En las orillas termina todo y todo comienza, todo muere y
nace de nuevo. La angustia llega cuando no sabemos si estamos arribando o en la
botadura, cuando no sabemos si tenemos que dar por fin la espalda o mirar de
frente a un nuevo horizonte. Porque en una orilla, ¿qué empieza y qué termina,
el agua o la tierra?
Siempre fuiste mi ídolo, eso era lo lógico, pero nosotros no
éramos suficiente para ti. Tú necesitabas izar las velas y explorar con
libertad, éramos lastre que tirar por la borda.
Sé el dolor que causaste en todos, pero sólo te hablaré del
mío. Me vi solo cuando ni siquiera había empezado mi travesía, me tuve que
lanzar al océano sin bitácora ni cuadrante ni sextante, y de haberlos tenido
tampoco hubiera sabido usarlos.
En ese barco yo no podía ser el capitán, aún no, tenías que
serlo tú. Eras tú el que debía llevar ese timón, al menos un tiempo, pero me
dejaste a la deriva, preferiste ser de los cobardes, de los que abandonan a sus
pasajeros a su suerte, lanzándote con tu salvavidas hacia cualquier isla
paradisíaca. Querías tu propio barco en el que cambiar de tripulación cuando te
apeteciera. Tú siempre te colocaste a barlovento, lo que me condenaba a
quedarme siempre a sotavento…
Hubiera querido poder anclar el barco en medio del océano
para que no hubieras podido huir, para que no hubieras tenido dónde marchar,
pero con el tiempo aprendí que eso sólo hubiera creado una ficción, una mentira
en la que vivir más cómodo.
Hubiera preferido no conocerte, no haber sentido afecto, para
que nunca te hubieras convertido en ese referente, porque hubiera dolido menos.
No tuve esa suerte y el dolor me hizo zozobrar, resquebrajó la quilla y dejó mi
viaje condicionado. Porque aunque no te entienda te necesito, porque aunque no
me aguantes deberías quererme.
No sabía por dónde venían los golpes, a la intemperie, sin
rumbo, a merced de lo que decidía el viento, sin capacidad de decisión porque
todo me venía grande, zarandeado por las tempestades de olas gigantes que
golpeaban a babor y a estribor sin piedad, atemorizado, intentando ponerme al
socaire de las desgracias sin el más mínimo éxito.
Necesitaba un guía, un vigía que me señalara el camino hacia
tierra. Nunca tuve tu aliento para empujar mis velas. Sólo me quedaba agarrarme
a cualquier mástil que tuviera cerca, como si eso fuera a protegerme de algo, como
si fueran tus sustitutos…
Y lloré, lloré tanto que apenas podía achicar las lágrimas
de cubierta. Lloraba de frustración y de rabia, de ira y de pena.
Miraba a la inmensidad del mar y se me hacía eterno, la
pereza y la desidia me abrumaban. Quise abandonar el barco, coger otro bote más
oscuro y siniestro, del cual cogí la senda en muchas ocasiones, soltar amarras
con ese viaje que no daba ninguna satisfacción. Pensé incluso en abordar tu
barco, invadirlo, en mi impotencia e incomprensión, pero era algo absurdo,
desesperado, ilógico.
Créeme cuando te digo que fondeé todas las aguas, desde las
más oscuras, sucias y hondas, hasta alguna que otra de límpida claridad, que
embarranqué en innumerables ocasiones, incluso cuando lo veía venir, como si me
boicotease a mí mismo.
Fuiste un torpedo en mi línea de flotación que sólo podía
hundirme, pero salí a flote. No creo que fuera un acto especialmente glorioso o
heroico, muchos en peores situaciones que yo lo lograron, pero es de esas cosas
que me permiten estar orgulloso y erguido en la proa.
Ahora, harto de explorar todas las latitudes, cada vez que
atraco en una orilla, convertido con mucho esfuerzo en un capitán de pleno
derecho, sigo mirando al horizonte por si veo tu silueta acercándose para
volver a navegar por los mares que quedan, para que su sal termine por cicatrizar
heridas.
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