Había una brisa fresca circulando por el barrio, un pequeño
pedazo de ella se filtró por la abertura de la ventana de Sand, subiéndole por
la espalda en un escalofrío desde el talón hasta la nuca. Entreabrió los ojos y
observó las sombras, siluetas de las estanterías cobijando los libros, los
recuadros de los pósters conteniendo figuras indefinidas, las siluetas de los
peluches, que iban formándose difusamente. Todo era silencio, roto por ansiosos
crujidos de madera y agónicos chirridos de muelles desgastados. Todo era oscuridad,
rota por la amenazante y afilada rendija inferior de su puerta y unos ojos
desorbitados iluminados por la lujuria.
Un atroz terror se vertió sobre ella inesperadamente, una
vez más. No podía moverse ni emitir sonidos, atenazada por un brutal y congelado
abrazo que la cubría por todo el cuerpo y amordazada por unos gélidos labios de
hediondo aliento.
Intentaba zafarse, intentaba retorcerse, parpadeaba
frenéticamente, mirando a lo invisible en todas direcciones, al acogedor
entorno de su habitación que se había tornado terrorífico y que la sometía
inmisericordemente.
Se resignó, como tantas veces, cesó en su baldía lucha y
cerró los ojos. Aquel salvaje abrazo se fue de la misma manera en la que vino,
inesperadamente, sin hacer ruido, liberándola con el mismo sigilo con el que la
había apresado.
Fue recuperando el resuello, acompasando sus jadeos sin
atreverse a abrir los ojos, retomando la calma que se le había robado. Poco a
poco fue sintiéndose con el valor necesario para incorporarse. Observó su
habitación en penumbra sentada en la cama, los muebles, testigos silenciosos e
insolidarios de su angustia, su armario lleno de vestidos que parecían parodias
de fantasmales seres enhiestos, indiferentes, escrutando su pesar, donde ya no
había posters ni peluches.
Se levantó, abrió la puerta y salió pisando los fríos
azulejos del suelo que no crujían como la madera. Se dirigió hacia la cocina
para refrescarse con un vaso de agua, resguardada por la noche que poco antes
la había aterrorizado. Apoyada sobre el fregadero tras haber bebido y enjuagado
el vaso, pensó en cómo aquellos abrazos cada vez se daban con menos frecuencia,
lo que la hizo sonreír absurdamente. No podía pasar mucho más tiempo hasta que
se fueran por completo, pero mientras tanto tendría que convivir con ellos,
como lo había hecho casi toda su vida.
Volvió sobre sus pasos y se adentró por el pasillo hacia la
habitación de su hija. Asomó la cabeza por el hueco que siempre dejaba la
puerta por petición de ella para ahuyentar el miedo y la oscuridad. Dormía
plácidamente, con una pierna fuera de las sábanas y agarrada a su almohada. Su
respiración rítmica y tranquila la sosegó y apaciguó por completo, reavivando
su espíritu.
Su hija no tendría que sufrir aquellos temores que aún le
acosaban a ella algunas noches. Ella sólo recibiría abrazos inofensivos y
amorosos. Su padre era un buen hombre, aunque ahora estuviera lejos y, además,
ella jamás lo permitiría. Verla dormir con esa paz le daba la vida.
Entró en su habitación de nuevo, reconfortada, transformada
y segura. Se plantó de pie en medio de la oscuridad, oteando a su alrededor,
adaptando la mirada a las difusas formas para hacerlas reconocibles,
cotidianas, queridas de nuevo.
Avanzó hacia la ventana, miró al exterior y emitió un
suspiro que escapó por el hueco abierto y
se convirtió en el viento que todo se lo lleva, con esa vieja esperanza
de que cargara con todos aquellos demonios hasta donde no tuvieran retorno,
hacia ese lugar donde se pierden las miradas que no miran a ninguna parte salvo
a los deseos…
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