martes, 18 de octubre de 2016

EL CAFÉ DEL DELOREAN

RELATO








Los sentidos suelen ser un buen despertador. Aparte de su imprescindible uso cotidiano, son nuestra pequeña máquina del tiempo. Lo que vemos, oímos, tocamos o probamos nos traslada a lo vivido, lo bueno y lo malo, un pasado impreciso o muy concreto… Pero quizá el sentido que provoca un impacto más fuerte y hace más tangible los recuerdos es el olfato.

Esta es una época que parece diseñada para la nostalgia. Se vive y se hace para grabar recuerdos, a menudo impostados, posados, en infinitos soportes, para luego compartirlos. Generar recuerdos compulsivamente, sin vivirlos de verdad, como huyendo del presente.

Son muchas las cosas que pueden despertar a los recuerdos, incluso ninguna. A veces, simplemente aparecen, surgen sin más, desperezándose con energía y siempre predispuestos desde donde descansan y se esconden. No es necesario forzarlos, simularlos, posarlos, olvidar disfrutarlos para plasmarlos y compartirlos en redes sociales al instante. Soy por ello defensor del recuerdo sensorial, porque es más matizado, más sentido, más auténtico en su esencia y significado, sin ser excluyente de todo lo demás.

No hay sentido que nos haga viajar en el tiempo con más intensidad que el olfato. Los olores son capaces de plasmar los más vívidos recuerdos en un fragmento de segundo en nuestra cabeza, ante nuestros ojos. Es el sentido que más intensamente nos hace viajar en el tiempo. Es nuestro particular Delorean incorporado, que nos permite viajar al olvido para rescatarlo de una manera tan automática, arbitraria y eficaz que turba y emociona. Sin necesidad de parámetro alguno. Sí, el olfato es el Delorean de los sentidos.

Los olores nos transportan a un lugar concreto, incluso en su indefinición o falta de concreción temporal, a un estado de ánimo o un recuerdo que define una época, minimalista, pequeño, íntimo, convertido en fragancia selecta, en pura esencia exprimida. El olfato como un vehículo caleidoscópico que muestra múltiples vivencias a la vez, pequeños compartimentos apareciendo ante nuestros ojos como las pantallas que manejaba Tom Cruise en “Minority Report”. Ecos que golpean nuestra cabeza en insistentes golpes de izquierda a derecha, de arriba abajo y en diagonal, gritando que estuvimos allí. El olfato alimenta en el recuerdo al resto de sentidos. Tras oler, vemos; tras ver, sentimos, texturas, fríos, calores, tristezas; tras sentir recordamos sonidos; tras oír degustamos el recuerdo y así en un círculo sin fin. Sí, es la “Magdalena de Proust”.

Los recuerdos suelen ser agradecidos, porque suelen ser raudos en manifestarse, incluso los más difusos, que si no son claros no es por pereza o maldad, sino solamente, quizá, por timidez. Son flexibles, fáciles de manipular, embellecer o retorcer a conveniencia cuando la cosa se pone difícil, pero siempre tienden a atenuar el impacto de aquel momento que fue duro.

Y por alguna extraña razón mi Delorean tiene un agradable aroma a café en muchas ocasiones. De alguna manera hay un vínculo curioso entre el café y esos viajes al pasado, a la infancia y a las raíces de mi familia. Combustible en forma de grano para viajar en el tiempo.


En casa de mis abuelos paternos, en Ávila, después de que mi abuela nos dejara, era el único lugar en mi infancia donde tomaba “café”. Era una de esas múltiples peculiaridades y diferencias, pequeñas, sutiles, que nos encontramos cuando no estamos en nuestra casa, con nuestras costumbres y rutinas habituales, que hace a la vez fascinante el viaje a esas otras casas nuestras. Una marca de leche distinta, de bollos y galletas, distintos tamaños de vasos…


 Sí, allí olía a café y no había cola cao, que era lo que tomaba habitualmente. Me levantaba tarde y disfrutaba de churros, que se compraban disciplinadamente todas la mañanas, que solía tomar fríos, por ser de los últimos en incorporarme al desayuno por mi alergia a madrugar. Café y churros, un guiño a la adultez que sabía francamente bien. No fue hasta bastante tiempo después cuando me enteré de que no había tomado café ni una sola de aquellas veces. Es cierto que cuando probé el café de verdad había diferencia dentro del parecido sabor, pero allí, en aquella casa, olía a café en el desayuno, el que tomaban los adultos, y ellos llamaban café también a lo que tomábamos mi hermano y yo, pero en realidad era Eko… Ni por un momento se me ocurrió pensar que eso que sabía a café, tenía olor a café y me decían que era café ¡no fuera café! Pero está claro que los niños están condenados a que los engañen a tiempo completo. Ni Reyes Magos, ni ratoncitos Pérez, ni el Eko era café. Un desengaño, oiga.




También en mi tierna infancia, en esta ocasión en Cádiz, el café me remite tiernos recuerdos con mi abuela materna. Ella era aficionada al café y, en esas tardes de verano donde no existía la siesta, nos encargaba a mi hermano y a mí que le pidiéramos a mi tío que le preparara uno en su bar. Raudos acudíamos a llevárselo a los lugares donde gustaba tomarlo, la cocina, el patio, con su silla, esos lugares donde satisfecha fue perdiendo la juventud sorbo a sorbo, taza a taza, esas tazas que mi hermano y yo deseábamos probar en nuestra infancia creciente y sin frenos.

Ella lo tomaba a veces con un toque de anís y nosotros queríamos probarlo, porque el café seguía implicando cierto vínculo con el mundo adulto que nos estaba vedado. Y ella nos daba un par de cucharaditas para probarlo, algo que nos encantaba, y claro, el vicio lleva a la perrería en ciertas edades.

Queríamos más, así que nos las ingeniábamos para robar todo el café posible de la pequeña taza, utilizando artimañas tan sutiles como las cosquillas de distracción por todos lados para desviar su vigilancia de la ansiada taza de café. Recuerdo como si fuera hoy que en alguna ocasión casi nos tomamos la taza entera. Mi abuela, superada por las circunstancias y la risa incontenible, nerviosa e impotente que le provocaban nuestros juegos de manos pequeñas y paladares curiosos, acababa tan rendida como encantada.

Es cierto que también aprovechábamos para registrarla buscando las monedas y billetes que tenía ocultos. De los últimos nunca encontramos, pero siempre mantuvimos la ilusión.

El olor del café también me transporta al pasado de mis vacaciones gaditanas para reencontrarme con un viejo amigo al que hace años que no veo. Un molinillo de café que mi abuelo utilizaba para moler el grano. Aquel olor era inigualable.

Era un ritual cafetero que se daba cada cierto tiempo y que aún hoy resulta inolvidable. Imposible no sentir cariño por ese condenado trasto que cuando funcionaba parecía que estaban bombardeando la casa justo encima de tu cabeza.

Sí, en casa de mi abuelo se molía café, y es que el café en aquella casa y en aquel bar siempre ha sido extraordinario.

Su sedante ruido alimentaba el sopor y la somnolencia, por ello la ponían en marcha a la hora de la siesta, un momento ideal para zambullirse en el Séptimo Cielo y así adormecernos con su embriagadora cadencia y melódico vibrar. Uno se metía en la cama para disfrutar de una rica siesta veraniega, buscando algo de fresco y descanso, cuando de repente oía ese plácido y embaucador estruendo del molinillo, ante el que era imposible no caer extasiado y arrullarse entre las sábanas…

Había ejércitos de jubilados, siempre ávidos de presenciar cualquier obra que se ejecute en los alrededores, que acudían ilusionados para ver qué se estaba perforando, volviendo cabizbajos tras la decepción causada por esa máquina infernal, que no perforaba nada pero era capaz de hacer mayonesa sin el más mínimo esfuerzo en todas las casas a tres o cuatro kilómetros a la redonda de allí… Sólo había que cascar los huevos…

Y a pesar del absurdo, de que no lo querría volver a oír, de que era molesto e incómodo, siento añoranza al rememorar aquel atronador aparato… desde la distancia del tiempo. ¡Qué raros somos!

Ahora mi tío ha sustituido aquel inolvidable trasto por una moderna máquina que lo hace todo: te muele el café, lo regula, lo calienta, te lo sirve y te lo lleva a la mesa… Creo también puede hacer las camas en uno de sus programas. ¡Y no hace ruido apenas!



Él es el que ahora me hace unos cafés de diseño donde no sé que me gusta más, si el café en sí o su elaboración, que me lleva al ensimismamiento, haciendo hasta 5 capas con leche, café, leche condensada, espuma y un toque de algún licor. Un café ad hoc al que debería llamar “Sobrino Jorge” o alguna cosa así. ¡Una barbaridad! ¡Cómo no viajar en el Delorean para probar eso!

Siempre he disfrutado mucho del café con leche mañanero, recién levantado; lo primero que haces al despertar tras lavarte la cara. Un café cargadito que te llevas a tu mesa para trabajar o mirar alguna cosa antes de empezar el día, pero no será este el café que más recuerde y me haga viajar en el tiempo, sino el de las tardes, que es con hielo.

Aunque también los tomo de máquina, el café con hielo de la tarde suelo prepararlo con Nescafé y un vaso gigante, al cual dedico mucho mimo. Mi azúcar, las cucharadas de café, unas gotitas de agua y remover hasta que se te canse el brazo creando una pasta marrón claro que, por cierto, está buenísima. Cuando llenas el resto de agua llega a parecer café con leche antes de que todo se asiente poco a poco para coger su lógico color negro. Así queda una espumita arriba deliciosa que recogerá los posteriores hielos, que tienen la forma del escudo del Real Madrid. Una vez hecho y probado busco a mi madre si está cerca para que proceda también a su aprobación, tradición insobornable, además de dejarle los últimos rescoldos.

Esto debe ser genético, porque, volviendo a Ávila, mi tío, hermano de mi padre, era y es un devorador de cafés con hielo, que consumía antes de que yo tuviera uso de razón y que podéis ver en su casa desperdigados por distintos lugares. Eso sí, no los probéis, porque llevan más azúcar que café y que agua…

De pequeño siempre tomaba cola cao para desayunar o merendar, donde hundía un buen número de galletas o magdalenas en la que es, posiblemente, la más rica mezcla pastosa que se puede tomar. La cosa es que con el tiempo las galletas María no se reblandecían como a mí me gustaba con el cola cao, costaba Dios y ayuda lograrlo, mientras que con el café nada más tocar la leche quedan lacias hasta casi desaparecer… No hay término medio…

Sí, el Nescafé, que se toma por su facilidad para prepararlo, siempre nos ha acompañado, y es un especial inspirador de este articulito, ya que mi madre tiene la costumbre de oler su aroma nada más abrir un bote porque ese olor la transporta inmediatamente y con vívida exactitud a la casa de su tía, donde también se molía café en una habitación. Yo he adoptado esa costumbre si alguna vez me toca abrir alguno, y la busco de inmediato si está cerca para que haga ese querido y entrañable viaje.

Vivimos en mundos intangibles demasiado tiempo. Unos debemos crearlos para no perder pie, otros los espiamos desde la distancia, unos los construimos y damos forma con mimo desde la nada, otros los observamos en su cruda desnudez, nos regocijamos en su belleza o amoldamos a bellas formas expresivas.

¡Qué haríamos sin nuestros Deloreans, sin nuestros recuerdos!, que al fin y al cabo definen lo que somos y a veces se pierden tristemente conforme nos alejamos de la vida acercándonos a otro lugar.


2 comentarios:

  1. PERO Q TEXTO TAN BONITO!!
    Ojalá te prodigues más!!
    Efectivamente, los recuerdos q llegan a través de los sentidos te trasladan como en un bucle temporal recorrido a velocidad de hiperespacio.
    Y el olfato es el rey.
    Me ha entusiasmado.
    Bravísimo.
    QUEREMOS MÁS!!!

    Bss

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