No era especialmente guapa, no era la más bella ni la más
perfecta, pero… era distinta. Quizá por eso era el rostro y la mujer indicada
para ser el icono de la Nouvelle Vague, ese movimiento que quería romper con
los esquemas clásicos de la narración cinematográfica, trasgredir y dotar de
aire nuevo a un arte que querían renovar, revolver y liberar.
Y eso era Moreau. Una mirada que parecía poseer siempre un
secreto, un secreto del que quizá ni ella fuera consciente. Embriagadora, hipnótica.
Esa sonrisa tan particular con un punto de evasiva tristeza o lánguida
coquetería, enmarcada en esos gruesos y sensuales labios. Ella transmitía el
vértigo de la libertad pura, esa que atemoriza a muchos, donde a menudo no
sabías qué estaba pensando, si es que estaba pensando en algo, donde la
dispersión y la imprevisibilidad lo eran todo. ¿Quién si no iba a encarnar a la
Catherine de “Jules y Jim” (François Truffaut, 1962? Ese conjunto era un arma de
seducción imparable.
No había moral ni convención que consiguiera constreñir esa
mirada, esa sonrisa. Era viento y agua, y era roca, y nunca sabías cuando iba a
ser cada cosa. Ella era así, no sólo sus personajes.
La conocí en ”Ascensor para el cadalso” (1958), cuando veía
y grababa compulsivamente todo el cine interesante que caía en mis manos, fuera
de lo convencional, de autor, buceando en los inicios de los canales temáticos
y las plataformas digitales. Ese mismo año rodó otro de los grandes clásicos
que engordaron su leyenda, “Los amantes”, también de Louis Malle. “El fuego
fatuo” se menciona menos, pero volvió a reunir a la pareja en 1963.
Fue en los años 50 y 60 donde lució con más fuerza, en el
esplendor de su belleza, seduciendo a los espectadores y a los que trabajaban
con ella. Se convirtió e icono, en la mujer imperfecta e indomable que
abanderaba un nuevo movimiento, para terminar siendo una de las actrices
francesas más prestigiosas y reputadas de la historia.
Los mejores directores la quisieron, y los más destacados entre los franceses la tuvieron, pero nunca pareció querer dar el salto a Hollywood,
feliz en su libertad creativa. Louis Malle, con quien tuvo una relación
romántica, quedó fascinado y sacó lo mejor de ella. Amó y fue amada por Pierre
Cardin, que se entregó a su estilo. Si Malle la vistió con algunas de sus mejores
obras, Cardin lo hizo con algunos de sus mejores modelos. Musa absoluta. Lee
Marvin o William Friedkin, con quien estuvo casada dos años, quedaron
prendados.
Se codeó con Henry Miller, Miles Davis, Jean Cocteu…
Su personalidad era arrolladora, una mujer de armas tomar,
independiente, que nunca vio la maternidad como un objetivo o un anhelo.
Siempre se vio capaz de todo. Hizo cine y teatro, grabó discos con esa voz grave
que arrullaba; dirigió ópera (Attila de Verdi y Lulú de Alban Berg), incluso
dirigió tres películas, dos largos y un documental. “Lumiére” en 1976, “La adolescente”
en 1979 y el documental sobre Lillian Gish, actriz del mudo, en 1983. La
dirección fue una experiencia que la dejó sin resuello y visto que no tuvo el
éxito esperado se refugió en su mejor arte, la interpretación.
Amante del riesgo artístico y la irracionalidad, gustaba de
embarcarse en proyectos arriesgados, transgresores, polémicos, difíciles, con
Buñuel, con Fassbinder, con Godard…
Con Truffaut en “Jules y Jim” (1961) o “La novia vestía de
negro” en 1968 (no menciono “Los cuatrocientos golpes” porque su papel es
testimonial), con Godard en “Una mujer es una mujer” (1961), con Antonioni en “La
noche” (1961), con Losey en “Eva” (1962), con Welles en “El proceso” (1962), “Campanadas
de medianoche” (1965) y “Una historia inmortal” (1968), al que embelesó de tal
modo que la declaró “la mejor actriz del mundo”; con Ophüls en “La estafadora” (1963),
Demy en “La bahía de los ángeles” (1963) y Buñuel en “Diario de una camarera” (1964),
con Frankenheimer en la descomunal “El tren” (1964; con Kazan en “El último magnate”
(1976), en uno de sus breves pasos por América; con Fassbinder en “Querelle”
(1982); con Besson en “Nikita, dura de matar” (1990); con Wim Wenders en “Hasta
el fin del mundo” (1991); con Angelopoulos en “El paso suspendido de la cigüeña”
(1991); con Ozon en “El tiempo que queda” (2005); con Oliveira en “Gebo et l’ombre”
(2012)... y así podríamos seguir hasta mañana, ya que participó en más de 130
films.
Recibió todo tipo de premios y condecoraciones y se guardó
un lugar fijo en la retina de todos los cinéfilos del mundo conocedores del clásico
y su evolución posterior, en la que fue protagonista.
Ayer la encontró su asistenta en su hogar parisiense,
inerte, sin esa vida que bebía con ganas, lo que tiene un punto de
cotidianeidad y a la vez de glamour, un poco como era ella.
Ahora es momento de que los cinéfilos la revivamos a diario
en nuestras retinas y pantallas. Descanse en paz, bella Jeanne, descanse en paz.
Q poéticas algunas partes. Siempre me fascinan tus textos.
ResponderEliminar:-)
Me alegra que te haya gustado, Reina. Un beso!
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