Sentía una mezcla de miedo, curiosidad, angustia y
excitación. Desde hacía un mes, todos los martes recibía un paquete con un
objeto, un regalo sin aparente sentido de alguien desconocido.
Su miedo y su angustia procedían de sus recuerdos, que le
jugaban malas pasadas. Esos misteriosos detalles le recordaban a su anterior
pareja, tan detallista, tan atento, que la agasajaba con regalos y atenciones
constantes en los inicios de su noviazgo…
La curiosidad y la excitación venían el propio misterio, de
la atractiva idea de gustarle a alguien de nuevo, de iniciar algo lleno de
incertidumbres, de volver a seducir y sentirse plena. Ella nunca se consideró
especialmente guapa, una chica normal, aunque en aquella oscura época no quería
ni mirarse a los ojos. Y aún hoy le costaba asimilar su reflejo.
Cada uno de los regalos que llegaban puntualmente a su casa tenía
que ver con ella de una forma íntima y a la vez acogedora. La persona que los
enviaba parecía conocerla bien, pero no sólo en lo referente a sus gustos,
también en lo concerniente a aspectos de su vida que reservó a su grupo de
amigos más cercano y a sus familiares. Unos regalos que la llevaban al pasado y
a momentos duros, pero desde un prisma positivo. Era toda esta ambivalencia la
que la tenía agitada y expectante cada martes.
El primer envió que recibió fueron dos entradas para un
concierto de su grupo favorito. Desde luego ella iba a ir al concierto, pero
aún no había podido comprar las entradas porque llegaba apurada a fin de mes.
Ese concierto, de Coldplay, fue al que no pudo ir hace cuatro años cuando
estaba preparada, tenía las entradas compradas y sus amigas la esperaban,
porque a Él no le gustaba como iba vestida. La única música que escuchó aquella
noche fue la de los golpes de Él impactando contra su cuerpo. Recuerda su
impotencia y su sorpresa más incluso que su dolor. Él generalmente no era así,
había visto malos modos y desplantes, pero nunca había llegado a eso. Lloró, se
recompuso como pudo e inventó una torpe excusa para sus amigas disculpándose
por no poder acompañarlas…
El segundo martes le llegó un libro de historia. La carrera
que nunca pudo cursar. Siempre le apasionó la historia. Era una buena
estudiante, no extraordinaria pero sí aplicada, y siempre había sentido una
especial inclinación por los temas históricos. Por ello, se matriculó en esa carrera
hasta que Él decidió que no valía para “esas cosas”… Esa amargura siempre la ha
llevado consigo, sentirse inútil y con un apetito nunca saciado.
Si este segundo regaló la intrigó, el tercero la dejó
tocada. El martes a primera hora llegó un nuevo paquete que contenía una muñeca.
La muñeca de su infancia que Él destrozó sin miramientos en una de aquellas
noches infernales de alcohol y golpes. Esa muñeca era la posesión más preciada
de su infancia, un regalo de su padre, al que perdió cuando aún era niña, y que
conservaba desde entonces con absoluto fervor. Él lo sabía y por eso la
destrozó cuando se enfadó con ella por el motivo que fuera… Esta muñeca era una
réplica exacta y la historia sólo la conocían unos pocos, lo que hizo volar sus
pensamientos hacia sus más íntimos. Indagó, pero nadie parecía saber nada…
Todo esto tenía un punto inquietante, pero volver a aquellos
recuerdos ya no la dañaba, aunque la agitase en cierta medida. Nunca olvidaría
todo aquello, pero su efecto llegaba anestesiado.
El último envío fue un espejo. Odiaba esos objetos del
demonio y el reflejo que le devolvían. Se había odiado, se había despreciado,
se había visto como Él decía. Horrorosa, fea, acabada. Cuando perdió toda
ilusión, en lo último que pensaba era en arreglarse, y le horrorizaba mirarse
al espejo, una fobia que aún conservaba.
Todos estos objetos llegaban de forma anónima y sin mensaje
alguno, en una sucesión tan extraña como sugerente, tan inquietante como
atractiva. Con esta expectativa esperaba ansiosa la llegada del cartero. Era
martes, por lo tanto debía llegar un nuevo envío. Esperaba tensa, sentada a la
mesa con su café y su cigarro, deseándolo y temiéndolo.
Llamaron a la puerta.
No era el cartero, sino el portero de su bloque de pisos
para entregarle un sobre sin remitente con una carta dentro. No dio más
explicaciones. Ella lo abrió con ansiedad y comenzó a leer.
Era de Marco. Uno de los chicos de su grupo de amigos. El
más silencioso y discreto de ellos, el que se azoraba y ruborizaba cuando le
hablaba, el que apenas emitía palabra, al que había confiado pocas cosas pero
siempre escuchaba, al que los otros habían informado de casi todo, el que se
había comunicado con regalos…
En esa carta explicaba lo que sentía por ella, los motivos
de sus regalos, que efectivamente tenían que ver con aquel turbulento pasado,
la decisión de mandarlos los martes porque fue el día en el que abandonó a aquel
desgraciado (un martes, 25 de noviembre de 2014), al tiempo que justificaba su
particular manera de proceder por el temor que le producía parecer indiscreto y
su proverbial carácter tímido y vergonzoso. Una declaración de amor en toda
regla.
“No quiero que seas mía, pero me encantaría estar junto a ti”.
Su mirada se perdió al fondo de la cocina, pensativa,
meditabunda. Tras unos pocos minutos se levantó y se acercó a los objetos que
habían ido llegando esas semanas. Los miró con atención, los acarició. Cuando
llegó al espejo dudó, pero terminó cogiéndolo. Con cierto temor puso su rostro frente a él, y
cuando vio reflejada a aquella mujer supo que ya estaba preparada para cruzar
al otro lado.
Qué romántico. Ese mirarse al espejo, triunfal…
ResponderEliminarAy Sambo.
Sí, un paso hacia delante. Muchas veces creemos superado algo que en realidad no lo está porque nos instalamos en eso que llaman zona de confort.
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