No es el antibelicismo la principal idea que el brillante e
inteligente Mel Gibson quiere exponer en su soberbio último trabajo, aunque
también lo logra desnudando las absurdas contradicciones de la guerra y sus
mecanismos, sino el heroísmo, el heroísmo desde todo punto de vista. ¿Y por
qué? Pues porque aunque Gibson muestra el tremendo horror de la guerra, también
te atrapa y fascina con esa última parte visceral, enérgica y visualmente
gloriosa, donde lo que refulge con más fuerza son esos héroes muertos, esos
supervivientes, esos soldados armados o no, todos ellos idealistas y que van al
infierno por sus principios y la defensa de lo que creen justo.
Una reflexión que llevará a determinados personajes a
confundir la integridad moral, la firmeza de los principios, con la cobardía,
por ejemplo.
La doble idea de violencia y espiritualidad queda maravillosamente expuesta en la primera
escena, donde Gibson retrata ese infierno bélico, pero de una forma anónima,
casi expresionista, de cuerpos retorciéndose y volando por los aires, víctimas
de las bombas y los disparos, de rostros ocultos y fuego permanente e
inmisericorde, rodeados de muerte, que contrasta con las palabras religiosas y
el rostro de nuestro protagonista, Desmond Doss, herido (junto al rostro de los
que tratan de ponerlo a salvo). Él es el único personalizado en ese apocalipsis
anónimo.
Desmond Doss fue el primer objetor de conciencia condecorado
con la Medalla de Honor de las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos. Un hombre
que se negó a tocar un arma ni a matar a nadie en base a sus creencias (era Adventista
del Séptimo Día), por lo que fue al frente, amparado por la Constitución
americana, en calidad de médico sin protección alguna más allá de su casco… Y
salvó a 75 hombres.
Gibson sigue a este excepcional personaje para dar rienda
suelta a sus personales obsesiones en esta magistral película que se divide en
tres partes bien diferenciadas, o dos con la parte del adiestramiento como
bisagra. La vida tranquila y relajada antes de la guerra, la instrucción y la
guerra. Es decir, la formación, la teoría y la ejecución o práctica, porque en
Gibson la formación radica en los principios morales, en la educación y la
familia, no en el aprendizaje profesional o funcional, que incluso podría
llegar a ser consecuencia de lo primero. En Gibson es la educación moral la que
nos forma y define lo que seremos y haremos.
Doss es un personaje paradigmático del universo Gibson. Un
hombre de fuertes creencias y determinación a prueba de bombas, nunca mejor
dicho en este caso. Los suyos suelen ser personajes de esencia cristiana y católica que
deben emprender un viaje de sufrimiento, aprendizaje y autodescubrimiento, duro
y violento, para redimirse y expiar los pecados, donde la sangre y lo
espiritual se dan la mano. Un periplo donde la familia es esencial y donde el
personaje siempre va de lo humano e individual a lo idealizado y universal. Así, esa familia puede determinarse a los seres más allegados, para salvarlos
(Apocalipto), para vengarlos (Braveheart), pero puede extenderse al ejército
(Hasta el último hombre, Braveheart), a una nación, un pueblo (Apocalipto,
Braveheart) o a la humanidad misma (La pasión, Hasta el último hombre) en la
concepción más genérica de familia… Es la familia la motivadora, la
vertebradora, la que hace al héroe y su gesta posible, como vemos en esta misma
película, a pesar de sus defectos.
Gibson es un narrador nato, puro nervio narrativo, puro
talento y poderío visual. No ha hecho película mala. Es pura vehemencia,
energía y visceralidad, rasgos que lo convierten en una imposible mezcla entre
Raoul Walsh, Samuel Fuller y Sam Peckinpah. Mezcla con maestría de clásico
drama y humor. La película es pura progresión narrativa. Las dos horas y veinte
que dura vuelan a todo tren. Ni te darás cuenta.
En la primera parte, la más cuestionada, tendremos estampas de la infancia y la juventud, 15 años después, de Desmond, precisamente junto a su familia y la que será su esposa, Dorothy Schutte (la bella y encantadora Teresa Palmer). Una primera parte cuestionada por contener un relato más convencional, pero que es absolutamente necesaria para definir al personaje, a su familia y a sus principios, ejecutada por Gibson con excepcional fluidez y acierto. Un contexto familiar que va aclarando la personalidad de ese chico, con una escena que nos remite a Caín y Abel, cuando en una pelea Desmond casi mate a su hermano. De nuevo Gibson vincula violencia y religión o espiritualidad. Temas indispensables en su filmografía.
Dentro de la familia es obligado destacar la interpretación de Hugo Weaving, que encarna a Tom Doss, el padre de Desmond. Es una pena que no le hayan dado una nominación. Un hombre atormentado por la culpa, la mala conciencia y el dolor, que maltrata a su familia tanto como la ama, que sufre y pasa sus ratos libres en un fordiano cementerio hablando con los amigos caídos en la Gran Guerra, en la que participó. John Ford es un director al que también remitimos varias veces en el film. Él, que tanto hace sufrir a su familia, que tan en contra está de que sus hijos vayan a la guerra porque sabe lo que es de primera mano, porque quizá lo convirtió en lo que es y que tanto le repele, se desvivirá por ellos y será la pieza clave para que Desmond pueda participar en la guerra, como es su deseo. Es duro ver llorar a un padre, aquí lo veremos varias veces.
Formando una dualidad, tendremos a la madre, Bertha Doss (Rachel Griffiths), cariñosa y amantísima, en contraste compensatorio con su marido.
En él se desarrollan y personifican varios de los temas
básicos de la filmografía gibsoniana: la religión, lo espiritual, la
determinación obsesiva, la defensa de la familia y los principios...
Con sutileza, Gibson afianza un vínculo entre Desmond y la
naturaleza. En el bosque pasará momentos en soledad, se sentirá a resguardo. Un
libro de “Aves raras de Norte América” servirá al muchacho para acercarse a
Dorothy (esa pluma de separador). En lo alto de un peñasco la pareja se dará el
primer beso (consentido)… Interesante paralelismo entre esas alturas naturales y el acantilado de la muerte.
Un chico sano, majo, familiar, ingenuo, decidido, seguro de
sí mismo y poco experto en las relaciones sociales. Esa mirada de obseso que le
dedica constantemente a Dorothy en su primera cita, debería incomodarla, pero a
ella, que también debe ser excepcional, le hace gracia. Lo cierto es que parece
más bruto que un arado y con tintes de acosador en esa escena. Una mirada que
focaliza toda esta primera parte (a la chica en su cita, a la pareja que se besa en el cine, por el
hospital al llevar al hombre que ayuda…).
La petición de matrimonio es entrañable, encauzada por
Dorothy tras enterarse de la noticia del alistamiento de su novio… Quizá el
sexo tenga que ver… Que si se muere sin… Una chica también muy decidida. La
forma en la que Gibson muestra la feliz unión de la pareja es magistral: Plano
de un anillo en la mano de Desmond y ella saliendo del baño preparada para su
noche de bodas. No hace falta más.
Es fascinante la capacidad de narrador puro y clásico de
Gibson, como va filtrando la guerra en la historia a base de cebos y pequeños
detalles que se cruzan con Doss: Ese hombre al que nuestro protagonista ayuda y
lleva al hospital (encontrando, quizá, su vocación ahí, incluso el amor), con
esa pierna que chorrea sangre; el rostro desfigurado de un soldado saliendo de
la clínica; el documental sobre los nazis en el cine; leerá “Anatomía práctica”
para el devenir…
Del mismo modo, se avisaba la personalidad del padre en un
comentario fugaz al inicio del film, por parte de unos lugareños al reconocer a sus jóvenes hijos
jugando… Comentario que se enlazará, precisamente, con el padre velando a sus
amigos muertos en plena borrachera.
“Me tratan como a un delincuente por no querer matar”. En
esta frase Gibson resumen su reflexión antibelicista, desnudando la
contradicción inherente, lo absurdo del conflicto bélico, desde una concepción
filosófica.
Desmond tendrá en esta segunda parte un tormento físico,
pero también psicológico, junto a los suyos. Entramos en terrenos que guiñan a
“La chaqueta metálica” (Stanley Kubrick, 1987) mezclados con “Algunos hombres
buenos” (Rob Reiner, 1992), en una línea más light y fusionando con ejemplar
acierto humor y drama.
Una segunda parte de película que tiene partes humorísticas
para prepararnos antes del infierno, en una distensión muy fordiana también. Un
sargento chusquero con sus chascarrillos e insultos para regocijo del
espectador, y un final con juicio incluido para terminar con esta parte. Un juicio que no se resuelve por el sentido discurso de Doss, sino por la
intervención de su padre y la carta de su amigo general.
Allí tendremos a otros dos personajes importantes: el
sargento Howell que interpreta Vince Vaughn y el capitán Glover encarnado por
Sam Worthington, donde asistimos a escenas de camaradería varonil en la instrucción,
que irán tornando en pesadilla para Desmond cuando reivindique su derecho a no
portar armas. Ambos actores cumplen con solvencia.
Allí sufrirá palizas, chantajes emocionales, se le
ordenarán malos trabajos, castigos al grupo poniéndole de culpable, presiones de
todo tipo y encarcelamientos que le obligarán a faltar a su boda hasta llegar a
un juicio. Asumirá todo con resignación, frustración e ira.
“El ejército de los Estados Unidos no comete errores”.
“¿Sabes que en una guerra suele haber algún que otro muerto?”, “No matas. ¿Eso
es todo?”, "¿Por qué coño sigues aquí?",
“Así que os ruego que no esperéis que os salve en el campo de batalla”.
“Así que os ruego que no esperéis que os salve en el campo de batalla”.
Lo más fascinante es la pureza de su integridad. Ni siquiera recurrirá a trucos lícitos o mañosos, hábiles, para conseguir su
propósito sin traicionarse a sí mismo, como le explica su novia, que plantea
las cosas con sentido común: Pasa la instrucción, aprende a usar el arma, pero
luego renuncia a él en la batalla… Porque como en todo personaje de Gibson hay
una aguda obstinación que los sitúa al borde de la patología.
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