Me había costado Dios y ayuda encontrarlo, el último coche
de la colección que le faltaba a mi hijo. Unas maquetas perfectas, de diseño,
ejecutadas artesanalmente, que le había ido regalando regularmente en cada
fecha señalada. Este era el último, un espectacular Camaro de color amarillo,
que observaba con detenimiento sentado en un banco de la calle, satisfecho
conmigo mismo. El regalo ideal para el día de Navidad.
Entré en una cafetería para hacer tiempo antes de volver a
casa, con la ilusión de un niño. Pensé si en realidad no me haría más ilusión a
mí que a mi hijo el regalo, pero lo cierto es que él parecía disfrutar, jugaba
con esos coches y los tenía muy bien expuestos en su habitación. Las ideas
brincaban con la ligereza y el entusiasmo de una nueva ilusión en mi cabeza
cuando, al buscar la caja con el coche una vez más, me percaté de que no
estaba…
Lo busqué desesperadamente por la mesa, por el suelo, miré
en la barra donde había pedido el café, pero no había rastro. Entré en pánico.
Mis pensamientos volaron raudos fuera de la cafetería. Se me
debía haber caído por el camino o, lo que era peor, que me lo hubiera dejado en
el banco donde estuve sentado. Salí corriendo sin probar el café siquiera,
retrocediendo por la calle por la que vine, mirando con ansiedad el suelo en
busca de la caja, temiendo no encontrarlo o encontrarlo roto…
Llegué hasta el banco donde estaba sentado y por fin lo
encontré, pero había un pequeño problema… Un niño lo tenía en sus manos y lo
había sacado de su caja. Un niño andrajoso y manchado de barro que amenazaba
con destrozarlo jugando en el banco sin cuidado alguno.
Sin pensarlo pegué un grito histérico que paralizó al crío,
que no debía tener más de siete u ocho años, y salí corriendo en su dirección. Cuando
llegué a su lado, arranqué el coche de sus manos airadamente y le espeté un
“esto es mío” que dejó perplejo y asustado el pobre chaval, que no se resistió
lo más mínimo.
Intenté introducir el coche en su caja tras limpiarlo como
buenamente pude, mientras imprecaba y reconvenía a aquel niño que me miraba de
hito en hito, entre curioso y atemorizado, algo entristecido. Había tenido un
objeto que seguramente no había visto en su vida o que de verlo se le hacía
imposible tenerlo, obtuvo el deseo en el acto, verlo y disfrutarlo, para
perderlo inmediatamente, como una cruel jugarreta del destino.
El niño comenzó a mirar hacia su lado derecho, un poco a su
espalda. Yo acompañe aquella mirada y vi a una mujer con un carro repleto de
cosas. Sus cosas, imaginé. Estaba sentándose, como fatigada, debía haberse dado
un carrera. Debía ser la madre, que debió acudir alarmada ante mis recriminaciones
a su hijo.
Su rostro traslucía circunspección, tenía la boca tapada con
una bufanda y sólo se le veían los ojos y la nariz. Su cuerpo lo cubrían
harapos y, poco a poco, en aquella mirada vi su tristeza y resignación.
El dichoso coche no entraba y mis nervios comenzaban a
jugarme una mala pasada. Aparté la vista para dedicar más atención al juguete,
pero poco a poco me iba sintiendo cada vez más ridículo. Allí de pie me vi
indigno, patético, abochornado.
Por fin, logré introducir el coche en su caja. Respiré
profundo. Miré avergonzadamente al crío y luego a la caja, que quedaba casi
oculta a mi vista con el propio vaho que emitía en mi agitación.
Me fui acercando con titubeante e indeciso paso a la mujer
que se sentaba en el banco de enfrente. Tras una breve pausa rompí el silencio
con cuidado:
-Me equivoqué, este juguete no es mío –dije a la mujer,
mientras le entregaba el cochecito extendiendo mi brazo.
Podía haberme tirado el juguete a la cara, pensé que lo
haría, pero ella miró a su hijo, que permanecía expectante a distancia. Volvió
unos duros ojos que me petrificaron, cogió el coche y asintió con la cabeza.
Me quedé mirándola durante unos instantes, mientras ella
hacía lo propio con la caja, y luego me volví y me fui de allí sin querer mirar
atrás, deseando que se formara un muro de piedra a mis espaldas para que no
llegaran las inocentes miradas que seguro me lanzaba aquel crío.
Llegué al bar de nuevo, el camarero me miró con resquemor.
Allí seguían mis cosas y mi café, ya frío. Me senté a la mesa y comencé a mover
el contenido de la taza con la cucharilla distraídamente, sin ser muy
consciente de lo que hacía, dejando vagar mis pensamientos y escapar los
minutos. Me quedé allí sentado durante mucho tiempo, sin probar siquiera el
café, moviendo incesantemente la cucharilla. No tenía ganas de llegar a casa.
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