Conforme pasan los años y disminuye el ego y el orgullo, si
es que lo hacen alguna vez, alcanzas a ver con mayor claridad eso que llaman realidad,
que no es otra cosa que la misma basura que veías antes, pero en la que no te
queda más remedio que incluirte.
Nunca fui muy playero, he sido más observador de
chiringuito, y desde esa magnífica posición, así como cuando bajaba a la arena,
me dedicaba a emitir juicios divinos: ¡Qué barbaridad! ¡Hay que ver la de gente
fea y mal hecha que se encuentra uno por aquí!
Esto es una realidad incontestable, que se hace
especialmente patente en verano, donde la moda dista mucho de ser elegante y
los atuendos, o la falta de ellos, no disimulan, más bien acentúan, las
imperfecciones de los cuerpos. La elegancia en verano emigra y se toma unas
vacaciones, dejando que la gente exhiba con descaro modelos infames y cuerpos colgantes.
Allá van ellos, ufanos y contentos, con esos pechos
bamboleantes que rascan sus ombligos, esas tripas que son confundidas por los
bañistas con boyas, esos colgajos fláccidos por todas las partes de sus
indiscretos cuerpos…
¡Con lo pudoroso que soy! Yo, que por no ofender salgo
dándome nerviosos pellizquitos en la entrepierna del bañador cuando se me pega
al salir del agua, mirando frenéticamente a los lados por si alguien se percata
y mostrando la más bobalicona de mis sonrisas, no dejo de asombrarme con ese
atroz exhibicionismo.
Nadie iba a cámara lenta corriendo con estilo, como en “Los
vigilantes de la playa”, y lo cierto es que, visto lo visto, era mejor así,
porque lo que se vería botar no tendría nada de edificante…
Uno ya no va a la playa a refrescarse, ver abdominales o
buenos pechos, uno va a hacerse fotos de sus piernas y sus pies con el mar al
fondo para colgarlas en las redes sociales, que es lo que hace la gente para
contarle al mundo lo felices que son y que están, aunque no sea verdad,
incluyendo mensajes como “ni tan mal” o “aquí, sufriendo”.
Yo los reconozco así. Voy por la playa y nada más ver una
uña del dedo gordo del pie ya sé que tengo ahí a Paco, el del cuarto, que según
cuenta en facebook se pasa los veranos de una piscina a otra de distintos
hoteles extranjeros, aunque yo le veo siempre en la comunitaria, o una pierna
semiflexionada y no tener duda de que se trata de Elena, la enfermera, que
gusta de preparar postres para hacerles también fotos, o viceversa.
Son puro postureo. Gente ya veterana, madura, con sentido
común, en teoría, una vida asentada, poniendo morritos y caritas, haciendo el
ridículo de esa manera…
Sí, esa era mi mirada en mis días playeros, hasta que un
día, un día cualquiera, a mis 50 años, cobre conciencia de mí mismo, como las
máquinas en las películas de ciencia ficción, y descubrí la dura realidad que
había mantenido oculta en mi cabeza: Era exactamente igual de feo y mal hecho
que los demás, incluso peor que una gran mayoría.
No les voy a engañar. Intentaba convencerme de que en esa postura
o en aquella otra no se me veía tan mal, y cuando encontraba alguna cosa
decente en mi aspecto, producto de mi
fértil imaginación, dejaba de mirar al maldito espejo, como si ya hubiera
dictaminado su última palabra. Y esta hubiera sido aprobatoria. Un autoengaño
que funcionó muchísimo tiempo.
El pelo así tapa la calva, si me estiró asá la bola de
baloncesto que sale de mi tripa es menos redonda, si arqueo la ceja logró un
gesto tremendamente sexy…
De repente, ir a la playa se convirtió en un conflicto, un
problema incómodo, porque ahora yo no era el juez descarado y despiadado, sino
el acusado y sospechoso, mirando con reticencia a todo el que me rodeaba,
sintiéndome vigilado y condenado. Un desolador descubrimiento.
Envidiaba a los niños, que podían quedarse embobados mirando
cualquier cosa que yo desearía mirar sin que los tomasen por pervertidos,
depravados, delincuentes o fisgones…
No fue fácil ese tránsito de verdugo a víctima, de
prepotente a acomplejado. No supe bien como gestionarlo en un principio,
temiendo verme siempre acobardado, pero entonces tuve una revelación con todo
aquello que había criticado.
Es por ello que les voy a tener que ir dejando. Me toca
clase de natación con un cachas veinteañero que se las verá y deseará para
sujetar mi cuerpo mientras practico las brazadas, porque gracias a internet he
ligado. Ella no es nada guapa ni agraciada, aunque quizá lo sea algo más que
yo. Me vio en mis fotos de perfil, que había retocado oportunamente, y
comenzamos a hablar. En algunas de esas fotos ponía cosas como “haciendo unos
largos” mientras mostraba mis peludas piernas al borde de la piscina. Claro,
ahora nos vamos de vacaciones y a mis 50 tacos no sé nadar, por lo que tengo que
coger el toro por los cuernos. Que las mentiras tienen un límite…
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