No era así de pequeño. Me encantaba la idea de familia, de
intimidad, de celebrar las cosas con los míos y desvivirme por ellos. Quería
que no les faltara nada por amor y poder darles a veces algunas sorpresas
bonitas que sintieran y disfrutaran, que valorasen de verdad. Cada matiz, cada
sonrisa, en mis padres o mis abuelos, lo captaba y me lo bebía satisfecho, eran
premios de incalculable valor que se sellaban a fuego en mi memoria.
Ahora ese recuerdo, aunque presente, siento que se
desvanece, que le he puesto un velo apabullándome a mi mismo con otros muchos
recuerdos que poco tienen de importantes y verdaderos.
Ese mismo propósito, anhelo, se me ha ido yendo de las manos
compulsivamente, en una obsesión que se fue expandiendo sin control hasta
superarme. Y que no puedo parar.
La aspiración de hacer feliz a los demás, de vivir las cosas
lo más intensamente posible con la gente que quiero, de mi entorno, de valorar
los gestos que tenían conmigo y desvivirme por tener detalles especiales para
que ellos los valoraran, fue perdiendo su valor cuando comencé a hacerlo sin
control.
Primero era con los míos, agobiándolos a todas horas, pero
luego fui ampliando el círculo paulatinamente, entre familiares que ya no eran
tan cercanos, amigos que ya no eran tan íntimos… y así.
Sí, necesito la aceptación y aprobación de la gente. La
necesito. Necesito que se sientan bien conmigo, que me aprecien y manifiesten
su aprecio, que elogien lo que hago, que lo valoren, que sientan mi
complacencia y entrega.
Me convertí en pura y absurda generosidad, entrega,
sacrificio, devoción, dadivosidad y derroche. Sin medida. Soy consciente de la
injusticia al no distinguir, ya me da igual que sean mis seres queridos o
desconocidos con los que me acabo de cruzar. Mi necesidad de caer simpático, de
parecer útil, necesario, abnegado, es superior a mí…
Mi altruismo, mi desprendimiento, no es justo, o quizá lo
sea en exceso. Soy capaz de perder el oremus por complacer a alguien que no
conozco buscando la integración en un grupo, ignorando a alguien cercano,
simplemente porque ya lo tengo conquistado, con lo que una especie de prioridad
salvaje me conduce sin frenos ni reflexión. ¿Por qué si no iba a ofrecerme a
compromisos absurdos que ni siquiera me piden? ¿Por qué si no me entrego al que
no conozco, cuando no hace falta ni es momento?
Si llega un compañero nuevo al trabajo, tiene mi regalo en
un tiempo récord. Si veo a alguien tenso, me ofrezco inmediatamente a
proporcionarle algo. Parezco el repartidor de cafés, porque así es imposible
que me miren mal… No me limito a agasajar a mi novia, sino que también lo hago
con las amigas de mi novia, o las amigas de las amigas de mi novia. O a los
amigos de los amigos de mi mejor amigo… Soy la pura comprensión, el aliento de
todo aquel que llega a cualquiera de los grupos en los que estoy, mi equipo de
fútbol, mi grupo de cine, mis excursiones… Y aún así hay gente a la que no le
caigo bien. Ese exceso de complacencia, de generosidad, lo ven impostado por
ilógico. Falso, estrafalario.
Quizá tengan un punto de razón, pero aseguro que lo hago
porque lo siento, simplemente me cuesta conducirlo como lo hacía, metido en una
espiral absurda de desprendimiento.
He llegado a gastarme lo que no tenía porque lo primero era
complacer a alguien, lo necesitara o no. He llegado a perder el foco de lo que
le ocurría a mi familia, porque ya los tenía “en el saco”, porque ya eran de
los “archivados”. Me he venido abajo al darme cuenta, he entendido que la
generosidad sin mesura no tiene sentido, que es un defecto como otro cualquiera,
una idiotez. Pero da igual. No puedo evitarlo.
Esa desviación, esos dos caminos, son genuinos, pero el
segundo me hizo perder la conciencia de lo importante, de lo verdadero. Es
irrefrenable. Soy dos personas, como un Jeckyll y Hyde altruista. Vivo un
infierno en el que trato de congeniar a las dos personas que viven en mí.
Sigo recordando el candor primigenio, el amor por los míos.
Aquello es el catalizador de todo, pero aunque me propongo el control, siempre se
me termina yendo todo de las manos. Nunca es suficiente, siempre tengo que dar
más, que consumir mi propia generosidad, que dar porque sí, que pagar porque
sí, que regalar porque sí. Entre la melancolía y el frenesí.
La Navidad me tiene poseído… todo el año.
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