Dicen que en fechas señaladas y festejos aumenta el número
de suicidios. Supongo que por eso estoy aquí ante una pistola en la penumbra de
mi piso. Lo cierto es que desde hace tiempo cualquier noche me parece buena
para hacerlo.
Oigo el eco ensordecedor del chillido de los ausentes, la
agonía de la apatía que me empuja desde el precipicio. La soledad, la angustia,
el dolor y la falta de ilusión pretenden seducirme como sirenas para que cruce
al otro lado. Y yo estoy predispuesto.
¿Y por qué no lo hago? ¿Qué impide que ejecute ese acto que
veo tan atractivo? Son las luces.
Sentado a la mesa observo el piso de enfrente. Es calcado al
mío, exactamente igual. Llevo un buen rato ensimismado analizando todos los
detalles de su sala de estar y su cocina, que son las habitaciones que puedo
ver desde mi casa. Son exactamente iguales a las mías, incluso la decoración
coincide. El orden de las fotos, la colocación del mobiliario… Tan sólo
difieren en el árbol que se yergue en su salita, decorado con unas intermitentes
luces que iluminan en un grito agónico la oscuridad de mi estancia.
Me acerco a la ventana para observar mejor al hombre que va
de una habitación a otra. Se parece extrañamente a mí, salvo que su vestuario es
más cuidado, más formal, más presentable que mis pantalones de chándal y mi
forro polar deshilachado. Está concentrado, laborioso, podría decirse que feliz
y sonriente en sus quehaceres incluso, ordenando y preparando una mesa para un
solo comensal… Está solo y no parece esperar a nadie.
Retoca los adornos, coloca mejor las luces del árbol,
pone su plato y sus cubiertos, la bandeja de canapés… Me doy la vuelta y miro la pistola que está encima de la mesa. Esa soledad y esa angustia que me
atenazan a mí, parecen no hacer mella en ese individuo que tanto se me
asemeja, que vive en una casa que parece la mía, como si de un reflejo
luminoso de mi existencia se tratara.
Me siento inquieto y perturbado. Intento indagar en la
intimidad de aquel hombre, en las diferencias que justifiquen su felicidad en
su soledad, pero no hay un solo detalle que delate una vida diferente a la
mía. Los mismos cuadros con las mismas pinturas, las mismas fotos descastadas
en las mesas y las paredes, la misma decoración minimalista y funcional de soltero,
pero un espíritu opuesto al mío que ilumina aquella habitación y la hace visible a mis ojos mientras me mantengo en las sombras.
Noto cómo la perturbación se transforma en rabia, cómo
esa rabia se concreta en un instinto violento y que esa violencia me aleja de la decisión que había tomado esa noche para dirigirse hacia aquel hombre que, con inconsciente exhibicionismo, me muestra lo que no tengo…
Quiero bajar a la calle, cruzar hasta el bloque de enfrente,
subir hasta aquel piso y borrar de la faz de la tierra a ese otro yo que se
ríe de mí. ¿Quién es ese hombre? ¿Se parece realmente a mí? ¿Está viviendo la vida que debía vivir yo
o, al menos, interpretándola de una manera que no le impulsa al suicidio? ¿Por
qué es así? ¿Por qué me toca estar a este lado? ¿Si lo elimino podré ocupar su lugar, sentir lo que no siento, dejar de sentir lo que siento?
Agitado, paseando de un lado a otro en la oscuridad,
lanzando fugaces miradas al piso de enfrente, empiezo a darme cuenta de que una
extraña presencia ha eliminado la idea que tenía fijada en mi cabeza desde
hacía mucho tiempo. De alguna siniestra manera aquella figura que se parece a
mí me impulsa a vivir, a buscar objetivos para hacerlo.
¿La envidia como motor, la felicidad ajena, que gente como
él celebre cosas como le venga en gana? ¿Son ellos, son las fiestas las que
tienen la culpa de mi estado? Me desconcierta mi propia agitación, porque unos
minutos antes estaba completamente sereno y decidido a desvanecerme, como lo
hacen las intermitentes luces en el árbol del piso de enfrente cada pocos
segundos.
Vuelvo a acercarme a la ventana para escudriñar el rostro de
aquel hombre y me percato de que se ha asomado a la suya… Y parece mirarme.
Al principio retrocedo, como atemorizado, pero poco a poco vuelvo a aproximarme al cristal. Está lejos, no puedo verlo con la claridad que desearía, pero aquel rostro parece el mío propio. Más aseado, mejor peinado,
incluso de apariencia algo más joven, pero estoy convencido de que es mi
gemelo.
Entorno los ojos intentando atisbar los rasgos de aquel
hombre sobre el que golpean las intermitentes luces que engalanan el árbol
que está a su lado, y veo que me está mirando de la misma forma que lo hago yo, pero con una sonrisa en los labios. Mi desconcierto es tremendo, pero no
puedo separarme de la ventana. Entonces, aquel hombre alza un brazo y me
saluda.
Me quedo congelado, paralizado. Sólo tras unos segundos puedo reaccionar para devolver tímidamente el saludo, justo antes de que aquel
desconocido se vuelva para dedicarse de nuevo a sus labores.
Lentamente me acerco a la mesa. Me siento extraño, pero
completamente transformado. Cojo la pistola y la guardo en un cajón que cierro con llave. Me tumbo en la cama y dejo que los intermitentes reflejos de las
luces del piso de enfrente me vayan adormeciendo. Ya no parecen un grito
agónico. Me mecen, incluso reconfortan. Así, con ese parpadeo constante, voy encontrando el sueño con una suave sonrisa en los labios, pensando que quizá
esta no ha sido una noche buena, pero que sin ninguna duda, mañana será Navidad.
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