Helena Fernán Gómez (doblada por Almodóvar), interpreta a
una amiga de Pedro, Gloria, a la que pedirá que vigile su sueño. Mientras lo
hace leerá un libro infantil, como no podía ser de otra manera, y oiremos sonar
por 3ª vez la sirena que presagiará la estupidez de la mencionada amiga, que
cambiará el encuadre de la cámara. La vinculación entre el tomavistas y Pedro
es máxima, al no haber podido filmarse lo que nuestro protagonista pretendía
por la torpeza de su amiga se levantará angustiado, con síndrome de
abstinencia. La dependencia y adicción total a esa cámara. Agredirá a su amiga,
perdiendo el control, y le hará sangre en el labio, nueva referencia al mundo
vampírico y al color rojo, ante la satisfacción de ella.
Esto hará caer en una orgía de excesos a Pedro, aquí aparece
el mundo de la movida madrileña, en boga en aquella época, de forma evidente,
algo que también se aprecia en la estética general de la película, pero aquí más claramente.
Nuevas sirenas anuncian desgracias y ese paso de víctima a
vampiro, buscará víctimas en la noche. Una elección errónea, como siempre que
suena una sirena. Una espiral de sexo y violencia. La escena del ascensor con
su víctima se relacionará con el cine en ese plano de la rueda que lo eleva,
que se asemeja a una película en un proyector. El lenguaje corporal y los
hechos lo relacionan todo con el vampirismo, la huida de la víctima y el
descenso persecutorio de Pedro, con detalles expresionistas a lo “Nosferatu” (F.
W. Murnau, 1922), también se relacionan
con el cine en un encadenado sobre las películas de los fotogramas rojos. Todo
es un puzle, un diálogo de caleidoscópicas realidades.
Volvemos a ver el picado inicial, ese escenario de suicidio
nunca consumado y, ahora de nuevo, evitado por el tomavistas en última
instancia. La entrega máxima, el cine como salvador, literalmente, de su
“presa”. Un vampiro que no consiente perder a su víctima entregada. Volverá a
someterse a los mandatos de su cámara, su barba volverá a caer y asumirá su
rendición incondicional, como si de una redención se tratara. Se deja hacer
para agradecer su salvación. El paso hacia el otro lado está dado.
Pedro lo considera su plenitud cinematográfica, incluso verá
películas de otros, se convertirá en espectador, una actitud pasiva que le
llevará donde busca. Cuando la cámara lo llame se dormirá, cogerá su osito y
oiremos la música infantil recurrente que ha sonado en otras ocasiones, una
regresión total.
La invasión roja de fotogramas deja tan solo 20 de ellos sin manchar
en la película, dos días. El miedo a lo desconocido. Mientras el clímax de
Pedro se acerca, Ana distraerá con sexo a José, un sexo frustrado con el que
acabó la droga.
Un Pedro pálido y consumido se dispone a darse en
sacrificio. Un sacrifico que es uno de los momentos más brillantes e
inolvidables de la película, muy emotivo además. Una mirada por su habitación,
al cuadro que tiene en la pared, al resto de objetos, una mirada de despedida,
la música sube, la emoción también y el tomavistas comenzará a disparar sus
fotogramas rojos al que será el último sueño de Pedro (con osito y blandiblup).
Un excepcional clímax.
El cuadro que mira Pedro se asemeja enormemente a la
habitación del final de "2001: Una odisea del espacio" (Stanley Kubrick, 1968).
José decide ir por el último rollo y comprobar si ha
sucedido lo que Pedro temía, ante esto Ana mirará con ansia los instrumentos
para un chute, a su adicción. Será lo último que veamos de ella, abocada a la
perdición también.
El suspense crece, el misterio. José entra en el apartamento de Pedro, no sabemos si estará en su cama… no hay nadie. Ansioso irá raudo a
revelar los fotogramas, logrará que se los tengan en menos de los 4 días
habituales.
José pasa el tiempo como puede, mirará un álbum de “Quo
Vadis”, película que apareció al inicio del film en su paseo por la Gran Vía.
Tras una mirada a la cámara sonará la sirena de nuevo. La idea que ronda la
cabeza de José, de someterse a esa cámara, no es buena.
Veremos el transcurrir de los días en formato video, como ya
sucedió antes, y que resalta esa forma de ver el mundo alterada del cineasta.
Una vez pasado el plazo la música infantil parece impulsar, por fin, a José, que
irá a buscar su película ante la atenta mirada de la cámara, aterradora mirada.
Concluyendo.
José no logrará pasar al otro lado, como sí hizo Pedro, José
es acribillado por esa cámara a la que ya no ama. Pedro logró pasar al otro
lado, pasó a formar parte de la película, logró fundirse en el clímax del
fotograma perfecto, el fotograma eterno que pausa el tiempo. Un fotograma, un
orgasmo, un momento que queremos detener como Fausto, pero que se nos va de las
manos en seguida convirtiéndose en recuerdo. Pedro logra fundirse, convertirse
en “eso”.
¿Por qué a José no le es permitido explorar el otro lado?
Simple y llanamente porque José no siente como Pedro, no tiene ni la pureza de
la mirada ni la vinculación con la infancia necesaria para ello. Recordemos
como al inicio dijo que él no amaba al cine, sino que era el cine el que lo
amaba a él. Se equivocaba. También Pedro advirtió que se le veía mayor y que
estaba destinado a odiar intensamente al cine. La mirada cínica de José es la
que le impide la entrada en el puro universo del clímax cinematográfico. No es
digno de ser vampirizado. Sus pasiones, obsesiones… son el vampirismo que José
eligió, al contrario que Pedro.
El cine es un vampiro, chupa vidas, sentimientos, trata de extraer
la verdad, el meollo de todo, de sus personajes, de sus actores. Esto lo
entendía Pedro desde su vínculo con la infancia, la mirada pura, pero no José
para el que el cine se había convertido en una rutina, un negocio.
José también aparecerá en el fotograma, pero para advertir
que no lo haga, José se enfrenta a la cámara con miedo, es lo opuesto a Pedro
en todo, él lo hacía entregado. Cuando José resulte acribillado veremos su
imagen en video, concluyendo Zulueta su juego metalingüístico en el que se
confunde realidad y ficción.
Aquí Zulueta se posicionaría ante el cine como algo
artístico, como algo a lo que entregarse en cuerpo y alma pero que pide la
misma entrega, que te chupará la vida. Distingue entre el cineasta artista,
puro, inocente, ilusionado, representado en Pedro, del cineasta, hastiado,
cínico, funcionarial, comercial, que lo ve como algo de lo que vivir. Dos
opciones legítimas pero sólo la primera plenamente llena para Zulueta.
“Arrebato” supone también un magnífico retrato del final de
los 70 e inicio de los 80, la movida y todos los excesos, las drogas, el sexo,
la música, la estética andrógina…
Pedro logrará el clímax de la infancia, capturar el momento
eterno de Fausto, convertirse en Peter Pan, la realidad desapareció para él,
derribo sus muros, pasó al otro lado del espejo de Alicia, logrando el placer
que la vida cotidiana no lograba darle. Para lograr el arrebato de esa infancia
que se perdió en recuerdos debe romper con la realidad, lo que logrará ayudado
por la vampírica cámara, convirtiéndose en su arrebato, su instante eterno y
detenido en forma de fotograma.
Todo esto es incomprensible para la gente que vea el cine
como algo superfluo, como esta película será incomprensible para quien se centre,
como dije, en los mediocres aspectos formales, el exceso de algunas
interpretaciones, la irregularidad de otras, el mal sonido, que la historia
entre Ana y José moleste e interrumpa excesivamente la verdadera esencia de lo
que se pretende contar (aquí se aprecia que la película estaba prevista de
inicio como un corto), en esta relación es donde más se ve la influencia de un
Cassavetes, por ejemplo… Incomprensible. No les culpo.
Pero si te gusta el arte, dale una oportunidad a esta
película única de nuestra filmografía.
Dedicada a Percival. Concluido el reto.
Gracias Sambo, formidable lectura. El misterio de Arrebato empieza después, claro. Y se acrecienta a medida que pasan los años desde que la película cierra el telón, con ese final carente de diálogo, zombi de música, donde el sonido del rollo se revela como una entidad universal propia. La película crece con la distancia del tiempo y separada de su tiempo. Como sucediera con otros autores y obras -se me ocurre Fitzgerald- la realidad deparará acontecimientos inauditamente similares a los ficcionados por el autor. Y así Zulueta quedará enterrado en vida, en aquella casa de Sanse, solo y rodeado de sus viejos carteles, recuerdos, iconos e imaginería articulada de una vida que le vampiriza en tanto que ahí fuera el mundo seguía girando.
ResponderEliminarPrecioso y acertadísimo comentario Percival. Muchas gracias.
ResponderEliminarAsí es, su magia crece con el tiempo, te infecta durante su visionado y el virus se desarrolla después. Ojalá se animen a verla muchos.
Un abrazo.