Colocó con mucho cuidado el balón en el punto de penalti, en
el extremo más cercano a la portería. Acarició el balón, incluso le susurró.
Dio varios pasos hacia atrás, la multitud mugía con estruendo, frenética y desesperada…
Miró al frente y el miedo se apoderó de él. Una cascara de
tópicos arreció sobre su cabeza aplastándole contra el césped. Veía la portería
enana, como la casa de un hobbit; el portero era extremadamente grande y
corpulento, como un gigante o un portero de discoteca con malos modales que no
pensara dejar entrar nada en la puerta que franqueaba; los cinco pasos que
debía dar hasta el balón le parecían un camino lleno de baches y dificultades
en ese césped mojado y embarrado, como viajar a Mordor; el balón se había
hinchado, su circunferencia era más amplia y exagerada, parecía de plomo… Ya no
era un partido, estaba en plena batalla de “El señor de los anillos”.
¿Cómo podía cambiar esto tanto? Del entusiasmo cuando
pitaron el penalti por la posibilidad que nacía de lograr todo cuando no se
tenía nada, la esperanza de empatar el partido y alcanzar el éxito, al terror
desaforado que le embargaba todo su ser…
El portero gimió decepcionado. El partido estaba ganado y en
el último minuto el árbitro ha echado todo su trabajo por tierra. Ahora podían
perder absolutamente todo lo que tenían ganado, y por su culpa, por lanzarse a
lo loco y sin pensar. ¡Perder todo lo ganado! Era una idea aterradora que lo
paralizó. Las gotas de lluvia le cosían al césped, asaetándole. Comenzó a ver
la portería gigantesca: 7, 32 metros de ancho y 2, 44 metros de alto que cubrir
para evitar que entrara un balón de 69 centímetros de circunferencia… Era a
todas luces algo casi imposible. Además la lluvia lo cegaba, los guantes
estaban resbaladizos, el césped imprevisible…
Un trajeado hombre daba inquietos paseos por la banda, su
chaqueta estaba empapada, pero esa era la última de sus preocupaciones. Tenía
un título en su mano que podía escaparse en un santiamén. Si aquello salía bien
podría reivindicarse, callar bocas, pero si salía mal estaba claro que le
costaría el puesto después de un año de dudas y críticas. Ya no tenía voz para
gritar órdenes, pero es que todo estaba dicho y la suerte estaba echada. El
corazón le latía desbocado, fuera del campo se sufre muchísimo más… La impotencia
de que nada esté en tu mano es insoportable. Elevó las solapas de la chaqueta,
como para resguardarse del pavor y la angustia que lo acuciaban.
Detrás de la portería, en la grada enfervorecida, frenética,
histérica, un hombre se retorcía cruelmente las manos y se ensañaba en agudos
gritos con el portero que le daba la espalda. Había sobrepasado los límites de
la responsabilidad con creces endeudándose sin escrúpulos, sumergiéndose con
deleite en places y adicciones, hasta que todo fue insostenible. Ahora veía una
posibilidad en ese partido, pero ese penalti podía truncar toda esperanza si
perdía su apuesta. Miraba a su esposa, que disfrutaba a su lado, completamente
inconsciente, de la emoción que le producía el final del partido, ajena al
evidente pánico e incontenible nerviosismo de su marido, al que le faltaba el
resuello como si hubiera sido de la partida en el encuentro.
Al fin, el árbitro pitó y el miedo se desvaneció como un
azucarillo anegado por un torrente durante unos segundos, dando paso a una
comunión de paradojas.
Genial!
ResponderEliminarMe gusta q escribas relatos!!
Bss
Gracias, Reina :)
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