¿Quién se lo iba a decir? Él, que siempre fue a mesa puesta,
hecho todo un cocinero. Fue uno de esos arrebatos que tienen muchos vigorosos jubilados, que buscan actividades que les entretengan en sus ratos libres,
que les permitan ser creativos. Con el insistente auge de los programas
culinarios en todos los canales de televisión, no le quedó más remedio que
claudicar y ponerse el delantal.
Con 78 años se ha convertido en un experto de los fogones,
del sofrito, del confitado para carnes, de las reducciones y el punto justo de
cocción, de las salsas y los aliños, por lo que afanosamente corta con agilidad
las cebollas y los pimientos, los ajos y el tomate, junto a su inseparable
cuchillo, siempre bien afilado…
A él le gusta la cocina tradicional, lo que no evita que
recurra a alguna técnica más exótica, como la tempura para los mariscos que
estaba preparando mientras se le pochaban las verduras.
Habitualmente cocinaba para él mismo, era absolutamente
feliz mientras lo hacía, se evadía y la sonrisa no desaparecía de su boca
mientras ponía el aceite en la sartén y cortaba en juliana la cebolleta. Si
sobraba lo repartía entre sus hijos o algún amigo, que lo agradecían
enormemente.
Precisamente hoy es su día favorito, donde da el do de pecho,
no por la dificultad de su reto, aunque prepara copiosa comida, sino por el día
en sí y los comensales. Una comida más variada para seis o siete personas,
realizada con todo el esmero del que era capaz y eligiendo los platos que más
le gustaban a ella.
Cuando tuvo todo preparado, justo a su hora, lo metió en
numerosos tuppers que introdujo a su vez en un carro y se puso en camino.
Siempre que hacía ese paseo ese día sentía una excitación y emoción especiales,
unos nervios ilógicos mientras transitaba por las frías calles llenas de luces
decorativas iluminando la noche y con olor a castañas asadas.
Era el tercer año que cumplía con ese ritual desde que todo
cambió, y lo cierto es que lo había sobrellevado con una entereza digna de
encomio, acorde a su carácter estoico, alegre, positivo y sereno. Esas fechas,
ese ambiente, reverdecían su espíritu juvenil, infantil incluso, que jamás
desfalleció incluso cuando la vida lo zarandeó con saña. Sentía la misma
expectación que cuando era pequeño de la forma más absurda, pero se complacía
regodeándose en ello, al fin y al cabo tenía una edad en la que los placeres
escaseaban y quería agarrarse a ellos con pasión. Llegó y subió a la
habitación.
Allí estaba ella, allí le aguardaba, como cada día, la más
bella mujer de 80 años que jamás hayáis visto. Tan bonita como el día que la conoció,
con su rostro hermoso y tranquilo mientras dormitaba en su cama.
Todos lo saludaron con cariño y alegría, afablemente, se
felicitaron las fiestas y prepararon la habitación para disfrutar de la cena.
Son viejos conocidos del día a día, pero que saben que esa noche es especial.
Quedaban los del turno de noche, que debían trabajar hasta el día siguiente, y
como cada año cenarían frugalmente algunas de las cosas que él había cocinado
con tanta dedicación y se tomarían alguna copita mientras se rotaban en sus
quehaceres.
Tras una distendida charla donde se contaron los avatares
del día, colocaron unas sillas y mesas junto a la cama, sirvieron las viandas y
fueron comiendo en perfecta comunión. Así cenaron, rieron y formaron la familia
que les faltaba en una noche especialmente dedicada a ellas. Como había pasado
los tres años anteriores.
Cuando todos se marcharon, Sofía, que era la enfermera más
guapa, como el anciano le dejaba claro cada vez que podía, se volvió para
preguntarle si necesitaba algo.
-En absoluto -contestó el anciano. Y es que ese era su
momento favorito, cuando se quedaban solos y podía mirar a sus vivarachos ojos.
Esos ojos que no lo reconocían, evidentemente, que miraban
sonrientes, pero en los que no había nada de lo que fue. Ojos de los que huyeron los recuerdos para
esconderse en algún recóndito lugar de su cabeza y reaparecer inconexos para
dar una sorpresa, como un niño juguetón divirtiéndose al escondite. Ojos que
miraban con interés al hombre que se sentaba allí junto a ella con un semblante
amoroso y sosegado. Y el anciano le devolvía la mirada, fijándola en esos ojos
vacíos, y los llenaba de recuerdos decorados con guirnaldas, luces
intermitentes, polvorones, turrones, carreras de hijos y nietos… con eternos recuerdos
de días de Navidad tan felices como este. Porque estaban juntos.
Precioso texto. De llorar de emoción.
ResponderEliminarEse amor incondicional en la vejez. Ay…
Bravo.
A ver si le gusta al jurado jajaja,
EliminarGracias, Reina!