Referencias varias al western.
Hay una buena colección de referencias al western clásico en
“Hasta que llegó su hora”, homenajes más o menos velados, cuando no
directamente explícitos, consecuencia de la devoción que el director italiano
sentía por el género.
-La secuencia inicial de la película nos remite a
“Forajidos” (Robert Siodmak, 1946), con esos tres asesinos que llegan a un punto
concreto con chulería para acometer su truculento encargo, y “Solo ante el
peligro” (Fred Zinnemann, 1952), con tres pistoleros que llegan a una estación
solitaria…
-De igual forma Charles Bronson ya mataba a Jack Elam en
“Cuatro tíos de Texas” (Robert Aldrich, 1963) en la primera escena. Además en
“Veracruz” (Robert Aldrich, 1954) ya vimos a Bronson tocar la armónica. Estos
dos homenajes son a cintas de Robert Aldrich, con el que el director trabajó en
“Sodoma y Gomorra” (1962), aunque no se llevaron muy bien precisamente. A pesar
de todo Leone tiene a “Veracruz” como uno de sus grandes referentes, uno de sus
westerns preferidos.
-Henry Fonda escupe como hizo en “La venganza de Frank
James” (Fritz Lang, 1940) o “Las uvas de la ira” (John Ford, 1940). También hay
alusiones a otra cinta protagonizada por Henry Fonda que Leone valoraba
especialmente, “El hombre de las pistolas de oro” (Edward Dmytryk, 1959),
western crepuscular pionero.
-La amistad, la suciedad, la violencia nos llevan a cintas
de Sam Peckinpah, contemporáneo del director. Los dos directores se profesaban
gran admiración, por ello podemos ver paralelismos en las amistades de los
protagonistas de Leone con los de Peckinpah en cintas como “Pat Garrett y Billy
the Kid” (1973) o “Grupo salvaje” (1969), aunque en las amistades de Peckinpah
había menos cinismo y gamberrismo que en las de Leone.
-Sergio Leone dijo que “Siempre he considerado a John Ford
el mejor director, el mayor cineasta de todos los tiempos…”. El director
italiano quiere ver en el Henry Fonda de esta cinta al hijo legítimo del Fonda
de “Fort Apache” (1948).
-Claudia Cardinale ya fue un icono erótico del western en
otro título indispensable, “Los profesionales” (Richard Brooks, 1966).
De igual forma veremos una nueva llegada del tren, la
segunda, para presentarnos a otro de los pilares imprescindibles de la historia
y mecha de conflictos, la despampanante Claudia Cardinale.
Quentin Tarantino ha mamado e imitado de este estilo y forma
de hacer las cosas de manera evidente y también virtuosa.
La recreación de época es esplendorosa y espléndida, la
construcción del ferrocarril, y por extensión de todo un pueblo, es mostrada sin
limitaciones, un derroche magistral. Modernización, crecimiento, búsqueda de
trabajadores, bullicio, enfermos, chicos en sillas de rueda… todo enmarcando la
llegada de Jill (Claudia Cardinale). Travellings y panorámicas varias la
seguirán en su inquieto y desconcertado esperar. Mediante estos travellings
Leone describe el mencionado entorno, el próspero crecimiento gracias a la
llegada del ferrocarril.
Los relojes siempre han sido importantes en el cine de
Leone, algo lógico si tenemos en cuenta que el tiempo es uno de sus temas
esenciales, en forma y concepto. Un reloj de bolsillo con carrillón ya fue uno
objeto importante en “La muerte tenía un precio” (1965), aquí y en esta escena
veremos dos, el que lleva Jill y el que mira en la estación, justo en el
momento en que cambia la música. Las horas de los dos relojes que mira
Claudia no concuerdan. El de la estación parece parado, como si la llegada allí
interrumpiera su vida en esa trama de conflictos cruzados que se nos va a
narrar. La intuición de la muerte, la de su familia.
La canción, sinfónica también y con una soberbia parte vocal
femenina, que acompañará siempre a Claudia Cardinale es una virguería. Bellísima.
Cardinale también tendrá su “plano Leone” en esta presentación, no podía
faltar.
Una espectacular grúa concluirá la escena para que veamos al
completo ese pueblo que se está forjando. De la grúa pasaremos a los
travelling, también descriptivos, mientras suena la canción de Jill. Sweet
Water.
Para Leone la mujer en el western siempre ha tenido un papel
muy secundario, una coartada romántica para el héroe, por eso en esta cinta que
nos ocupa el rol que le da a la mujer el director italiano es mucho más
importante. En los anteriores westerns de Leone la mujer era la mecha que
acababa enfrentando a sus personajes, aquí eso se mantiene pero la importancia
se agudiza. La presencia de Jill es vertebral en la narración, manejará a los
hombres a conveniencia, se aliará o cederá por interés a los deseos sexuales
según convenga y saldrá reforzada al final, siendo la única capaz de
evolucionar y adaptarse a la nueva época. Enamorada de Armónica no se
arrastrará ante nadie en ningún momento, un poderoso personaje que rescata la
fuerza de las grandes féminas que ha dado el western, que no han sido pocas.
La mirada de Leone acabaría tocando la misoginia en “Érase una vez en América” (1984).
Además se vincula a la mujer con el agua, que en Leone, y en
especial en esta cinta, simboliza la pureza y la cuna de la vida, la
regeneración y por tanto adaptación. La matriz de todo. Es por ello que Jill se
queda en Sweet Water, que no por casualidad incluye en su nombre el término
“agua”, se adaptará a la modernidad. El final, con ella de aguadora refrescando
a los cansados trabajadores, lo ejemplifica todo. La sensualidad femenina
sublimada. Recordemos que Armónica también le pide un vaso de agua y a ella la veremos en una bañera. Al llegar también pedirá darse un baño.
Jill conversará con el cochero y sus palabras generarán
cierta desconfianza en ella, incertidumbre por su porvenir. Daba por sentado su
riqueza. En estas escenas con el paseo en coche de caballos hacia Sweet Water,
tenemos otro homenaje al western clásico, ya que podemos disfrutar del imponente
y mítico Monument Valley, paisaje protagonista de los grandes western de John
Ford, al que hizo eterno.
En el apeadero donde el carruaje se detendrá antes de llegar
a Sweet Water, Leone nos presentará al último de los personajes protagonista,
Cheyenne (Jason Robards). Un tiroteo en off y la magistral presentación de
Cheyenne, otra más, con un Leone, que también tendrá su música particular, otro
himno de las bandas sonoras cinematográficas.
Jill, Cheyenne y el sonido de una armónica que anuncia a Bronson, que tiene una maravillosa y fantasmagórica aparición. La subida de la música, la iluminación, con el foco iluminando y ocultando sus ojos intermitentemente, acentúan lo comentado. Una aparición al fondo del recinto tremendamente fascinante. La música de su armónica se confunde, no sabemos de forma definida y cierta si es diegética o extradiegética, dando un aspecto aún más mitológico al personaje. La música de la armónica, íntimamente relacionada con el personaje en un sublime hallazgo, unas veces será tocada por Bronson y en otras corresponderá a la banda sonora extradiegética.
Cuando se inicie la conversación entre Bronson y Robards la
armónica será un eco. La tensión creciente de nuevo, extendida, tiempos
eternos, dilatados. En contra de lo ocurrido con anterioridad todo esto no
estallará en violencia, anuncio de que la relación entre estos dos personajes,
a pesar de los vaciles y retos de macho, no será conflictiva, sino todo lo
contrario.
El vestuario en los films de Leone, en los westerns
especialmente, es básico, porque ayudan a crear esos personajes míticos tan del
gusto del director. Inolvidables son el poncho, el sombrero, el cigarro etc.
de Clint Eastwood en la trilogía del dólar, aquí también tendrán especial
importancia, hasta el punto de que Bronson se referirá a los matones que lo
esperaron en la estación mencionando sus guardapolvos…
“Vi tres guardapolvos como estos hace poco, estaban esperando
un tren. Los llevaban puestos tres hombres”.
“¿Te interesa la moda, Amónica?”
“No hay nadie que se atreva a llevar esos abrigos, excepto
los hombres de Cheyenne”.
En este sentido hay que señalar que Bronson vestirá colores
claros y Fonda oscuros o negros, el bien y el mal como los cinéfilos amantes del
western observarían en títulos como “Raices profundas” (George Stevens, 1953),
la lastimosa “El virginiano” (Stuart
Gilmore, 1946) o “Veracruz" (Robert Aldrich, 1954)… Sin mencionar “El bueno, el
feo y el malo”, donde Lee Van Cleef también vestía de oscuro en contraste con
Clint Eastwood.
La amistad.
En esta tensión estirada hasta el paroxismo se inicia la
relación de amistad entre Armónica y Cheyenne. La amistad varonil es una de las
claves narrativas que vertebran las cintas de Leone. Amistades peculiares,
llenas de fanfarronadas, retos, bravuconadas, pequeñas rencillas y traiciones,
perrerías varias y gestos para marcar territorio, pero sinceras en el fondo.
Recordemos la de Lee Van Cleef con Clint Eastwood en “La muerte tenía un precio"
(1965); la del propio Eastwood con Eli Wallach en “El bueno, el feo y el malo”
(1966): la de James Coburn y Rod Steiger en “¡Agáchate, maldito!” (1968) o la
de Robert De Niro y James Wood en “Érase una vez en América” (1984), en la que
es una evolución desencantada de la misma, ya que acaba en traición completa de
uno de ellos, aunque ni siquiera eso impedirá que el personaje de De Niro
renuncie a esa amistad.
Este aspecto, y otros muchos, emparentan el cine de Sergio
Leone con el de Sam Peckinpah, dos directores que se profesaban admiración
mutua y que con su estilo renovaron el western, un western sucio (dirty
western), violento y con una sublimación de la amistad personal e
intransferible.
La desoladora presencia de la muerte se mostrará en toda su
crudeza ante los ojos de Cardinale, cuando vea a la familia McBain al completo
acribillada. Todo acompañado con su melodía. El contrapicado desde la sepultura
recordará a esos contrapicados tan queridos por Tarantino desde maleteros de
coches.
“Es mi casa, la primera que he tenido”.
Los encuadres de Sergio Leone son pura maestría, un talento
innato.
La familia.
La familia está presente en el cine de Leone de forma más o
menos tangencial pero siempre significativa. En su cine se mantiene un respeto
reverencial por la institución, sus héroes no matan a mujeres ni niños, como
vemos en “Por un puñado de dólares”, lo mismo manifestará Cheyenne en esta
cinta que nos ocupa y comprobaremos en el resto de héroes que personificó Clint
Eastwood en sus películas. Por el contrario no tendrán problemas con acabar con
aquellos que matan a alguno de sus componentes, que no tienen respeto por ella.
Es el villano el que no merece vivir porque es el villano el que ataca a la
institución.
Jill (Claudia Cardinale), volverá a buscar algo, en esta
ocasión las riquezas que pudiera tener ocultas su difunto esposo. Primero
veremos sus manos rastreando la habitación y los cajones desesperadamente,
objetos revolviéndose, puro materialismo ejemplarmente mostrado. Luego veremos
su rostro, reflejado en un espejo, como no podía ser de otra forma tratándose
de una mujer falsa, mentirosa. La escena concluirá con su música y un picado
extremo, un plano cenital sobre ella, casi oculta por un visillo. Un plano que
recordará al del final de “Érase una vez en América” (1984), sobre Robert De
Niro.
No será la única vez que la veamos frente a un espejo, justo
antes de salir a la mañana siguiente, y encontrarse cara a cara con Cheyenne y
su música, la veremos frente a uno, ensimismada, en un plano muy sostenido,
recomponiéndose en su pesar por la decepción que supuso la muerte de su marido
y no encontrar lo que pretendía, lista para una nueva actuación.
Claudia Cardinale siempre ha sacado los impulsos más
viciosos de los espectadores, una mujer espectacular, con curvas, muy
neumática. Aquí además de a nosotros vuelve loco a los tres protagonistas de la
cinta, a cada uno de una forma, a Bronson en secreto, a Robards de forma
platónica y a Fonda de forma física, que será el único que se la beneficie, si
bien es cierto que seguramente los otros dos, sobre todo Armónica, no hubieran
tenido problema en hacerlo ya que ella lo estaba deseando.
Armónica, seducido e interesado por todo lo que se cuece por
Sweet Water, le tocará la armónica a la solitaria mujer, abandonada de la mano
de Dios en la casa de los McBain. Una armónica excitada y protectora, aunque
ella la vea amenazante.
La conversación entre Cheyenne y Jill dejará diálogos
magníficos y desarrollará a la perfección a ambos personajes, que pondrán sobre
el tapete sus principios y acabarán llevándose muy bien. Ni uno mató a su
familia, como se dice, ni la otra guarda un luto sincero, sólo pretende ganarse
la vida y huir de su pasado. Dos personajes de armas tomar.
“Yo he matado a mucha gente, pero a un niño nunca. Es como
matar a un cura, a un cura católico, claro”.
Dedicada a Auseva, con mimo, como un plano de Leone.
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