La veía a diario con el rostro lleno de maquillaje y la
mirada vacía de vida mientras atravesábamos cada mañana los oscuros túneles del
metro. La sombra de ojos, la mascarilla, la base, la máscara para pestañas, el
lápiz y demás apliques apenas ocultaban las consecuencias de la noche anterior.
Casi nunca me dirigía la mirada, ni a mí ni a nadie, la tenía lejos, en el
lugar a donde querría huir, que quizá fuera muy oscuro.
Su rostro alicaído, de haber visto y vivido demasiado para
su edad, no lograba ocultar su serena belleza recién entrada en la madurez. Una
belleza enmascarada por surcos de sufrimientos y laceraciones.
Siempre llevaba un libro consigo, que leía con devoción cuando
no dejaba vagar su mirada por los alrededores sin pasión alguna o se ensimismaba
en la contemplación de su anillo de casada con desoladora concentración.
Parecían momentos de disfrute, su pequeña e íntima evasión que la anclaba a la
vida.
Era una desconocida, pero sentía una acogedora atracción
hacia ella que me impulsaba a hablarle, a entrometerme en su vida, preguntarle por sus pesares e inmiscuirme en sus cuitas, protegerla… Un sinsentido.
Nada podía hacer. Traspasar la barrera del anonimato por
sospechas, violentar su intimidad sin saber nada, era una oposición demasiado poderosa,
por lo que me quedaba allí mirándola día a día, observando su tétrico desfile de
modelos con funestos complementos, escayolas y tiritas que decoraban un
conjunto descuidado. El de una mujer que no espera nada ni a nadie.
Sentí impotencia, sentí frustración y sentí muchas más cosas
que no eran tan malas. Tenía que ser lo más sutil posible, acorde con la
languidez de sus movimientos, para no perturbar los hilos que aún la mantenían
en el camino. Decidí entablar un diálogo silencioso, por lo que me propuse llevar
el mismo libro que ella leía para compartir la lectura en nuestro breve viaje.
A menudo no los tenía, por lo que tenía que comprarlos, algo que hacía de buena
gana.
Debía ser una lectora compulsiva, porque cambiaba de libro a
una velocidad que no era capaz de seguir, aunque eso no evitaba que yo llevara
su nueva elección en un tiempo prudencial para exhibirla ante ella. Observé que
gustaba de los relatos románticos y trágicos, especialmente decimonónicos,
sobre todo ingleses y rusos.
Lo que al principio eran vagas miradas a una coincidencia
agradable, se convirtió en ávida curiosidad. Y las miradas esquivas y
escurridizas dieron paso a cómplices sonrisas basadas en el silencio.
Conforme las páginas, los libros y los meses pasaban,
observaba sutiles cambios en su aspecto, donde su despreocupado desaliño dejó
paso a una discreta coquetería. Cada vez vestía mejor, más elegante y resuelta.
En contraste, su maquillaje iba menguando, lo que hacía relucir aún más su
rostro, y cada vez eran más excepcionales los días donde parecía ocultar alguna
horrenda historia.
Mantuvimos esta codificada conversación durante varias
semanas, hasta que decidí dar otro pequeño paso, un guiño arriesgado que quizá
se tomara mal, pero al que no quería renunciar. Un día me puse una de esas
camisetas horteras con mensajes, encargué varias para una lastimosa pasarela de
moda en el metro. En la primera ponía “Tú tienes la llave”, en la segunda “Ánimo”.
No sabía cómo reaccionaría y pareció desconcertarla, porque tras este
atrevimiento estuvo varios días sin aparecer.
Una semana después, cuando pensaba que la había perdido, que
la había fastidiado, volvió a sentarse frente a mí en su lugar habitual en el
metro. No me miró en todo el viaje, enfrascada en la lectura de su libro, que
en esta ocasión era “Orgullo y prejuicio”. Se levantó de su asiento, como todos
los días cuando se acercaba su parada, y abrió distraídamente su chaqueta
dejando ver una camiseta con un mensaje: “Gracias”. Lo interpreté egoísta e
íntimamente como un gesto de cariño, pero sólo para mi propio consuelo, con
agitada alegría.
En ese momento, en vez de dirigirse a la puerta por la que
habitualmente salía, se acercó a la que tenía yo más próxima. Apoyó su mano en
la barra y miró al frente, indiferente a mi escrutador gesto. No tenía traza de maquillaje alguna en su rostro, que refulgía como nunca. Cuando se abrió
la puerta giró su cabeza y me miró con esos ojos que tanto habían cambiado, que
ya no miraban resignaciones dolorosas ni pasados funestos, eran ojos llenos de
vida, que habían vuelto al presente. Sonrió, pero no como otras veces, no era
aquella sonrisa de discreta complicidad que tenía grabada en mi cabeza, era una
sonrisa cálida en la que cabían varios universos. Dirigió su mirada a la mano
que seguía apoyada en la barra, en la que ya no había ningún anillo, y al
soltarla para marcharse dejó ver un post-it pegado.
Cogí el papel con rapidez y ansiedad. Era su número de
teléfono y su nombre. Esperanza.
Muy buen relato. Me gustó.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Lu. Un placer saber que te gustó. Un saludo.
EliminarMuy buen relato MrSambo.
ResponderEliminarDebería tener continuación. Moccia con menos te hace trilogías...
Gracias, Whoozy! Jaajaja, haremos trilogía, entonces!
EliminarUn saludo.
Un texto bonito con una imagen de cabecera de uno d mis pintores favoritos…
ResponderEliminarSigue escribiendo relatos.
Me encanta leerte.
Gracias y bss…
Es un pintor excelente, las escenas que coge son tan profundas...
EliminarGracias a ti.