Ya ni recuerdo cuánto llevo aquí atrapada, el tiempo se
difuminó hace mucho, mi vida como en un dibujo al carboncillo manipulada por un
monstruo.
Atrapada, sin salida, presa de mi despiadado captor, un loco
que tan pronto me grita como se pone a llorar. Cuando el miedo deja de
atenazarme me rebelo, intento explicar y razonar, convencerlo de que me libere,
de que no quiero estar allí, de que quiero volver con los míos, con mis padres…
Cuando me grita procuro disimular, me vuelvo mansa para no provocarlo, por
miedo a sus represalias, aunque jamás me ha tocado.
¿Cómo puede pensar que encerrando a una mujer y sometiéndola
a su voluntad va a conseguir su afecto? ¿Qué clase de perturbado que no esté en
una película de Wyler o Almodóvar puede pensarlo?
Siempre está ahí, constantemente, vigilante, atento, intentando
matizar mi ira, aliviar su culpa ofreciéndome cosas, fingiendo preocupación. Me
asquea que me dé conversación, que trate de normalizar la situación como si
estuviera en esas películas, pretendiendo un cariño que jamás voy a dar, que no
puedo dar.
No sé qué hice para merecer este suplicio. No se puede creer
en nada porque nada juega salvo el azar. El azar de encontrarte con depravados
que quieran o no destrozarte la vida.
Los horarios son estrictos. Me prepara la comida, a veces me
la da él mismo cuando tengo dificultades, y me veo obligada a aceptarlo porque
tengo que comer. A veces me he negado a hacerlo y se desesperaba. Más de una vez
ha lanzado el plato al suelo. Me daba miedo.
Trae a tipos extraños que no paran de hacerme preguntas, a
médicos, supongo que para drogarme, multitud de personas que no conozco de nada
que me revisan y escudriñan sin respeto ni reparo alguno. Procuro ser educada
ante esos visitantes que pretenden ser amables, fingiendo que soy la dueña de esa
casa, como él pretende. En otras ocasiones, cuando creo que confían en mí, les
susurro que me ayuden, que me saquen de allí, pero al ver que el horror emerge
en su rostro, camuflo mi desconsuelo entre bromas…
Me droga, me da pastillas que dice han recetado esos médicos
que vienen a casa. Regularmente, sin faltar nunca, siempre a su hora. Me siento
ultrajada, sola, deseosa de desaparecer.
Insiste en estar presente cuando me baño. Me obliga a hacerlo
a diario. Logré que se mantuviera a distancia mientras lo hago pudorosamente,
sin desnudarme del todo, porque pretendía hacerlo él aprovechando mis
dificultades de movilidad. Un lascivo morboso sin escrúpulos. Muero de
vergüenza.
A pesar de que me cuesta moverme he logrado escaparme varias
veces. Hace tiempo de eso. No sé cómo lo logré, no recuerdo las circunstancias,
pero pude salir a la calle sin saber muy bien hacia dónde ir. Buscaba
desesperadamente mi casa, volver con mis padres, pero aquel entorno me era
completamente desconocido. Este cabrón me trajo tan lejos que la única opción
era buscar a la policía pidiendo ayuda, pero todo el mundo me rechazaba, me
miraban extrañados, se mostraban indiferentes, desquiciantemente atentos,
complacientes, mientras me agarraban para devolverme a mi carcelero. Siempre me
encontraba. Notaba su angustia, su nerviosismo en aquellas situaciones, cosa
que me satisfacía en cierta medida, simulando comprensión con todos,
convenciéndolos para que volvieran a llevarme a su casa, a su cárcel…
Estoy perdiendo mi juventud ante este monstruo que me tiene presa.
Me marchito. Yo antes era bella, era joven. Ahora me miro al espejo y veo una
anciana. ¿Quién coño es esa? ¿Qué ha hecho este monstruo conmigo? ¡No ha podido
hacer que envejezca tan rápido! Mi pelo moreno, esos ojos vivos que siempre
tuve, ese cuerpo redondeado y flexible, que se llevaba las miradas de los
chicos del pueblo, se han extinguido en esta reclusión forzosa, amarga,
injusta.
Hay veces que logro sentirme como en mi casa, tumbada en mi
cama, mirando hacia el techo o a las paredes que parecen contener momentos de
una vida que podría ser la mía. Mi único alivio es resguardarme en mis
recuerdos de infancia, que acuden fugaces.
Ni siquiera sé si vi ayer a mi secuestrador, o cuando fue la
última vez, creí que había vuelto con mi familia, que volvía a estar a salvo.
Tengo lagunas donde el infierno no parece tal, perdiendo la conciencia del
tiempo, donde me permito ser feliz, junto a mis amigos de la infancia, aquel
novio que tuve…
Pero es un infierno. Un infierno. Es un tormento incesante que
jamás podré perdonar. Y aún así pretende manipularme, ablandarme, convencerme
con sus buenas palabras y gestos. Ese anciano y el otro chico que lo acompaña muchas
veces, siempre inflexibles, hablándome de amor, diciéndome que no soy ninguna
presa, que eso no es una cárcel, sino mi casa, suplicándome entre sollozos que
los reconozca, enseñándome fotos trucadas en las que somos una familia,
diciéndome que son mi marido y mi hijo…
Uffff.... Tremendo y duro relato. ����
ResponderEliminarEs potente jejeje
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