La granizada era de las que hacían época. Durante todo el
día había amenazado, un cielo encapotado de extraordinaria luminosidad
blanquecina que se había ido tornando en gris oscuro urdiendo un ambiente
plúmbeo, condensado, a punto de estallar. La salobre humedad típica de zona
costera impregnó cada rincón del pueblecito.
Era noche cerrada cuando la tempestad se desparramó por los
suelos adoquinados y arcillosos del lugar, como dando salida a un suplicio
largamente contenido. Las calles sólo estaban iluminadas aquí y allá con las
tenues luces amarillas de los faroles y alguna ventana indiscreta y atrevida.
Una de esas ventanas era la del único bar del lugar.
El local era tosco y estaba vacío, tenía un nombre
extravagante, “Casa Usher”, pero poco a poco se fue llenando de despistados
clientes que huían del bombardeo acuoso buscando algo de protección, descanso y
orientación.
Cada entrada era recibida jovialmente por el dueño del
local, un gordinflón de sonrosados mofletes y verborrea inagotable que decía
llamarse Falstaff.
–Entre, acomódese y tome ponche caliente por cuenta de la
casa. Yo me tomaré otro a su salud –decía a todo el que iba llegando, con
disciplina espartana.
Se formó un nutrido y ecléctico grupo que, tras limpiarse la
nieve y el agua de sus atuendos, se asentó en el pequeño bar con rutinaria
naturalidad. Algunos acomodados en parejas y entablando enseguida conversación, otros buscando la soledad. Eran de toda clase y edad.
Una anciana señora miraba el espectáculo con sonrisa irónica
negando lentamente con la cabeza. La señorita Marple, que así se llamaba,
susurró para sus adentros: ¿De qué me suena esto? Un grupo de personas
encerradas en una habitación… sólo falta que muera alguien…
Cuando llevaban allí un rato y parecían más tranquilos, una
bella dama rusa abrió bruscamente la puerta con un niño de su mano.
–Perdonen –dijo la
señora–. ¿Alguno de ustedes conoce a este crío? Se llama Oliver… ¿Cómo era tu
apellido, pequeño?
–Twist, señora, y ya le dije que no tengo padres…
Un rumor sordo inundó el bar hasta que Falstaff preguntó con
su torrente de voz habitual:
–¿Quiere usted tomar algo, señora?
–¡A mí sólo díganme dónde está la estación! –contestó la
digna dama.
Tras recibir las instrucciones del camarero y sin hacer caso
de sus advertencias, Anna Karenina salió precipitadamente de allí.
–¡Alguien debería seguirla! ¡Con este temporal podría pasar cualquier cosa!
Un hombre se levantó a esta petición de Falstaff con
apremiante ademán, pero al llegar al pomo de la puerta se quedó petrificado,
volvió sobre sus pasos y comenzó a dar paseos de un lado a todo como alma en
pena, preguntándose como en una letanía: ¿Voy o no voy?
Un caballero armado con espada se acercó a él. Habían estado
charlando tranquilamente, por lo que se vio con la confianza necesaria para
decirle:
–Para ser vuestra merced todo un príncipe danés, le falta un
poco de determinación –dijo con una sonrisa en los labios–. Yo iré, y al que
ose perturbar la seguridad de esa bella dama padecerá la justicia de mi acero
–y, desenvainando, salió D’ Artagnan de la tasca.
La tempestad arreciaba, granizo y gotas líquidas golpeaban con fuerza
en los cristales, un rítmico repiqueteo que iba cargando el ambiente, poniendo
de los nervios a unos y amodorrando a otros. La tensión era creciente debido a
la incertidumbre y a que el temporal parecía desatado.
Gregor Samsa alzó la voz en un vano intento por calmar su
angustia, dirigiéndose al circunspecto hombre que tenía al lado.
–Estas situaciones me ponen de los nervios, me cambian el
carácter, me transforma en otro…
–¿Qué me va a contar usted a mí? –contestó el doctor Jekyll.
Una jovencita se acercó a un distinguido señor que fumaba
relajadamente en pipa mientras escudriñaba cada detalle del bar, cada arruga de
las vestimentas de los allí presentes, cada gesto, cada sonido...
–Señor, tengo que llevar esta cesta a casa de mi abuela,
pero me he perdido y mi caperuza está empapada, ¿podría ayudarme?
–Por supuesto, jovencita
–dijo sin mirarla–, pero ahora debe esperar a que escampe, en nada nos ayuda
este tiempo. De hecho, sé exactamente dónde está la casa de su abuela y no será
ningún esfuerzo guiarla.
–¿Cómo puede saberlo, si no sabe quién soy?
–Es elemental, querida amiga, sólo hay que seguir la
miguitas, pero ya se lo explicaré –luego dirigió la mirada hacia su acompañante,
que estaba distraído con su tercer ponche.
–Señor Watson, ¿podría ocuparse de esta joven mientras me
aplico mi pequeña dosis en disolución al siete por ciento?
El señor Watson lo miró con cara de circunstancias y con
amable resignación apartó de allí a la jovencita.
Un granizo como una pelota de golf atravesó una de las
ventanas, para agitación de los allí presentes, que se hicieron a un lado. Por
el hueco del cristal se filtró el viento en un aullido similar a un lobo.
–Los veo algo atemorizados. Tengo en el puerto mi humilde
submarino, donde a buen seguro se sentirán más protegidos. Además, me encanta
enseñarlo –dijo Nemo.
–Me sobra con un caballo –aseguró Ricardo III con altanería.
–¡Llevo dos horas dando vueltas por este tugurio! ¡¿Cómo
demonios se sale de aquí?! –chilló desesperado Josef K.
–Son ustedes unos blandos –espetó Philip Marlowe.
Alonso Quijano cerró el libro. Había estado leyendo casi 36
horas seguidas. Apagó la vela con un desganado soplido y musitó: Voy a volverme
loco.
Ingenioso y divertido.
ResponderEliminarTe felicito.
Noemí
Muchas gracias, Noemi! Un beso!
Eliminar