viernes, 30 de diciembre de 2016

POR LA CIUDAD

RELATO










Soy un irredento solitario. Siempre lo fui, incluso cuando desarrollaba algún talento olvidado ya, cuando me las daba de artista o creía serlo, cuando decían que escribía bien. Ya nadie se acuerda de aquel talento… ni yo mismo. Sí, yo iba para intelectual, pero de aquello sólo me queda el escepticismo.

Estas fechas son buenas para practicar ese escepticismo, muy valorado por los intelectuales, y yo lo gozo ejerciéndolo desde mi atalaya “underground”.

Ahora soy un “tirao”, vivo en la calle y estoy solo, no tengo familia ni falta que me hace, me las apaño como puedo y no me va mal. Bebo bastante y me drogo moderadamente para pasar algunos buenos ratos. Me entretengo vagabundeando, rateando aquí y allá, pidiendo o sacando unos cuartos con cualquier mercancía que se puede vender, pero mi actividad favorita es sentarme a observar el teatro, el mundo ante mis ojos, desde un banco en un parque, en una calle o en mis vagabundeos.

Observo cómo me miran, sé que me desprecian tanto como yo a ellos, pero lo disimulan mejor. Fingen que han pasado la mirada como si tal cosa sobre mí, continuando la conversación con su pareja como si no pasara nada, pero un escalofrío les recorre la columna cuando nuestros ojos se cruzan. Hoy he estado paseando por el centro, viendo a la muchedumbre en su orgiástico frenesí consumista, sus muestras de cariño babosas y edulcoradas que no han ejercitado en todo el año. Está bien, algo es algo… supongo. Se sienten bien con sus regalos y sus paquetes envueltos para llevarlos a casa, abrigados y tranquilos, dispuestos a comer y beber bien tras dar un par de limosnas aquí y allá. Y así se sienten aún mejor. Hacen bien, yo hacía lo mismo, pero no se me ocurriría volver a aquello aunque pudiera.

Miran sin ver, nos miráis sin ver, pero mi desprecio hacia ellos, hacia la mayoría de vosotros, es por puro hartazgo, no lo toméis como algo personal.

Aquel de allí es Carlos. Un pobre desgraciado. Solitario, como yo, pero distinto a mí. Él añora a su familia, se quedó en la calle tras un divorcio desastroso. Hace mucho que no ve a sus hijos. No sé quién se avergüenza más, si ellos o él. Tan solo habla conmigo y vive en su coche. Es tímido, le cuesta relacionarse, aunque le gustaría. Sobre todo con Lorena.

Es un tipo muy honrado, jamás se mete en líos ni ha robado nada nunca, que yo sepa. Allí está pidiendo y algunos, llenos de paquetes de El Corte Inglés, le darán 20 céntimos por aquello del espíritu navideño… En eso tampoco es como yo. Aquí tengo unos guantes y una bufanda que he mangado de una tienda al pasar. Y una manzana que me estoy comiendo y que me está sabiendo a gloria, porque tengo hambre. No echarán nada en falta... Seguro.

Yo duermo donde puedo, no me gusta ir a albergues ni esos sitios, aunque me paso de vez en cuando y mantengo alguna relación superficial con algunos, por pasar el rato, ya saben, por variar la rutina.

No tengo amigos porque no quiero, no me apetece la compañía, aunque hay una chica que es bastante maja con la que me gusta hablar cuando voy al albergue.

No aguanto estas fiestas ni esas luces ni sus típicos olores, no aguanto esa felicidad reinante ni esta cantidad de gente que me atosiga. No puedo ir por ningún sitio en paz. ¡No tengo intimidad en esta gran ciudad!

Hoy es más insoportable que de costumbre, evidentemente. Es Nochebuena, por tanto más regalos, más paseos, más ociosos y más felicidad. Ha tocado pasar el suplicio de estos “papanoeles urbanitas” y su transitar como zombis cargados hasta que ha llegado la hora de ir a atiborrarse a sus cálidas casas con sus suculentos manjares.

Al menos ahora hay tranquilidad en las calles. Voy a convencer a Carlos para que venga al albergue, le convendrá estar acompañado y esas cosas, por aquello de la soledad y la nostalgia, que algunos no llevan bien estos días.





De camino al albergue ya no se ven niños que “se lo piden todo” ni abuelos que han debido venir a pasar las fiestas a vagabundear como yo, buscando obras que mirar o palomas que alimentar. Puros estereotipos sentados frente a mí en el parque. Le digo a Carlos que no se preocupe, que yo le presentaré a la gente, que es maja, porque él estaba un poco reticente. Una vez entramos vemos un ambiente festivo en un recinto abarrotado. En la puerta le doy a Carlos los guantes que había robado.

-Dáselos a Lorena.

-¿No serán robados?

-¡Para nada! Son muy baratos. Le gustarán.

-Me da vergüenza.

-No seas capullo. Felicítale las fiestas, dale ese regalo, un par de besos y empezáis a hablar. ¡No es difícil, joder, has debido hacerlo antes!

-Hace mucho…

Aún así, cogió los guantes y se adentró en la marea de gente en busca de su objetivo con paso decidido.

Yo, por mi parte, saludo aquí y allá en busca de la chica que os comenté, por aquello de la educación, ya sabéis. Tras un buen rato alcanzo la otra esquina de la estancia, no sin esfuerzo, que es donde suele estar ella con su padre, al que cuidaba con esmero ya que ahora tiene catarro.

-¡Hola, Miriam! 
              
-¡Hombre, que alegría verte! ¿Qué tal estás? ¡Menudo día!

-Sí, ya sabes cómo son estos días. Toma, he traído esto para tu padre… por lo del catarro...

-¡Muchísimas gracias! Con este frío no sé cómo no cogemos todos una pulmonía ¿No será robada?

-¡No, para nada! Estaba barata.

-Es una bufanda muy bonita. ¿Te sientas conmigo?

-Claro.

Es maja. Y allí sentado veo como mi amigo Carlos sonríe tímidamente ante la gratitud de Lorena, que acababa de recibir su regalo, mientras me acurruco al lado de Miriam, esperando la cena y las bebidas.

En fin, que odio la Navidad...



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