Recuerdo aquellas Navidades como si fueran de ayer mismo,
cuando mi hijo era un niño pequeño y yo intentaba evitar que descubriera cómo
se disfrutaba en otras casas, que no viera los hermosos paquetes con regalos
con los que se regocijarían en otros hogares los niños de su edad, porque yo
sólo podía darle unas cuantas chucherías o un modesto juguete que, con todo,
era más que lo que tendrían otros muchos.
Pasé varios años así, hasta que se fue con su padre tras
aquella Navidad donde miró con desprecio y casi burla mi regalo. No lo hizo con
mala intención, simplemente le salió así, aunque se me hincó en lo más profundo
de mi ser.
Su padre podía darle todo. Apreció lo que era una Navidad normal
y, supongo, soportaba con esfuerzo tener que pasar estos días conmigo para no
recibir más que un miserable regalo sin mucho atractivo.
Yo le daba todo el cariño del que era capaz. Eran Navidades
algo solitarias, ya que estábamos sólo nosotros dos, pero preparaba una
aceptable comida, dentro de mis posibilidades, y creaba un buen ambiente. Él lo
disfrutaba, todavía ignorante, porque era algo especial, distinto, al día a día
que vivíamos.
Cuando su padre regresó a su vida, que no a la mía, pensé
que sería beneficioso para él, que al fin y al cabo es lo que me importa, pero
nos fue separando poco a poco, no ya físicamente, que también, sino en ese
vínculo que teníamos, que creía irrompible. Pero me quedó claro que esos hilos
están a disposición de las Moiras, que yo tenía poco que hacer con respecto a
ellos.
Conforme crecía iba abriéndose a las novedades, a ese mundo
que su padre le descubría, lleno de facilidades y regalos, pero también de
integración y cierta normalidad, que yo me mostraba incapaz de dar. Ni que
decir tiene que su padre me ignoraba por completo, era para él un ligero
estorbo, un mero procedimiento por el que hay que pasar.
Esa distancia tenía que llegar. Sus tablets, sus consolas,
sus videojuegos, sus amigos, su libertad incluso, que sólo podía compensar con
mis quehaceres, mi cariño, mis gestos, mis pequeños planes juntos. Mi compañía.
Quizá no era mucho, quizá no lo es en el difícil conflicto generacional de
padres e hijos, donde ellos buscan aventura y nosotros queremos su seguridad.
Ese exceso de consciencia, esa soledad y distancia, es lo
que provoca el dolor en estos días, esa aflicción honda que es difícil de lavar.
Estos días son amargos, no pueden ser de otra manera. Son
demasiados recuerdos, que a menudo son buenos, pero la misma fuerza que tienen
estos días, esa exaltación de la felicidad y la bondad, de la unión y la
familia que hemos gozado, se vuelve en nuestra contra cuando alguna cosa nos
falta. A mí me falta todo, me falta él.
No es que me hiciera feos o tuviera gestos desagradables,
simplemente cada vez era más frío, más despegado. Venía por amor, por cariño,
pero no porque le apeteciera, sino porque lo relacionaba con el deber. El deber
de ese amor. Sé que siempre me ha querido, pero no soy interesante para él
desde hace mucho.
Nos conformamos con poco las madres, y aunque esto es un
sentido esfuerzo de desnudez, porque no deja de ser duro reconocer determinadas
cosas, lo cierto es que nos conformamos con poco. Cualquier cosa nos compensa
de todo sinsabor si procede de nuestros hijos, al menos en general.
A nadie más que a ellos consentiríamos que nos machacaran
sin conmiseración, a nadie más que a ellos perdonaríamos todo desprecio o
desplante, y sólo ellos nos compensan el desafecto, el dolor, la congoja con un
mínimo gesto de cariño.
Por eso, aquella Navidad que prometía ser de las más
dolorosas, cuando se casó y la pasó con su familia política a mucha distancia,
y me llamó para decirme que me echaba de menos y que la cena que había tomado
no estaba tan rica como la que yo le hacía, logró que todo dolor pareciera
difuso, anestesiado, lejano. Solamente eso. Sencillo, ¿verdad? Algo que dijo
sin darle importancia, distraídamente, que para él parecía que caía por su
propio peso, para mí supuso el mejor de los regalos, la mejor compañía en esa
llorosa Navidad sin nadie. Todo complejo regado a conciencia con gotas de
tiempo se desvanecía con una frase.
Hoy vuelve a ser Nochebuena. Están al llegar. Tras muchos
años volveré a pasar estos días con mi hijo y, por primera vez en esta casa, lo
celebraremos más de dos personas, porque viene con su esposa y su hija recién
nacida. Y todo el pasado, la acostumbrada soledad, la rutina del desconsuelo,
se esfumará como el vaho que sale de la boca en un gélido día, porque las madres
somos así, tenemos poca retentiva para el rencor y muchos recursos para el
perdón con respecto a nuestros hijos.
Ni que decir tiene que le he preparado lo que más le gusta.
Es mi niño…
Duro, real y emotivo. Una historia totalmente real en estos tiempos.
ResponderEliminarSí lo es, Merce. Gracias por leerlo. Un besazo.
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