SERGIO LEONE
“Érase una vez…” es la película más amarga, con diferencia, de Leone, un testamento, aunque menos amarga de lo que parece en todo caso, y vertebrada por uno de los temas imprescindibles del cine de su director. La venganza. Una venganza no tan visceral como en sus anteriores películas pero desde luego siempre presente y que es la mayor motivación, o una de las mayores, de los protagonistas. Así Max (James Woods) se apoderará de la vida que le correspondía a Noodles (De Niro) por venganza, por ejemplo. Aquí los personajes protagonistas, Max y Noodles, vienen a ser la misma pareja que en otras películas de Leone pero de forma más sutil. De Niro es el introvertido (Eastwood, Bronson) y Woods el malo sin ambages (Lee Van Cleef, Henry Fonda). Este contraste también en las interpretaciones, nos lleva a destacar el nivel excelso de todas ellas, tanto de adultos como de los niños. James Woods nunca ha estado mejor, seguramente es su mejor interpretación con mucha diferencia. Tuesday Weld está sencillamente maravillosa y Elisabeth McGovern, sin fascinar como su personaje de niña, también está estupenda. De Niro como siempre en aquella época, impecable. Mención especial para la presencia de Jennifer Connelly en una actuación que ningún cinéfilo olvidará nunca.
Amapola, la flor del opio. La mirada.
Esta canción, que es uno de los leit motiv de la película, y que creó una de las mayores broncas entre el director y su compositor fetiche, Ennio Morricone, debido a que Morricone quería crear una banda sonora original, nos deja uno de los momentos memorables de la historia del cine, el baile de Jennifer Connelly al ritmo de sus notas mientras un anonadado Noodles la espía. Una vez más, como en tantos grandes, el poder fascinador de la mirada, que es a la vez la del director, la nuestra y la del propio personaje, nos deja fascinados y perplejos, no podemos dejar de mirar a esa cría ni queremos dejar de oír esa música en ese blanquísimo, idílico y purísimo decorado. Una vez más la mirada, los ojos, como en el memorable duelo de miradas de 3 minutos en “El bueno, el feo y el malo”, nos mantienen pegados a la pantalla sintiendo la misma fascinación, como voyeurs-espectadores que somos, que Noodles. La infancia, la adolescencia que va dejando paso a otra cosa pero que a pesar de todo no ha desaparecido por completo en un chaval que aún conserva el poder de fascinación con un simple baile, del que evoca pensamientos románticos, que jamás le abandonarán, e incipientes y desenfrenados impulsos sexuales. Un acto de amor a través de la mirada.
Un pastel. Un pedazo de vida.
En el mundo del hampa no se permite mucho tiempo para la infancia, para la ingenuidad o la inocencia, hay que espabilar rápido y convertirte lo antes posible en un pseudo adulto para sobrevivir. Todo lo que hace parecer adulto es lo que hay que hacer, los pequeños hurtos, las peleas, el enfrentamiento a la autoridad, el sexo… Es fácil, inmerso en la camaradería, entregarse a todas esas cosas, el espíritu gregario unas veces o la presión de los amigos otras, pero en soledad no es tan sencillo renunciar a la propia naturaleza. Cuando un chaval con la intención de perder la virginidad con una chica alegre del barrio que se vende por un pastel, y que tras luchar por conseguir ese pastel, algo no del todo fácil por caro, se queda a solas esperando en una escalera (ese lugar tan simbólico) que le llegue su turno, con la tentación, que al contrario que en un adulto no tiene forma de mujer, acabará sucumbiendo a ella irremediablemente. Un niño que sucumbe a su naturaleza de niño. Una escena que es un pedazo de vida, 4 minutos sublimes, perfectos, que los directores, incluso los más grandes alcanzan muy pocas veces.
A nivel estético es una delicia para los sentidos, y los elementos artísticos y técnicos son de primer nivel. Aparte de todos los mencionados, es obligado hacer mención especial a uno de ellos. Ennio Morricone compone la que es, sin duda, una de las mejores bandas sonoras de la historia del cine. En definitiva, pura magia.
Por tanto es en esta primera parte donde a mayor altura vuela una película que en casi ningún momento desciende, pero que es en la descripción de la cotidianeidad de esos críos y sus primeros pasos delictivos, en el retrato social idealizado y crítico, donde todo es más profundo, donde la visión a través del personaje de De Niro muestra también una profundidad y subjetividad psicológica realmente perturbadora (ese teléfono que no para de sonar como manifestación del sentimiento de culpa de Noodles por su delación). Cuando la película pretende adentrarse, analizar o tratar los resortes y funcionamiento de la mafia es cuando muestra más debilidades, recurriendo a tramas más superficiales o forzadas como la del sindicalista o el policía, aspecto que seguramente se vio perjudicado por los cortes que Leone se vio obligado a hacer para que la película no durase 8 horas. Quizá dos películas nos hubieran mostrado con mayor riqueza todos estos aspectos.
El final, que tanto ha dado que hablar, si es mal entendido dará una impresión de inverosimilitud, un punto flojo en la cinta, pero lo cierto es que en su ambigüedad es uno de los momentos culminantes, rico, amargo, nostálgico y triste, pero no tan desolador. El final debe entenderse como un inmenso sueño alucinado producto del opio. De Niro siempre está en 1933 y no sale de allí, todo lo que vemos posteriormente es imaginación suya producto de su sentimiento de culpa, otro de los temas de la película. A parte de que Leone lo explicó en su día, el director da pistas, como recurrir a ciertos anacronismos, la presencia del hijo de Max interpretado por el mismo actor que encarnaba a éste de pequeño o que el idealizado oscuro objeto del deseo de Noodles, Deborah, no haya envejecido. La misteriosa muerta de Max en el camión de basura, entra en contacto con la idea de confusión mental y onirismo que produce el fumadero de opio. Como curiosidad mencionar que el número 35 del camión de basura se corresponde con los años de ausencia de De Niro.
“Érase una vez…” constituye una auténtica rareza en la historia del cine, una mirada original al mundo de la mafia que no tiene parangón y que en su singularidad constituye un género propio, que empieza y acaba en sí mismo.
MAravillosa película y estupenda disección de la misma por tu parte, los actores están espléndidos es de esas películas de las que se te quedan grabadas ciertas escenas y no las olvidas.
ResponderEliminarPor cierto pequeño, ya hablaremos tú y yo de esa frase en la primera parte de la crítica sobre que el cine negro es misógino después de estar toda una noche discutiéndomelo, jajaja
Fail, tu mantenías que era MACHISTA. Yo digo que es misógino, machista es el Western, porque la época lo era.
ResponderEliminarExcelente película a mi gusto de la q siempre tendré grabadas dos escenas: Una, la de la chica bailando la música de amapola, mientras el protagonista la observa fascinado (y ella lo sabe, excelente retrato de los papeles del hombre y la mujer en el amor adolescente).
ResponderEliminarY para mi, una de las escenas mejor rodadas de la historia del cine, por la forma y por el contenido, la escena del pastel es sencillamente perfecta. Y nunca se habrá explicado mejor la pelea interna que tenemos a esa edad entre el niño que somos, y el deseo de hacernos mayores. Y como a la hora de la verdad vence el deseo natural de un niño y no el deseo adolescente que, aunque ansiemos, no entendemos bien.
El resto de la pelicula es fascinante también, pero esas dos escenas las llevo grabadas a fuego.
Totalmente de acuerdo como habrás comprobado en la crítica, y esas dos escenas en especial. De antología de la historia del cine.
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