Era la chica más dura que he conocido en mi vida. En todos
los sentidos. Nadie osaba ni osaría meterse con ella, más les valía no hacerlo,
y a mí me costó año y medio conquistarla.
Como buen engreído, siempre me he considerado el tipo más
guapo allí donde iba, no en balde mi éxito con las chicas era indiscutible. No
tenía que hacer nada, con estar me valía. Mi magnífico pelo rubio perfectamente
peinado de manera informal, mis rasgados ojos azules, mi cara de facciones casi
perfectas y mi actitud natural y ligera que parecía no darse cuenta de todas
estas virtudes, las volvía locas… menos a ella. Guapo, bien peinado, educado,
bueno en deportes… vamos, un seductor, ¿qué más quería esa chica? Además, el uniforme me
sienta genial. Es incierto eso que dicen que a las chicas les gustan con
uniforme, ella me ignoraba disciplinada y metódicamente. Que lo sepáis.
Esta chica, un año mayor que yo, me ignoraba como se ignora
a esa gente que reparte poemas que no son suyos en el metro, lo que me ofuscaba
en la misma medida que me motivaba. Su displicencia me desesperaba del mismo
modo que me servía de acicate, me impulsaba hacia delante, a comportarme como
nunca lo había hecho, a cambiar mi conducta pasiva y hacer denodados esfuerzos
para llamar su atención. La dificultad me estimulaba.
Solté indirectas, solté directas, la seguía, la buscaba, me
acercaba a ella cuando se quedaba sola, si estaba cerca hacía todo lo posible
para que me dirigiera la mirada, me mostraba más histriónico y chillón que
nunca… pero no había manera, no la pillaba ni en un renuncio. ¡Llegué a
empujarla distraídamente para que reparara en mi presencia!, pero todo resultaba
inútil.
Intenté acercarme a través de sus amigas, manipularlas
vilmente para que le hablaran de mí, caerles simpático para propiciar un
acercamiento sutil, natural, que no denotara la acuciante desesperación que me
embargaba, pero eran todas unas bordes desalmadas.
Llegué a pensar que mi habitual pasividad ligona estaba
perjudicándome, me veía torpe e inexperto ahora que debía tomar la iniciativa,
pero lo peor es que, como bien aseguran los sabios, no podía quitármela de la
cabeza con tanto rechazo. Se convirtió en la única chica que de verdad me
perturbaba e importaba.
En mi triste soledad sólo podía pensar en su ondulante pelo
negro, que veía mecerse cada mañana frente a mí, como una burla inconsciente y
malsana, en sus grandes ojos marrones llenos de jovial vivacidad que siempre
ponían su foco en un lugar alejado de mí.
Sus miradas frías, si es que me miraba, llenas de desprecio en muchas ocasiones,
contenedoras de universos de crueldad femenina, me taladraban y mermaban mi ya
deteriorada moral, una insoportable sensación que nunca había experimentado y
que me llevó a zambullirme en una extraña tristeza que preocupaba a mis amigos,
a los que no podía contar qué me ocurría por vergüenza. Sólo me quedaba el
disimulo y que el pasar de los días no me azotara demasiado…
Lo bueno de la tristeza es que te lleva a una calma
inspiradora en muchas ocasiones, y así se me ocurrió la idea que lo cambió
todo. ¿Cómo no había caído antes?
Aproveché mi acercamiento a las sosas y amargadas de sus
amigas para informarme de sus gustos, de sus preferencias, y la observé con más
detenimiento, es decir, dejando a un lado el aspecto superficial de mi diario escrutinio
a su figura. No hay nada como conocer bien a tu objetivo para aprovechar sus
debilidades. Me fijé en su ropa, en los objetos que llevaba, los detalles que
usaba para engalanarse, agucé el oído para recoger información de lo que
hablaba con las personas a las que no ignoraba…
Tras semanas de dura investigación de campo me di por
satisfecho con los datos recopilados, con lo que diseñé el plan perfecto que no
podía fallar. Y no falló. Gracias a él conseguí mi primer beso.
Pedí a mis padres que me compraran una muñeca “Gorjuss”, la
que estaba de moda, la mejor, de la que la escuché hablar, diciendo que era
para el cumpleaños de una amiga que me gustaba. ¡Y accedieron!
La suerte estaba echada. Cuando la agarré por la coleta
después de correr tras ella un rato y entregarle la muñeca, cayó rendida a mis
encantos, no pudo evitarlo y me dio un inolvidable beso en la mejilla.
¡Qué duro es el amor para un niño de siete años en el patio
de un colegio!
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