Película de narrativa y esencia clásica y de diseño para los
Oscars, muy habitual en Hollywood. Por debajo además de otras similares y muy
por debajo de las grandes obras de este estilo que se han realizado. Ahora
surge una cada año, que suele incluirse en la terna de nominadas.
“Selma” (Ava DuVernay, 2014), “Criadas y señoras” (Tate
Taylor, 2011), “12 años de esclavitud” (Steve McQueen, 2013), “Lincoln” (Steven
Spielberg, 2012), “El mayordomo” (Lee Daniels, 2013)… son otros dramas clásicos
que han tratado el tema racial con distinta fortuna, pero hay otros títulos de
distintas temáticas en este mismo tono y estilo, siempre son gozosas de ver,
aunque de resultados dispares, como todo.
Esta tendencia de películas raciales es una buena noticia, a
pesar de que no todas estén especialmente logradas, como es el caso. Son
indiscutiblemente necesarias. Hollywood parece estar expiando ciertos pecados
con estos títulos anuales, que este año ha traído a las nominaciones a mejor
película tres films de temática racista o con el universo afroamericano
como protagonista. “Moonlight” (Barry Jenkins, 2016), “Fences” (Denzel
Washington, 2016) y la que nos ocupa.
“Figuras ocultas” es absolutamente previsible y convencional,
también emotiva y necesaria, donde todo está perfectamente calculado para
cumplir con lo que se espera con solvencia, donde todo carece de la más
mínima genialidad, originalidad o brillantez. Entretenida, calculada y carente
de tensión dramática, en la que pasa justo lo que sabemos que
pasará, que concluirá justo como intuimos a los 15 minutos, pero donde el
camino se transita con agrado ligero y ufano.
La carrera espacial llega a un punto de inflexión cuando los
rusos logran poner en órbita a Yuri Gagarin, el primer astronauta en alcanzar
el espacio, y a la perra Laika para orbitar la Tierra. Sumado a los satélites
sputniks. Los americanos, contrarreloj, necesitan un golpe de efecto y acelerar
sus rendimientos para superarlos. Buscarán matemáticos, físicos, expertos en
geometría analítica y científicos varios para tal misión, entre los que
destacaran tres figuras ocultas, tres mujeres afroamericanas.
Sus reflexiones sobre el empoderamiento, la segregación, el
racismo, la superación… son superficiales y esquemáticas, simples, aunque
efectivas para el público, por muy vistas que estén.
Y es que esa ausencia de reflexión no incomoda del todo,
aunque no logre disimular su esquematismo y superficialidad, porque su
exposición habla por sí misma. La segregación, escenificada de múltiples formas durante el metraje, se aparece ahora tan absurda y sorprendente que no necesita
más discurso. Autobuses donde los negros deben ir de pie o en la parte trasera;
sección para negros en las bibliotecas; fuentes de agua en la calle sólo para
negros; en la misma NASA la protagonista deberá meterse largas carreras, incluso
bajo la lluvia, para ir al único baño acondicionado para negros, o beber café de
una cafetera exclusivamente para ella (es increíble, como si el color de piel
se contagiara o algo…); comedores separados; recibirán a la comitiva de
astronautas separados también, donde John Glenn (Glen Powell) demostrará su simpatía;
manifestaciones defendiendo los derechos civiles donde los afroamericanos son
mirados como apestados amenazantes…
Un sometimiento, el retratado en la película, que no tiene
que ver con la violencia, un sometimiento pasivo basado en miradas, desplantes,
gestos, al que el personaje de Costner pondrá fin, al menos, en la NASA. Una
NASA donde el grupo de trabajo con mujeres afroamericanas está apartado. Ellas
computan datos, brillantes científicas que deben mantenerse al margen y sin supervisor…
Katherine (Taraji P. Henson) confundida con un conserje mientras entra en un
mundo de hombres blancos, obligada a ir a un baño en la otra punta del campus, a tomar café de una cafetera distinta…
Aspectos que en su sencilla exposición muestran el lamentable absurdo de todo aquello.
La escena donde Katherine estalla ante Harrison por ausentarse durante 40
minutos cada día por tener que ir al baño es el clímax de todo ello. Estallido
que provocará que el propio Harrison rompa a palos ese ordenamiento.
Todo ello lleva, evidentemente, a esa sensación de sentirse
distinta. Una violencia latente y pasiva que queda expuesta visualmente en ese
reflejo distorsionado de Katherine tras su primera conversación a solas con
Harrison en su primer día de trabajo, que versará sobre cierta idea de colaboración.
En ese contexto histórico veremos muchas imágenes del
presidente Kennedy. El racismo en Alabama. También algún póster de Gorbachov.
Lo cierto es que la visión que se da de la NASA, a pesar de
la segregación reinante, no es del todo negativa, con varios ejemplos de
tolerancia, como en el propio Costner o en ese judío polaco que anima a Mary
Jackson (Janelle Monáe) a superar los límites y hacerse ingeniera. Se habla del
personaje de Kevin Costner como duro y amenazante, pero en realidad es de los pocos
amables y respetuosos con Katherine y la comunidad negra. Mientras Paul
Stafford (Jim Parsons) se agarra a formulismos y normas para ocultar complejos,
Harrison, que aparece en demasiadas ocasiones oportunamente, facilitará siempre
las cosas a Katherine. Poli malo y poli bueno.
La tiza que Harrison cede a Katherine es como el testigo en
una carrera de relevos, el momento de gloria de la protagonista, demostrando su
competencia ante los altos cargos con su ecuación en la pizarra, aclarando los
datos. Es bonito el regalo que Harrison le hace a Katherine cuando se ve
obligado a reasignarla a otro equipo. El collar de perlas que nunca tuvo.
Y es con el personaje de Costner, excelente y sobrio, donde subyace la pregunta e idea más interesante. Kevin Costner interpreta a Al Harrison, personaje ficticio y aparentemente basado en Robert C. Gilruth. Jamás se le verá el más mínimo resquicio de machismo o racismo, no se observará en él que mire distinto a Katherine por el color de su piel, quizá sólo para admirar sus méritos, y será él el que cambie los hábitos en el interior de su grupo en la NASA. Pero todo esto es propiciado por las prisas, la necesidad, en esa frenética carrera contra los rusos, donde la eficiencia, la eficacia y el mérito resultan imprescindibles, y se deben anteponer a los prejuicios. Una sociedad que limita a parte o a uno solo de sus miembros está luchando contra sí misma, perjudicándose absurdamente, limitándose, enfermándose. Miren a los países árabes…
Esas limitaciones aparecen constantemente en la película.
Katherine debe hacer cálculos pero se le censuran datos por estar clasificados;
debe hacer cálculos basados en las decisiones cambiantes de gabinetes en los
que no se le permite participar por ser mujer; debe rendir y maximizar su
tiempo de trabajo pero debe perder 40 minutos en ir al baño…
Los cambios, por tanto, se producen por la necesidad y la
demostración del mérito, propiciados por personas que seguramente veían el
racismo como algo absurdo, pero asumido. Otro vehículo para el cambio, aunque
no sea ideológico, como el que acometieron Martin Luther King y tantos otros.
En cualquier caso, todos estos aspectos van retratando el desvanecimiento de la
segregación poco a poco, en un duro camino.
Es admirable el patriotismo de esa comunidad afroamericana,
el que también se muestra en la película. Ese amor a ese país que tanto los ha machacado.
Admirable.
La carrera espacial es tomada como un reto nacional e
intelectual, patriótico, de identidad, donde no se concibe que los rusos sean
más listos o tengan mejor tecnología, tan solo que estén trabajando más. En
esta idea volvemos a tener una clara filosofía: la ambición como forma de
evolución y mejora, de superación de retos.
Lo irónico es que las condiciones que expone Harrison para
todos (más trabajo por el mismo cheque), son las que los afroamericanos debían
sufrir siempre, por norma, entre otras peores…
“Figuras ocultas” cuenta la historia de tres pioneras, tres
mujeres afroamericanas que rompieron moldes y barreras, y que resultaron
cruciales en la carrera espacial que enfrentó a rusos y estadounidenses. Tres
mujeres excepcionales que se sobrepusieron al machismo y el racismo. Tres
mujeres negras y sobradamente preparadas, que superaron incluso el natural
impulso de la aceptación y sumisión. Tres mujeres sobresalientes en un mundo de
hombres, negras en un mundo de blancos. Hechos reales en una narración que se
inicia en 1926, en Virginia, presentándonos a una niña prodigio, Katherine G.
Johnson, Katherine Coleman (Lidya Jewett) por aquellas fechas. Una introducción
con una textura de color distinta a la que tendremos en la historia central, en
un tono marrón. Luego, en 1961, todo será más luminoso.
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