Los sentidos suelen ser un buen despertador. Aparte de su
imprescindible uso cotidiano, son nuestra pequeña máquina del tiempo. Lo que
vemos, oímos, tocamos o probamos nos traslada a lo vivido, lo bueno y lo malo,
un pasado impreciso o muy concreto… Pero quizá el sentido que provoca un
impacto más fuerte y hace más tangible los recuerdos es el olfato.
Esta es una época que parece diseñada para la nostalgia. Se
vive y se hace para grabar recuerdos, a menudo impostados, posados, en
infinitos soportes, para luego compartirlos. Generar recuerdos compulsivamente,
sin vivirlos de verdad, como huyendo del presente.
Son muchas las cosas que pueden despertar a los recuerdos,
incluso ninguna. A veces, simplemente aparecen, surgen sin más, desperezándose
con energía y siempre predispuestos desde donde descansan y se esconden. No es
necesario forzarlos, simularlos, posarlos, olvidar disfrutarlos para plasmarlos
y compartirlos en redes sociales al instante. Soy por ello defensor del recuerdo
sensorial, porque es más matizado, más sentido, más auténtico en su esencia y
significado, sin ser excluyente de todo lo demás.
No hay sentido que nos haga viajar en el tiempo con más
intensidad que el olfato. Los olores son capaces de plasmar los más vívidos
recuerdos en un fragmento de segundo en nuestra cabeza, ante nuestros ojos. Es
el sentido que más intensamente nos hace viajar en el tiempo. Es nuestro particular
Delorean incorporado, que nos permite viajar al olvido para rescatarlo de una
manera tan automática, arbitraria y eficaz que turba y emociona. Sin necesidad
de parámetro alguno. Sí, el olfato es el Delorean de los sentidos.
Los olores nos transportan a un lugar concreto, incluso en
su indefinición o falta de concreción temporal, a un estado de ánimo o un
recuerdo que define una época, minimalista, pequeño, íntimo, convertido en
fragancia selecta, en pura esencia exprimida. El olfato como un vehículo caleidoscópico
que muestra múltiples vivencias a la vez, pequeños compartimentos apareciendo
ante nuestros ojos como las pantallas que manejaba Tom Cruise en “Minority Report”.
Ecos que golpean nuestra cabeza en insistentes golpes de izquierda a derecha, de
arriba abajo y en diagonal, gritando que estuvimos allí. El olfato alimenta en
el recuerdo al resto de sentidos. Tras oler, vemos; tras ver, sentimos,
texturas, fríos, calores, tristezas; tras sentir recordamos sonidos; tras oír degustamos
el recuerdo y así en un círculo sin fin. Sí, es la “Magdalena de Proust”.
Los recuerdos suelen ser agradecidos, porque suelen ser
raudos en manifestarse, incluso los más difusos, que si no son claros no es por
pereza o maldad, sino solamente, quizá, por timidez. Son flexibles, fáciles de
manipular, embellecer o retorcer a conveniencia cuando la cosa se pone
difícil, pero siempre tienden a atenuar el impacto de aquel momento que fue
duro.
Y por alguna extraña razón mi Delorean tiene un agradable
aroma a café en muchas ocasiones. De alguna manera hay un vínculo curioso entre
el café y esos viajes al pasado, a la infancia y a las raíces de mi familia.
Combustible en forma de grano para viajar en el tiempo.
En casa de mis abuelos paternos, en Ávila, después de que mi
abuela nos dejara, era el único lugar en mi infancia donde tomaba “café”. Era
una de esas múltiples peculiaridades y diferencias, pequeñas, sutiles, que nos
encontramos cuando no estamos en nuestra casa, con nuestras costumbres y
rutinas habituales, que hace a la vez fascinante el viaje a esas otras casas
nuestras. Una marca de leche distinta, de bollos y galletas, distintos tamaños
de vasos…
Sí, allí olía a café
y no había cola cao, que era lo que tomaba habitualmente. Me levantaba tarde y
disfrutaba de churros, que se compraban disciplinadamente todas la mañanas, que
solía tomar fríos, por ser de los últimos en incorporarme al desayuno por mi
alergia a madrugar. Café y churros, un guiño a la adultez que sabía francamente
bien. No fue hasta bastante tiempo después cuando me enteré de que no había
tomado café ni una sola de aquellas veces. Es cierto que cuando probé el café
de verdad había diferencia dentro del parecido sabor, pero allí, en aquella
casa, olía a café en el desayuno, el que tomaban los adultos, y ellos llamaban
café también a lo que tomábamos mi hermano y yo, pero en realidad era Eko… Ni
por un momento se me ocurrió pensar que eso que sabía a café, tenía olor a café
y me decían que era café ¡no fuera café! Pero está claro que los niños están
condenados a que los engañen a tiempo completo. Ni Reyes Magos, ni ratoncitos
Pérez, ni el Eko era café. Un desengaño, oiga.
También en mi tierna infancia, en esta ocasión en Cádiz, el
café me remite tiernos recuerdos con mi abuela materna. Ella era aficionada al
café y, en esas tardes de verano donde no existía la siesta, nos encargaba a mi
hermano y a mí que le pidiéramos a mi tío que le preparara uno en su bar.
Raudos acudíamos a llevárselo a los lugares donde gustaba tomarlo, la cocina,
el patio, con su silla, esos lugares donde satisfecha fue perdiendo la juventud
sorbo a sorbo, taza a taza, esas tazas que mi hermano y yo deseábamos probar en
nuestra infancia creciente y sin frenos.
Ella lo tomaba a veces con un toque de anís y nosotros
queríamos probarlo, porque el café seguía implicando cierto vínculo con el
mundo adulto que nos estaba vedado. Y ella nos daba un par de cucharaditas para
probarlo, algo que nos encantaba, y claro, el vicio lleva a la perrería en
ciertas edades.
Queríamos más, así que nos las ingeniábamos para robar todo
el café posible de la pequeña taza, utilizando artimañas tan sutiles como las
cosquillas de distracción por todos lados para desviar su vigilancia de la
ansiada taza de café. Recuerdo como si fuera hoy que en alguna ocasión casi nos
tomamos la taza entera. Mi abuela, superada por las circunstancias y la risa incontenible,
nerviosa e impotente que le provocaban nuestros juegos de manos pequeñas y
paladares curiosos, acababa tan rendida como encantada.
Es cierto que también aprovechábamos para registrarla buscando
las monedas y billetes que tenía ocultos. De los últimos nunca encontramos,
pero siempre mantuvimos la ilusión.
El olor del café también me transporta al pasado de mis
vacaciones gaditanas para reencontrarme con un viejo amigo al que hace años que
no veo. Un molinillo de café que mi abuelo utilizaba para moler el grano. Aquel
olor era inigualable.
Era un ritual cafetero que se daba cada cierto tiempo y que
aún hoy resulta inolvidable. Imposible no sentir cariño por ese condenado
trasto que cuando funcionaba parecía que estaban bombardeando la casa justo
encima de tu cabeza.
Sí, en casa de mi abuelo se molía café, y es que el café en
aquella casa y en aquel bar siempre ha sido extraordinario.
Su sedante ruido alimentaba el sopor y la somnolencia, por
ello la ponían en marcha a la hora de la siesta, un momento ideal para
zambullirse en el Séptimo Cielo y así adormecernos con su embriagadora cadencia
y melódico vibrar. Uno se metía en la cama para disfrutar de una rica siesta
veraniega, buscando algo de fresco y descanso, cuando de repente oía ese
plácido y embaucador estruendo del molinillo, ante el que era imposible no caer
extasiado y arrullarse entre las sábanas…
Había ejércitos de jubilados, siempre ávidos de presenciar
cualquier obra que se ejecute en los alrededores, que acudían ilusionados para
ver qué se estaba perforando, volviendo cabizbajos tras la decepción causada
por esa máquina infernal, que no perforaba nada pero era capaz de hacer
mayonesa sin el más mínimo esfuerzo en todas las casas a tres o cuatro
kilómetros a la redonda de allí… Sólo había que cascar los huevos…
Y a pesar del absurdo, de que no lo querría volver a oír, de
que era molesto e incómodo, siento añoranza al rememorar aquel atronador
aparato… desde la distancia del tiempo. ¡Qué raros somos!
Ahora mi tío ha sustituido aquel inolvidable trasto por una
moderna máquina que lo hace todo: te muele el café, lo regula, lo calienta, te
lo sirve y te lo lleva a la mesa… Creo también puede hacer las camas en uno de
sus programas. ¡Y no hace ruido apenas!
Él es el que ahora me hace unos cafés de diseño donde no sé
que me gusta más, si el café en sí o su elaboración, que me lleva al
ensimismamiento, haciendo hasta 5 capas con leche, café, leche condensada,
espuma y un toque de algún licor. Un café ad hoc al que debería llamar “Sobrino
Jorge” o alguna cosa así. ¡Una barbaridad! ¡Cómo no viajar en el Delorean para
probar eso!
Siempre he disfrutado mucho del café con leche mañanero,
recién levantado; lo primero que haces al despertar tras lavarte la cara. Un
café cargadito que te llevas a tu mesa para trabajar o mirar alguna cosa antes
de empezar el día, pero no será este el café que más recuerde y me haga viajar
en el tiempo, sino el de las tardes, que es con hielo.
Aunque también los tomo de máquina, el café con hielo de la
tarde suelo prepararlo con Nescafé y un vaso gigante, al cual dedico mucho
mimo. Mi azúcar, las cucharadas de café, unas gotitas de agua y remover hasta
que se te canse el brazo creando una pasta marrón claro que, por cierto, está
buenísima. Cuando llenas el resto de agua llega a parecer café con leche antes
de que todo se asiente poco a poco para coger su lógico color negro. Así queda
una espumita arriba deliciosa que recogerá los posteriores hielos, que tienen
la forma del escudo del Real Madrid. Una vez hecho y probado busco a mi madre
si está cerca para que proceda también a su aprobación, tradición insobornable,
además de dejarle los últimos rescoldos.
Esto debe ser genético, porque, volviendo a Ávila, mi tío,
hermano de mi padre, era y es un devorador de cafés con hielo, que consumía
antes de que yo tuviera uso de razón y que podéis ver en su casa desperdigados
por distintos lugares. Eso sí, no los probéis, porque llevan más azúcar que
café y que agua…
De pequeño siempre tomaba cola cao para desayunar o
merendar, donde hundía un buen número de galletas o magdalenas en la que es,
posiblemente, la más rica mezcla pastosa que se puede tomar. La cosa es que con
el tiempo las galletas María no se reblandecían como a mí me gustaba con el
cola cao, costaba Dios y ayuda lograrlo, mientras que con el café nada más
tocar la leche quedan lacias hasta casi desaparecer… No hay término medio…
Sí, el Nescafé, que se toma por su facilidad para
prepararlo, siempre nos ha acompañado, y es un especial inspirador de este articulito,
ya que mi madre tiene la costumbre de oler su aroma nada más abrir un bote
porque ese olor la transporta inmediatamente y con vívida exactitud a la casa
de su tía, donde también se molía café en una habitación. Yo he adoptado esa
costumbre si alguna vez me toca abrir alguno, y la busco de inmediato si está
cerca para que haga ese querido y entrañable viaje.
Vivimos en mundos intangibles demasiado tiempo. Unos debemos
crearlos para no perder pie, otros los espiamos desde la distancia, unos los
construimos y damos forma con mimo desde la nada, otros los observamos en su
cruda desnudez, nos regocijamos en su belleza o amoldamos a bellas formas
expresivas.
¡Qué haríamos sin nuestros Deloreans, sin nuestros
recuerdos!, que al fin y al cabo definen lo que somos y a veces se pierden
tristemente conforme nos alejamos de la vida acercándonos a otro lugar.
PERO Q TEXTO TAN BONITO!!
ResponderEliminarOjalá te prodigues más!!
Efectivamente, los recuerdos q llegan a través de los sentidos te trasladan como en un bucle temporal recorrido a velocidad de hiperespacio.
Y el olfato es el rey.
Me ha entusiasmado.
Bravísimo.
QUEREMOS MÁS!!!
Bss
Gracias Reina, así sirve de estímulo jajaja
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