Había sido una auténtica odisea llegar hasta allí. Muchos
gustaban de desmitificar la figura del arqueólogo, profesión paciente, aburrida
incluso, detallista, concienzuda… Él sabía que no era así, al menos no en su
caso.
Él practicaba la arqueología como un héroe ávido de saber y
descubrir. Un perseguidor de tesoros y reliquias. Una pasión que le había
llevado a vivir las más grandiosas aventuras hasta esta última, a ese momento,
el cénit de todas ellas.
Había tenido que viajar en globo, sumergirse a 20.000 leguas
en un viaje submarino, visitar las catacumbas de San Calixto por pasajes
secretos, seguir mapas hasta una supuesta isla con un tesoro… Había estado
preso injustamente en el castillo de If; se había infiltrado en sociedades
secretas masónicas; participado en tiroteos y duelos a espada; había explorado la
selva utilizando lianas; navegado en una pequeña barcaza junto a un
viejo y un pez espada; luchado contra piratas que pretendían abordar su barco; inspeccionado minas que escondían tesoros de un rey legendario; realizado
tantos viajes como para dar la vuelta al mundo en mucho menos que 80 días…
Todas esas peripecias habían conducido a ese preciso momento,
a ese instante, a doscientos metros de su gran tesoro, el más anhelado, el que
justificaría su vida.
Dos distraídos guardias lo protegían en el interior de la
cueva. Estaban en una de las puertas que daba al pasadizo, de espaldas a este,
que conducía a la cámara del tesoro, de la gran reliquia. Él había abierto otro
camino, oculto para sus vigilantes. El bochorno era insoportable, el ala de su
sombrero estaba empapada y goteaba sobre su cara. Acarició su látigo y se movió
con sigilo. Era ducho en estas acciones, pero siempre había que tener máxima
precaución y mucho cuidado. Se movía con lentitud, como en una moviola, con la
misma cautela y el mismo mimo con los que sus compañeros desempolvaban con su
cepillo de dientes restos de huesos.
Los dos guardias comenzaron a charlar de sus cosas, dando
paseos de un lado a otro, distendidos, fumando. Él agarró su látigo y, con suma
delicadeza, lo lanzó hacia la madera que atravesaba el lugar. Una vez
agarrado a ella esperó a que los guardias se alejaran o emitieran algún ruido
más estruendoso que ocultara su propósito a sus espaldas.
Pasados unos minutos, uno de ellos, afortunadamente, debió
decir algo ocurrente, por lo que el otro estalló en una carcajada que le llevó
a la tos. Ese fue el momento elegido para impulsarse y usar su látigo de liana,
volando silenciosamente a espadas de los guardias hasta el otro lado del
pasadizo, sorteando el abismo que se hundía bajo sus pies, a un paso de donde se
encontraba la cámara con el preciado tesoro.
Tenía el camino libre. En pequeños pasos se fue acercando
hasta la cámara. Allí estaba.
El crío se adentró en su habitación dejando caer en el suelo un cinturón
que hacía las veces de látigo. Se quitó su gorra de Nike para secarse su
acalorada frente mientras se acercaba con tiento a una montaña de ropa en medio
de la estancia. Oía el rumor distraído de la charla de sus padres detrás de él.
Levantó la ropa y encontró el libro, la gran reliquia y
tesoro, ese que muchos años después leería a su hijo y le despertaría su
imaginación, tal como hizo con él en su niñez.
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