donde se reencuentra con el doctor Hardy (Brian Gleeson) y lady
Baltimore, comportándose extrañamente y recordando al médico que lo mandó a la
mierda, mientras hace comentarios a lady Baltimore sobre sus ojos
ridiculizándole. Una lady Baltimore (Julia Davis) que, por otro lado, parece una mala pécora,
malmetiendo a Woodcock sobre Alma, aspecto que no molestará al modisto, habida cuenta de la confianza que tiene con ella.
“Así que ese de ojos chistosos es tu ahijado”.
Cuando una vez casado, rutina mediante, todo le moleste de
Alma, irá a quejarse como un niño pequeño a su mamá (de nuevo la infancia), a
que le saque las castañas del fuego, una vez que ese nuevo elemento le
perturbe. Sabe que cuando se cansa de sus musas, su hermana se deshace de ellas
(como vemos en la primera secuencia con la chica que desayuna con ellos, a la
que sustituirá Alma, incluso en el lugar de la mesa, poco después), pero ahora
la cosa es más difícil debido al compromiso. Su forma de comer, su presencia,
su voz… todo le molesta porque altera su rutina, porque le saca de su confort,
porque una vez llega al límite es en lo único que puede conducir su ira, en
Alma (es brutal ese plano en las montañas, como si el acto de casarse pesara ya
como una losa sobre Woodcock). Esto lo retrata Anderson con ese plano donde
mantiene nítido a Woodcock en su queja a su hermana, mientras aparece esa
sombra que tanto le perturba, Alma, desenfocada en segundo plano.
En su estado normal no puede renunciar a la responsabilidad,
no puede renunciar a sus manías, sus rutinas, sus obsesiones, su orden, porque
es lo que le mantiene sereno, centrado, alejado de la vida, de los
sentimientos, encerrado en un universo estricto autoimpuesto, que es como una
droga o adicción. Es por ello que necesita un mundo ordenado e inamovible, un
inmovilismo que le lleva a ir quedándose obsoleto en cierta medida, como
comprobamos cuando una clienta lo abandona por otro modisto más “chic”,
despertando la ira incontrolada de Woodcock. Por este motivo necesitará un acto
radical que salga de alguien ajeno.
“¡No empieces a usar esa sucia palabra! ¡Chic!”
Cuando el efecto sanador de la enfermedad, de la
vulnerabilidad, pase, volverá, por inercia, a su comportamiento habitual. Le
molestará todo, no soportará a esa persona que amenaza con romper su rutina,
buscará motivos para la queja, manifestará su arrepentimiento por el
matrimonio… pero a la vez la necesita.
Antes del envenenamiento tendremos una pista. Esas depresiones en las que cae Woodcock y en las que Alma se siente feliz porque puede mimarle, porque él se deja hacer, se hace más accesible, más cálido. Es por ello significativa esa escena en la que Alma se ofrece a conducir por Woodcock, cediendo el control, ese al que tiene tanto apego. Observen cómo esta frase de Alma ofreciéndose a conducir por él viene justo después de oír a Woodcock decir “Déjame hacerlo” durante el pase de modelos, del que sale saturado. No hay puntada sin hilo, nunca mejor dicho. Son depresiones producto de la fatiga y el cansancio, de una impostura autoexigida en la que debe mantener el control siempre y que necesariamente terminan por dejarle exhausto. De alguna manera el coche es una especie de alivio, de burbuja donde ausentarse de sí mismo (observen también la sutileza de Anderson, iniciando un zoom hacia ella en el coche mientras va dejando desenfocado a Woodcock). Allí es capaz de cierta rebeldía, acelerando imprudentemente, para diversión de la chica, como vemos en varias ocasiones, o cediendo el control cuando no puede más consigo mismo. Alma no tardará en entender lo qué quiere y busca, porque no está dispuesta a alejarse de ese ser que la complementa (ver esa escena donde un airado Woodcock se enfada por la interrupción de Alma, que en su traviesa y resignada comprensión rectifica como si tal cosa, entendiendo que ya no admite cuidados, escena en apariencia intrascendente que es importante, porque marca el contraste, el motivo por el que acometerá los envenenamientos). Ella es todo Alma, como su nombre indica, mientras que él es sólo cabeza y frialdad. Se fundirán envenenándose. Es magistral el momento del segundo envenenamiento, con Woodcock pintando y ella preparando la tortilla, con la asunción de la realidad, con la aceptación y confesión…
Es fascinante, porque en esa complementación, el uno al otro se inoculan otro veneno, que de alguna forma los hace dependientes. Lo vemos en Woodcock, cómo en un pase de modelos en el que lo pasa mal, en el que está agobiado, sólo tiene ojos para mirar a Alma, que además se sabe observada (en plan Psicosis), o en ese Fin de Año que siente celos y soledad, angustia, remarcados en esos planos a distancia en la casa tras la discusión (mezclados con algún primer plano remarcando las emociones), ante el descaro de ella de marcharse a la fiesta, en un hermosísimo momento dentro de un marcado contraste formal, el jovial colorido de la fiesta y la felicidad contra la oscuridad de las sombras que bañan a Woodcock. Ella es la rebeldía, el no sometimiento, el reto, desde el primer momento, algo que a él le seduce. Un momento hermoso ese reencuentro, inundado de música (siempre piano o violín), como una señal de que los pensamientos y sentimientos los embriagan, ya que no se dicen nada.
Una complementación radical, donde Alma, ese nombre con
tanta sugerencia, dotará de él a ese hombre que toma medidas y viste cuerpos,
maestro de la fachada y la apariencia. Él la vestirá por fuera, mientras que
ella armará su interior.
Y es lo que necesitan, porque Woodcock necesita salir de su
bloqueo, de su prisión infantil y su mundo burbuja, como ella necesita superar
sus complejos físicos, que verbaliza explícitamente explicando lo que
consideraba imperfecciones. Asumida imperfección que es perfección para él. Una
redención mutua.
“Nunca me gusté a mí misma. Pensaba que mis hombros eran
demasiado anchos. Mi cuello delgado como el de un pájaro. No tengo pechos.
Sentía que mis caderas eran más grandes de lo normal y mis brazos demasiado
fuertes…”
“Hagas lo que hagas, hazlo con cuidado”.
Alma va analizando, como una ajedrecista, toda la situación, alcanza el corazón de ese hombre desde el análisis cerebral y psicológico del mismo. Lo que es fascinante. Inasequible al desaliento, pase lo que pase. La sutil búsqueda de transformación en él, dando puntadas a un traje emocional a medida para romper sus muros, para que encajen como un guante, en acoplamiento perfecto. Y la necesidad que va adquiriendo ella de sentirse necesitada, la idea de dependencia mutua. Se frustra cuando sus avances se vienen abajo, cuando lo que creía un paso definitivo se vuelve intrascendente: Fíjense en la escena tras la noche en la que Alma le quita a Barbara, la cliente borracha, el vestido que le hizo Woodcock, despertando en él un arrebato amoroso, esa mirada enamorada en segundo plano al fondo, siendo el principal punto focal, con la mano de Woodcock desenfocada en primer plano. Obnubilada, esperaba una mayor cercanía, y aunque le gusta verle vigoroso, vuelve a sentirse en segundo plano con respecto a su trabajo y la llegada de esa princesa que viene a ser engalanada con un traje de novia por él. De ahí que surjan esos celos, cierta envidia, la necesidad de reivindicarse (hasta plantarse delante de la princesa para presentarse en un marcado contraste, ella de oscuro y la princesa de claro), que vuelve a tener algo de reto, y la sensación de sentirse desplazada.
Es excelente verla empoderarse frente a Cyril en la
enfermedad de Woodcock, donde siente que puede coger por fin las riendas,
actuando casi como dueña de esa casa, calcando casi cada palabra de la hermana
de su amado.
O en la pelea que tiene la pareja, donde la frustración es mayor aún. Una cena romántica preparada por Alma, pensando que podría ser el punto culminante a su relación, lo que rompiera definitivamente las barreras de Woodcock, que se relajara, y además poder disfrutar de él sin la intromisión de otras personas, que es mal aceptada por el modisto. Una escena donde se los ve más humanos, donde se rompe esa asepsia contenida de sentimientos, donde vemos estallar a Woodcock, donde se rompen convenciones y poses, donde se recrimina ese mundo de convencionalismos, orden, obsesión, manía, reglas y muros de todo tipo construido por él, en busca de esa temerosa protección por todos lados, como si se sintiera amenazado fuera de su coraza de sedas y telas de primera calidad, de su privacidad y de su hermana (menciona ese miedo, con apelaciones a un arma, a la posibilidad de que lo mate), revolviéndose ante esa situación casi rabioso… Todo en estricto plano-contraplano marcando la distancia entre ambos, sin vínculo. Y sin música.
Porque Woodcock abomina de enfrentarse a lo que le incomoda,
sólo parece estar aceptablemente estable en la asepsia.
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